Trata de gritar la abuela, pero Leandro le tapa la boca. Camelia mira su bolso, que dejó tirado en el sillón de la entrada, donde tiene su arma, pero no puede ir a cogerlo. Ahora Leandro le apunta a ella también.
—Si los llamas, las mato a las dos —y obliga a la anciana a acercarse a Camelia, que no sabe qué hacer. —¡No, no, no, Leandro! Por el amor de Dios, no le hagas nada a mi abuela. Yo haré lo que quieras, pero no la toques —le pide aterrada, viendo cómo casi asfixia a la anciana, que abre los ojos negando con la cabeza—. Por favor, déjala respirar; se está ahogando. Leandro quita la mano de la boca de la anciana, que de inmediato comienza a dar gritos llamando a los guardias: —¡Chicos, ayuda…! ¡Camelia, corre! Sin embargo, Leandro la golpea en la cabeza, haciendo que caiga desmayada al piso,Todo le parece una cruel pesadilla de la que seguro en algún momento va a despertar. Todas esas locas personas que se han unido para separarla de Ariel y hacer de su vida un infierno, ¿cómo es que se unieron y les salen las cosas tan bien? Otra vez había desobedecido las reglas de su esposo y los Rhys, piensa arrepentida. ¿Cómo va a salir de esta situación y salvar a su abuela al mismo tiempo? Toma aire, tratando de que su voz salga calmada, decidida a salvar a su pobre abuela sin importar nada más. Ella escapará después, se dice. Le cuenta con calma a Leandro que Marlon es el hijo del mayor de los Rhys, que el doctor había engañado a Mailen. Ella asiente sin soltar las manos del hombre, más bien se las aprieta, tratando de que la mire. —Leandro, yo nunca te voy a amar. Si nos dejas ir ahora, no diré nada y te podrás ir a Brasil y hacer tu vida
La violencia nos marca a todos, deja cicatrices invisibles que la sociedad prefiere ignorar. Vivimos en un mundo que glorifica al fuerte y silencia al vulnerable, donde las instituciones que deberían protegernos —la policía, los forenses, los juzgados, los medios— a menudo se convierten en cómplices silenciosos de nuestro dolor, arrebatándonos no solo nuestra dignidad, sino nuestra propia humanidad. El silencio se convierte en una prisión para quienes han sufrido agresiones. Las víctimas, sean mujeres, niños u hombres, se ahogan en un mar de incredulidad y prejuicios. La sociedad les niega su derecho fundamental: ser protegidos, atendidos, respetados, creídos y reparados. Este muro de escepticismo es especialmente cruel con las víctimas de violencia de género y agresiones sexuales, condenándolas a un silencio que corroe el alma. La violencia, en su esencia más crud
Ernesto todavía cuida a Camelia, mientras ve el desorden a su alrededor y a su compañero fuera de control, todavía golpeando el cuerpo inerte de Leandro. —¡Deja eso, Israel, y ve a ver si la abuela está bien! Tenemos que ir al hospital, señora. ¿Por qué no nos llamó? —el grito de su compañero atraviesa la niebla de su mente. —Israel, haz lo que te pido, yo avisaré a todos. —¡No, no quiero que nadie se entere! —el grito de Camelia suena extraño, histérico, irreconocible incluso para ella misma. El pensamiento de que otros lo sepan, que la miren con lástima, que susurren a sus espaldas, le resulta tan insoportable como la violación misma—. ¡Nadie debe saberlo, nadie! ¡Prométanlo! Sus palabras salen como un rugido desesperado, mientras siente que su cordura pende de un hilo cada vez m&aac
Las lágrimas de la señora Gisela corren libremente por su rostro arrugado. La anciana lucha por hablar desde su debilidad. —Debí dejar que los chicos revisaran todo. Que se quedaran con nosotras, pero no lo hice, no lo hice... Perdóname, Camelia, hija, perdona a mi familia que tanto daño te ha hecho, perdón, perdón... —las palabras se van apagando mientras el agotamiento la vence. —Cálmate, abuela, ya pasó, ya pasó... Habla Camelia con la voz desprovista de emoción. Los hombres intercambian miradas preocupadas, reconociendo en su frialdad el shock que la mantiene en pie. Ernesto se acerca con el teléfono que no deja de sonar, mostrando el nombre del senador Hidalgo. —Es su padre, señora —dice suavemente, extendiéndole el aparato. —Papá... —el sollozo escapa de su garganta, traici
La noche se había cernido sobre la ciudad con una tranquilidad engañosa, envolviendo las calles en un manto de sombras y susurros. En la penumbra de su oficina, Ariel Rhys se sumergía en el silencio, ese compañero fiel de las horas extra. Papeles se apilaban como testigos mudos del día que se negaba a terminar, mientras la luz tenue de la lámpara de escritorio jugaba con los bordes de su paciencia. Fue entonces cuando la serenidad de la noche se rompió con un golpe sutil en la puerta. Ariel, aún sumido en sus pensamientos, instó a entrar al visitante nocturno, esperando encontrarse con el rostro familiar del custodio. Pero lo que sus ojos encontraron no era para nada lo que su mente había anticipado. Días después, en la comodidad de un club donde los sábados cobraban vida entre anécdotas y risas, Ariel se encontraba compartiendo mesa con sus amigos: el abogado Oliver y el doctor Félix. La incredulidad aún pintaba su rostro cuando intentaba ordenar sus palabras para narrar el evento
Camelia parecía un manojo de nervios, su postura revelaba una incomodidad palpable mientras se retorcía en la silla, como si cada fibra de su ser quisiera escapar de la situación en la que se encontraba. El rubor de su rostro no solo era indicativo de vergüenza, sino también de una lucha interna que parecía consumirla. Sus ojos, que antes destellaban con la oscuridad de la noche, ahora estaban velados por la duda y la humillación, y se desviaban constantemente, incapaces de sostener mi mirada.—Ella trabaja en la empresa, en el almacén. Y debe tener veintitantos años, no sé, no conocía de su existencia hasta esa noche. Ya les digo, si la he visto antes fue muy poco y no me fijé en ella o retuve su imagen —respondió Ariel con un tono que describía que la aparición de la mujer era muy sorprendente a esa hora en su despacho.—Está bien, ¿qué quería? —Oliver no pudo contener su impaciencia.—Les contaré exactamente la conversación —Ariel hizo una pausa dramática antes de continuar.—Está
Me había quedado observándola sin comprender lo que me pedía. En serio, mi mente estaba en ese momento buscando posibles hechos que le hubiesen sucedido a mi empleada en mi empresa y que yo tendría que solucionar a esa hora de la noche.—Por favor señorita Camelia, ¿puede al fin decirme qué fue lo que sucedió para ver si puedo ayudarla? —pregunté algo exasperado.—Pues señor, que en los chocolates había esta droga, ya sabe esta droga…, ésta droga… —tartamudeaba como si temiera o le avergonzara decirlo.—¿Qué droga? —pregunté para incitarla a hablar ahora verdaderamente intrigado.—Pues ésta que te hace cometer locuras, que…, que quieres hacerlo con cualquiera, ya sabe, ese acto…, ese…, ya sabe…, entre un hombre y una mujer…, —trataba de explicarme toda ruborizada y bajaba la mirada mientras tartamudeaba ante mí que no podía creer lo que me decía— y ellos se reían de mí, decían que iba a ir corriendo a suplicarles a ellos que me hicieran el “favor”, ¡pero primero me mato, señor! La
No lo pensé más, la tomé en mis brazos, la monté en el coche, ella me indicó donde era su casa y allá nos fuimos. No les diré los detalles, pero para empezar era virgen. Tiene un cuerpo de infarto, que descubrí después de quitarse toda la ropa. Cuando se soltó su cabello al bañarse para estar limpia para mí, y sin sus espejuelos, ¡el patito feo se volvió un cisne! —No les miento, no estaba borracho ni nada —aseguró con firmeza Ariel—. La chica insignificante que trabaja oculta de todos en el almacén, es una preciosura sin ropas.—¿De veras? —preguntaron ambos asombrados.—Sí, Camelia es una hermosa mujer natural —aseguró.—¿Entonces, le hiciste el “favor” o no? —quiso saber Félix.—Se lo hice, toda la noche —dijo muy serio—. La estrené en todo, ella no sabía nada, nunca había tenido relaciones, me contó que tuvo un casi novio, pero que no llegó a nada. Ambos amigos se quedaron mirando a Ariel con incredulidad y un atisbo de envidia sana. Intercambiaron sonrisas cómplices mientras b