El señor Rhys, al escuchar de qué se trataba todo, está de acuerdo en que la dejen estar en el apartamento de ellos. Desde allí mismo llamaron a la cárcel y dijeron que sí. Pero antes de que la trajeran, debían ir a buscar las cosas del trabajo que guardaban allá.
—¿De acuerdo, abuela? —pidió Camelia y agregó—. No quiero que Marilyn toque nada mío, y tú, pon a salvo todos esos papeles que dejaste allá. Es más, ¿quieres que mande a una empresa de mudanza que nos traiga todo? —No exageres, hija —la detuvo la señora Gisela—. Yo lo que tengo es una maleta; todavía no me han traído todas las cosas de la casa del pueblo. Creo que con Israel y Ernesto es más que suficiente. Llama a Nadia y dile que iremos para que nos ayuden ella y Nelda. —Ellos fueron al pueblo, ¿no tTrata de gritar la abuela, pero Leandro le tapa la boca. Camelia mira su bolso, que dejó tirado en el sillón de la entrada, donde tiene su arma, pero no puede ir a cogerlo. Ahora Leandro le apunta a ella también. —Si los llamas, las mato a las dos —y obliga a la anciana a acercarse a Camelia, que no sabe qué hacer. —¡No, no, no, Leandro! Por el amor de Dios, no le hagas nada a mi abuela. Yo haré lo que quieras, pero no la toques —le pide aterrada, viendo cómo casi asfixia a la anciana, que abre los ojos negando con la cabeza—. Por favor, déjala respirar; se está ahogando. Leandro quita la mano de la boca de la anciana, que de inmediato comienza a dar gritos llamando a los guardias: —¡Chicos, ayuda…! ¡Camelia, corre! Sin embargo, Leandro la golpea en la cabeza, haciendo que caiga desmayada al piso,
Todo le parece una cruel pesadilla de la que seguro en algún momento va a despertar. Todas esas locas personas que se han unido para separarla de Ariel y hacer de su vida un infierno, ¿cómo es que se unieron y les salen las cosas tan bien? Otra vez había desobedecido las reglas de su esposo y los Rhys, piensa arrepentida. ¿Cómo va a salir de esta situación y salvar a su abuela al mismo tiempo? Toma aire, tratando de que su voz salga calmada, decidida a salvar a su pobre abuela sin importar nada más. Ella escapará después, se dice. Le cuenta con calma a Leandro que Marlon es el hijo del mayor de los Rhys, que el doctor había engañado a Mailen. Ella asiente sin soltar las manos del hombre, más bien se las aprieta, tratando de que la mire. —Leandro, yo nunca te voy a amar. Si nos dejas ir ahora, no diré nada y te podrás ir a Brasil y hacer tu vida
La violencia nos marca a todos, deja cicatrices invisibles que la sociedad prefiere ignorar. Vivimos en un mundo que glorifica al fuerte y silencia al vulnerable, donde las instituciones que deberían protegernos —la policía, los forenses, los juzgados, los medios— a menudo se convierten en cómplices silenciosos de nuestro dolor, arrebatándonos no solo nuestra dignidad, sino nuestra propia humanidad. El silencio se convierte en una prisión para quienes han sufrido agresiones. Las víctimas, sean mujeres, niños u hombres, se ahogan en un mar de incredulidad y prejuicios. La sociedad les niega su derecho fundamental: ser protegidos, atendidos, respetados, creídos y reparados. Este muro de escepticismo es especialmente cruel con las víctimas de violencia de género y agresiones sexuales, condenándolas a un silencio que corroe el alma. La violencia, en su esencia más crud
Ernesto todavía cuida a Camelia, mientras ve el desorden a su alrededor y a su compañero fuera de control, todavía golpeando el cuerpo inerte de Leandro. —¡Deja eso, Israel, y ve a ver si la abuela está bien! Tenemos que ir al hospital, señora. ¿Por qué no nos llamó? —el grito de su compañero atraviesa la niebla de su mente. —Israel, haz lo que te pido, yo avisaré a todos. —¡No, no quiero que nadie se entere! —el grito de Camelia suena extraño, histérico, irreconocible incluso para ella misma. El pensamiento de que otros lo sepan, que la miren con lástima, que susurren a sus espaldas, le resulta tan insoportable como la violación misma—. ¡Nadie debe saberlo, nadie! ¡Prométanlo! Sus palabras salen como un rugido desesperado, mientras siente que su cordura pende de un hilo cada vez m&aac
Las lágrimas de la señora Gisela corren libremente por su rostro arrugado. La anciana lucha por hablar desde su debilidad. —Debí dejar que los chicos revisaran todo. Que se quedaran con nosotras, pero no lo hice, no lo hice... Perdóname, Camelia, hija, perdona a mi familia que tanto daño te ha hecho, perdón, perdón... —las palabras se van apagando mientras el agotamiento la vence. —Cálmate, abuela, ya pasó, ya pasó... Habla Camelia con la voz desprovista de emoción. Los hombres intercambian miradas preocupadas, reconociendo en su frialdad el shock que la mantiene en pie. Ernesto se acerca con el teléfono que no deja de sonar, mostrando el nombre del senador Hidalgo. —Es su padre, señora —dice suavemente, extendiéndole el aparato. —Papá... —el sollozo escapa de su garganta, traici
La sola mención de Ariel hace que su cuerpo se estremezca violentamente. La vergüenza la consume como ácido al pensar en su esposo, en sus manos tocándola, en su mirada sobre ella. Ya no se siente digna de su amor, de sus caricias. Se siente sucia, manchada, rota. —¡No quiero que le digas nada a mi esposo, vamos, papá, por favor! —ruega de nuevo. El terror se refleja en cada fibra de su ser. La desolación se refleja en su rostro pálido como la muerte, mientras su mirada se mueve aterrorizada alrededor. La idea de que alguien más se entere de su violación la paraliza, la ahoga. Imagina las miradas de lástima, los susurros a sus espaldas, el estigma que la perseguirá para siempre. No podría soportarlo. —Llévame con mamá, necesito a mamá —súplica, aferrándose a la única persona que siente que podría entenderla sin juzgarla—. Mi hermano, no le digas a nadie dónde estoy, promételo, ni siquiera a Ariel. El cuerpo de camelia
Gerardo mira a su cuñado; puede ver la desesperación y el dolor en sus ojos. Por eso, evitando su mirada suplicante, y con el peso de la mentira aplastando su conciencia, responde: —Lo siento, Ariel, yo estoy igual que tú. No sé nada. —¡Rayos! ¡¿Cómo diablos nadie supo que Leandro estaba escondido en el apartamento de Cami?! ¿Cómo? ¡Debí negarme al pedido de Marilyn! Estoy seguro de que ella tiene que ver en esto —vocifera Ariel como un demente ante la mirada impotente de todos—. Es demasiada coincidencia. ¡Mano, impide que la saquen de la cárcel! No me importa lo que le pase, pero estoy seguro de que ella está metida en esto. —Cálmate, Ari —Marlon intenta tranquilizarlo—. Y ya Oliver impidió que Marilyn saliera; la llevaron a la clínica de la cárcel. Camelia debe haber ido para la casa. —¡No está! Acabo de hablar con mamá y no ha llegado —el grito de Ariel resuena por los pasillos del hospital, cargado de una desesperación que hiela l
Ariel no ha escuchado más de las cosas que sigue explicando su padre. Sus ojos y pensamientos se detuvieron en el aparato que le devolvería a su Camelia. Con nerviosismo, abre la caja y saca un teléfono; lo pone a cargar de inmediato mientras lee las instrucciones. Se sienta anhelante con él delante en la mesa, hasta que ve que carga un poco y lo puede abrir. En ese momento, lo pone a funcionar y un punto en el mapa aparece. —¡Está en casa de sus padres, papá! ¡Cami está en casa de Camilo Hidalgo! —exclamó incrédulo. —¿Por qué Gerardo me mintió? —A lo mejor no lo sabe, o ella le pidió que no te lo dijera —contestó su padre. —¡Me voy ahora mismo para allá! —dijo Ariel, echando el aparato en su bolsillo. —Hijo —lo detiene Aurora—, tienes que darle espacio, d