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4. Remo lleva a Marianné a la mansión

Más confiada, Marianné le sonrió, ajena a que ese gesto suavizaría el corazón del hombre que, sin saberlo, había llevado a su familia a la ruina.

— Gracias, Marcelo

— ¿Vamos?

Marianné asintió.

Se fueron por una salida de emergencia, y después de cruzar un par de pasillos, llegaron a la salida. La brisa azotó con fuerza. Marianné tembló. Remo actuó enseguida y se quitó el saco de su propio traje de bodas antes de ofrecérselo.

— Ten, usa esto.

Marianné la aceptó con gratitud y se envolvió en la prenda cálida, sonriendo atontada. Jamás había experimentado la atención de un hombre, mucho menos de uno tan imponente y cautivador como lo era “Marcelo”.

Por su parte, Remo no se sentía muy distinto respecto a sus emociones. Marianné lo había hechizado desde el primer segundo que la vio entrar al hotel, y aunque sabía era incorrecto, que debería odiarla como a cada miembro de su jodida familia, no podía evitar ver en ella algo más que su enemiga.

Por un segundo, se quedaron mirando como si nada más estuviese a su alrededor. Sin embargo, la complicidad que compartieron en ese momento se vio interrumpida por la llegada del verdadero Marcelo con el auto, recordándoles la urgencia de la situación.

— ¡Hay que darnos prisa! ¡Los escoltas están subiendo al elevador! — manifestó detrás del volante.

Y así, sin perder más tiempo, saltaron dentro del Bentley negro con vidrios polarizados. Remo ocupó el lugar del copiloto, mientras que Marianné se abrochó el cinturón en la parte de atrás.

Durante todo el trayecto en auto, reinó el silencio.

Remo trataba de pensar en todas las consecuencias que debería asumir a raíz de la decisión que había tomado impulsivamente, sin embargo, toda su atención se desviaba una y otra vez hacia el espejo retrovisor, en donde se encontraba la mujer que acababa de entrar a su vida de manera inesperada.

Por su lado, Marianné no era consciente de la intensa y arrolladora mirada que él le dedicaba, ni de la impresión y los cambios que representaría en su vida a partir de ahora.

Desde el asiento del piloto, Marcelo observaba a su amigo con intriga y preocupación, y no pudo evitar preguntarle en voz baja.

— ¿Hacia dónde nos dirigimos?

Remo apartó la mirada de Marianné por un momento y la trajo al frente.

— A la mansión.

Marcelo casi se detuvo en seco.

— Te has vuelto completamente loco.

— ¿Cuándo he sido cuerdo?

Minutos después, llegaron a su destino, y al emerger del auto, Marianné quedó asombrada por la suntuosidad del lugar, que desafiabas las proporciones con su grandeza. Tenía portones altos y seguridad por doquier.

Ella también venía de una familia de grandes riquezas y comodidades. Su apellido alguna vez fue temido y respetado, pero ahora no quedaba nada de este, tan solo el desprestigio y el de qué hablar.

— ¿Vives aquí? — preguntó, todavía aturdida.

— Sí, ven conmigo — la guio hasta donde se encontraba la entrada.

Los grandes portones se abrieron para ellos, y al entrar a la mansión, fueron recibidos por una multitud de miradas que enseguida comenzaron a curiosear. Remo comprendía la razón detrás del escrutinio, pero Marianné, ajena a todo, se mostró inquieta y de repente nerviosa.

Una mujer mayor y una joven vestida de novia se acercaron con premura. La primera era la madre de Remo; Priscila, y echaba chispas por los ojos. La segunda era su prometida; Ginevra, y parecía haber estado llorando. Su mirada mostraba ansiedad y preocupación.

— ¿Dónde estabas? ¡La ceremonia tuvo que haber comenzado hace treinta minutos! — manifestó la muchacha, todavía llorosa. Jugaba ansiosa con sus dedos.

— Tuve un retraso — respondió Remo sin el mayor interés.

Ginevra asintió.

— Entonces es mejor que te des prisa. Hemos convencido al juez para que espere un poco más. Solo debes ir a cambiarte.

— Respecto a eso, Ginevra, creo que deberíamos hablar un momento a solas.

— No hay tiempo para hablar a solas.

— Yo creo que sí lo hay — replicó él a cambio.

Ginevra se tensó. Sospechaba el motivo de aquella conversación. No podía estar haciéndole eso. No ahora. No después de años de luchar por su amor.

De repente, la atención se desvió hacia Marianné cuando la madre de Remo reparó abiertamente en su presencia.

— ¿Quién eres? — preguntó en un tono firme y claro, notando cierta particularidad en aquellos ojos verdes casi aceitunados.

Marianné abrió la boca, pero en cuanto Remo analizó la intención de su madre, intervino.

— Ella viene conmigo.

— Sí, pero no es eso lo que estoy preguntando — volvió su atención a la joven —. ¿Cómo te llamas?

— Marianné.

La mujer entornó los ojos.

— Debes tener un apellido — indagó, sospechando.

Remo suspiró y se pellizcó el puente de la nariz, anticipándose a las consecuencias.

— Cavallier. Marianné Cavallier.

La mujer abrió los ojos, escandalizada, y Marianné pasó de un rostro a otro, atrapada en el centro de una situación que no comprendía del todo, y que cuando lo hiciera, no sabría si podría escapar tan fácilmente de ella.

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