La violencia nos marca a todos, deja cicatrices invisibles que la sociedad prefiere ignorar. Vivimos en un mundo que glorifica al fuerte y silencia al vulnerable, donde las instituciones que deberían protegernos —la policía, los forenses, los juzgados, los medios— a menudo se convierten en cómplices silenciosos de nuestro dolor, arrebatándonos no solo nuestra dignidad, sino nuestra propia humanidad.
El silencio se convierte en una prisión para quienes han sufrido agresiones. Las víctimas, sean mujeres, niños u hombres, se ahogan en un mar de incredulidad y prejuicios. La sociedad les niega su derecho fundamental: ser protegidos, atendidos, respetados, creídos y reparados. Este muro de escepticismo es especialmente cruel con las víctimas de violencia de género y agresiones sexuales, condenándolas a un silencio que corroe el alma. La violencia, en su esencia más crudErnesto todavía cuida a Camelia, mientras ve el desorden a su alrededor y a su compañero fuera de control, todavía golpeando el cuerpo inerte de Leandro. —¡Deja eso, Israel, y ve a ver si la abuela está bien! Tenemos que ir al hospital, señora. ¿Por qué no nos llamó? —el grito de su compañero atraviesa la niebla de su mente. —Israel, haz lo que te pido, yo avisaré a todos. —¡No, no quiero que nadie se entere! —el grito de Camelia suena extraño, histérico, irreconocible incluso para ella misma. El pensamiento de que otros lo sepan, que la miren con lástima, que susurren a sus espaldas, le resulta tan insoportable como la violación misma—. ¡Nadie debe saberlo, nadie! ¡Prométanlo! Sus palabras salen como un rugido desesperado, mientras siente que su cordura pende de un hilo cada vez m&aac
Las lágrimas de la señora Gisela corren libremente por su rostro arrugado. La anciana lucha por hablar desde su debilidad. —Debí dejar que los chicos revisaran todo. Que se quedaran con nosotras, pero no lo hice, no lo hice... Perdóname, Camelia, hija, perdona a mi familia que tanto daño te ha hecho, perdón, perdón... —las palabras se van apagando mientras el agotamiento la vence. —Cálmate, abuela, ya pasó, ya pasó... Habla Camelia con la voz desprovista de emoción. Los hombres intercambian miradas preocupadas, reconociendo en su frialdad el shock que la mantiene en pie. Ernesto se acerca con el teléfono que no deja de sonar, mostrando el nombre del senador Hidalgo. —Es su padre, señora —dice suavemente, extendiéndole el aparato. —Papá... —el sollozo escapa de su garganta, traici
La sola mención de Ariel hace que su cuerpo se estremezca violentamente. La vergüenza la consume como ácido al pensar en su esposo, en sus manos tocándola, en su mirada sobre ella. Ya no se siente digna de su amor, de sus caricias. Se siente sucia, manchada, rota. —¡No quiero que le digas nada a mi esposo, vamos, papá, por favor! —ruega de nuevo. El terror se refleja en cada fibra de su ser. La desolación se refleja en su rostro pálido como la muerte, mientras su mirada se mueve aterrorizada alrededor. La idea de que alguien más se entere de su violación la paraliza, la ahoga. Imagina las miradas de lástima, los susurros a sus espaldas, el estigma que la perseguirá para siempre. No podría soportarlo. —Llévame con mamá, necesito a mamá —súplica, aferrándose a la única persona que siente que podría entenderla sin juzgarla—. Mi hermano, no le digas a nadie dónde estoy, promételo, ni siquiera a Ariel. El cuerpo de camelia
Gerardo mira a su cuñado; puede ver la desesperación y el dolor en sus ojos. Por eso, evitando su mirada suplicante, y con el peso de la mentira aplastando su conciencia, responde: —Lo siento, Ariel, yo estoy igual que tú. No sé nada. —¡Rayos! ¡¿Cómo diablos nadie supo que Leandro estaba escondido en el apartamento de Cami?! ¿Cómo? ¡Debí negarme al pedido de Marilyn! Estoy seguro de que ella tiene que ver en esto —vocifera Ariel como un demente ante la mirada impotente de todos—. Es demasiada coincidencia. ¡Mano, impide que la saquen de la cárcel! No me importa lo que le pase, pero estoy seguro de que ella está metida en esto. —Cálmate, Ari —Marlon intenta tranquilizarlo—. Y ya Oliver impidió que Marilyn saliera; la llevaron a la clínica de la cárcel. Camelia debe haber ido para la casa. —¡No está! Acabo de hablar con mamá y no ha llegado —el grito de Ariel resuena por los pasillos del hospital, cargado de una desesperación que hiela l
Ariel no ha escuchado más de las cosas que sigue explicando su padre. Sus ojos y pensamientos se detuvieron en el aparato que le devolvería a su Camelia. Con nerviosismo, abre la caja y saca un teléfono; lo pone a cargar de inmediato mientras lee las instrucciones. Se sienta anhelante con él delante en la mesa, hasta que ve que carga un poco y lo puede abrir. En ese momento, lo pone a funcionar y un punto en el mapa aparece. —¡Está en casa de sus padres, papá! ¡Cami está en casa de Camilo Hidalgo! —exclamó incrédulo. —¿Por qué Gerardo me mintió? —A lo mejor no lo sabe, o ella le pidió que no te lo dijera —contestó su padre. —¡Me voy ahora mismo para allá! —dijo Ariel, echando el aparato en su bolsillo. —Hijo —lo detiene Aurora—, tienes que darle espacio, d
El senador Camilo y Ariel miran al doctor como si lo que acababa de decir, en lugar de palabras, hubieran sido puñales que se le clavaran en el corazón. —¡Maldición! ¿Cómo esos inútiles que les pusiste de guardias pudieron hacerle caso y dejarla sola? ¡Eso quiere decir que a mi pequeña, ese desgraciado, por su culpa…! —increpa Camilo a Ariel, al tiempo que da un puñetazo contra el buró. —¿Qué quiere decir? ¿Cómo que las dejaron solas? —lo interrumpe Ariel. —¡Los mataré con mis propias manos! ¡Los mataré! ¿Dónde están, dónde? —pregunta furioso. —¡Deténganse! —les ordena el doctor. —No pueden perder la paciencia ni la cordura; nada que hagan ahora va a impedir lo que ya pasó. Enfóquense ahora en sanar a Camel
Ariel los miró con los ojos muy abiertos. En su mente solo se había quedado el tiempo. ¡Diez minutos! —¡Son suficientes para lo que está pasando ahora! —gritó Ariel, agachándose al escucharlo como si no pudiera respirar. —Al menos no fue por mucho tiempo —dijo Camilo y se dejó caer en el banco, sintiendo como si de pronto le cayeran los años encima. —Gracias por matar al condenado ese, muchas gracias. Ariel se queda en silencio. ¡Diez minutos! ¡Diez minutos la estuvo torturando! Una eternidad le parece, lo sabe, lo sufrió. Sabe lo que puede pasar en tan solo diez minutos en las manos de un violador. Leandro era tan inmenso, tan fuerte. Y su pobre Camelia no podía hacer nada contra ese bruto, ¡nada! ¿Por qué tuvo que ir a ese viaje? ¿Por qué aceptó que Marilyn fuera para el apartam
Camélia sigue vociferando en medio del llanto. ¡Sus guardias eran buenísimos, insistieron en revisar la casa, ellos no querían dejarla sola! ¡No querían! —¿Y qué fue lo que hice? —pregunta furiosa—. ¡No les presté atención porque la abuela dijo que todo estaba bien, y yo los boté de allí! Snif…, snif…, snif… ¿Entiendes por qué es mi culpa, mamá? ¡Ellos no querían irse, no querían! ¡Si llego a hacer eso, ellos hubieran encontrado a Leandro y nada de esto me hubiera pasado! ¡Así que no me digas que no es mi culpa, porque sí lo es! ¡Lo es! Snif…, snif…, snif… —Está bien, cálmate, hija, no debes alterarte así —se apresura la señora Lirio a alcanzarle un vaso de agua, tratando de calmarla. La ve que realment