El día de Coromoto comenzó antes de lo habitual. Decidió salir de su casa más temprano de lo que estaba acostumbrada, con la intención de encontrarse con sus amigas antes de entrar al hospital, donde trabajaban en el área de limpieza. William y los niños seguían dormidos cuando ella se despidió con un beso en la frente de sus hijos.
Al pasar por la puerta de la habitación de su esposo, no pudo evitar detenerse. Lo observó dormir profundamente, y una inquietante pregunta cruzó por su mente: ¿Cómo era posible que un hombre tan tierno en sueños pudiera convertirse en una bestia cruel cuando despertaba? ¿Acaso ya no la amaba? ¿O nunca la había amado realmente? Se preguntó en un profundo silencio, mientras la oscuridad de la madrugada envolvía la casa. El único sonido que rompió el silencio fue un suspiro que escapó de sus labios. Al llegar al hospital, sus amigas ya la estaban esperando, como siempre. Era casi un ritual, una promesa no escrita de entrar juntas al turno. Pasaron varios minutos entre bromas y saludos, hasta que se dieron cuenta de que el tiempo había avanzado más de lo que pensaban. En los pasillos, las voces de las amigas resonaban al unísono, anunciando a todos que "Las Mosqueteras” ya habían llegado. Sin embargo, ese día había algo diferente en Coromoto. Sus amigas, que la conocían tan bien, lo notaron de inmediato. —¿Estás bien? —preguntó Patricia, con una mirada preocupada. Coromoto, sin levantar la vista, respondió en voz baja: —Sí. Paola, no tan convencida, replicó rápidamente: —No te creo. —Sabes que puedes contarnos lo que sea —interrumpió Jazmín, siempre dispuesta a ofrecer apoyo—. Para eso están las amigas, ¿o no chicas? —¡Sí! —respondieron las demás al unísono, aliviando un poco la tensión del momento. —Estoy bien —dijo Coromoto, forzando una sonrisa—. Y apuren el paso, que ya vamos tarde. Esa mañana, las amigas fueron asignadas a diferentes áreas del hospital. A Coromoto le tocó el sector de neonatología, un lugar que siempre le había gustado. Estar rodeada de bebés, escucharlos, verlos moverse, le inspiraba una ternura inmensa. Pero a pesar de la dulzura de su entorno, el tiempo pasaba lentamente. Las horas se arrastraban entre las tareas, y el momento más esperado del día, la hora del almuerzo, parecía demorarse mucho en llegar. Cuando finalmente fue hora de comer, Coromoto llegó al comedor primero. Paola la siguió poco después. Aprovechando que estaban solas, Paola la miró con una expresión de preocupación. —¿En serio estás bien? —le preguntó. Coromoto iba a responder, pero Paola la interrumpió antes de que pudiera decir algo. —Sabes que estoy aquí para ti, siempre —dijo Paola con voz suave, buscando transmitirle el apoyo que tanto necesitaba. Justo en ese momento, un mensaje llegó al teléfono de Paola. Sus otras amigas todavía no habían terminado con sus tareas, por lo que tendrían que comer sin ellas. Aprovechando que estaban solas, Coromoto no pudo evitar desahogarse con Paola. Le contó sobre lo mal que iba su relación con William, sobre los silencios que los separaban, los malos tratos que ella sentía en su interior. También le habló de la relación secreta que había descubierto entre su esposo y su amiga Claudia, una relación de la que ella sospechaba, aunque no lo había hablado directamente con Coromoto. Paola, con su habitual optimismo, intentó consolarla: —Todo esto pasará, Coromoto. La vida tiene una manera extraña de poner las cosas en su lugar. Te lo prometo, todo se arreglará. La conversación continuó, pero el tiempo parecía volar entre las palabras compartidas. Al final, las amigas volvieron a sus puestos de trabajo, pero, para su suerte, les tocó un turno en el mismo sector, lo que les permitió compartir algunas risas y bromas. Aunque la situación seguía siendo difícil para Coromoto, al menos en esos momentos había algo que la hacía sonreír y olvidar, aunque fuera por un rato, la tormenta en su vida. Al finalizar el turno, Coromoto, Paola, Patricia y Jazmín, como cada día, se dirigieron juntas a tomar un café. Era el momento perfecto para ponerse al día con los chismes del hospital, para hablar de todo y de nada. Pero, aunque la conversación estaba llena de risas y anécdotas, Coromoto no podía dejar de pensar en lo que había compartido con Paola. Sabía que tenía mucho que resolver, pero, por ahora, al menos tenía a sus amigas a su lado. Y eso, en esos momentos, era lo único que realmente importaba.Coromoto nunca imaginó que algo tan simple como un “hola” podría alterar el curso de su vida. Después de años de vivir atrapada en la oscuridad de una relación rota, marcada por la traición y la violencia emocional, el destino le tendió una mano cuando menos lo esperaba. Todo comenzó en un día cualquiera, en un ascensor común, pero el impacto de ese encuentro perduraría para siempre.El hospital donde trabajaba como limpiadora ya no era para Coromoto un lugar lleno de vida, sino más bien un espacio gris, oscuro, donde las horas parecían desdibujarse y fusionarse en una rutina monótona. Había dejado de soñar con algo mejor, pues el peso de su matrimonio con William la había sumido en una especie de letargo emocional. La mujer que alguna vez fue vibrante, llena de esperanza y amor, ahora parecía ser solo una sombra de sí misma, caminando en un mundo que la ignoraba, que la hacía invisible.Sin embargo, ese día algo cambió.Coromoto había terminado su jornada, cansada, con el cuerpo
Coromoto trató de mantener la calma, pero sus amigas no tardaron en notar el cambio. Desde que Ángel había llegado a su vida, todo en ella parecía brillar con una nueva luz. Su rostro, antes marcado por la rutina y las preocupaciones, ahora estaba adornado con una sonrisa que no la dejaba en paz. Aquella energía contagiosa que emanaba de ella resultaba imposible de ocultar. Sus ojos, más vivos que nunca, reflejaban una alegría difícil de disimular.Patricia y Paola, siempre observadoras y curiosas, pronto comenzaron a sospechar que algo, o más bien, alguien, estaba detrás de esa transformación. La intriga se convirtió en un juego silencioso entre ellas y los pequeños detalles no pasaban desapercibidos: el suspiro al final de la jornada, las risas a media tarde, esos pequeños gestos de Coromoto que hablaban más de lo que ella deseaba admitir.“¿Quién es él?”, preguntó Paola una tarde, mientras ambas observaban a su amiga recoger unos papeles en la mesa. Su tono era suave, pero su
Todos tenemos una historia de amor que deseamos compartir, una historia que, aunque única y personal, resuena con las experiencias de muchos. Unas terminan con el sabor dulce de un final feliz, mientras que otras dejan en el alma cicatrices que nunca terminan de sanar. Algunas de estas historias se siguen escribiendo, con la esperanza de un nuevo capítulo; otras, sin embargo, quedaron atrás, detenidas en el tiempo, como cartas no enviadas, como recuerdos que se desvanecen con cada día que pasa.Cada uno de nosotros guarda en su pecho un amor que es imposible de olvidar: un amor secreto, que solo vive en las sombras de nuestra memoria. Un amor que tal vez nunca verá la luz, pero que perdura, inmortal en su fragilidad. Dicen que “es mejor haber amado y perdido que nunca haber amado”, pero ¿qué ocurre cuando, al perder, también se pierde una parte de uno mismo? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un amor que, al final, nos deja vacíos, con el corazón hecho trizas y la sonrisa perdida en a
La llegada a la terminal de buses de Santiago de chile fue un mar de emociones encontradas para Coromoto. Era la primera vez que veía un cielo diferente al de Maracay, su ciudad natal. El aire, seco y fresco, le rasgaba la piel de manera extraña, casi como si la estuvieran recibiendo con un abrazo brusco y distante. Mientras avanzaba junto a su familia en busca de su equipaje, un nudo se formaba en su estómago. No solo por la incertidumbre que sentía sobre el futuro, sino también por la nostalgia que la golpeaba con cada paso que daba sobre el suelo chileno.Había dejado atrás a su madre, a sus amigas, a los vecinos del barrio que conocían cada rincón de su vida. El sonido de las motos en Maracay, las risas en la esquina de su casa, las tardes de café con su amiga Rosa… todo eso parecía ahora tan lejano como un sueño perdido. Y lo peor de todo, pensaba Coromoto, era la sensación de que nada en su nueva vida la haría sentir tan en casa como antes.“Esto es solo temporal”, se repetía a
El sonido del reloj marcando las horas en la pared del salón parecía ser lo único que le daba forma a los días de Coromoto. Cada tictac resonaba en sus oídos como una meticulosa llamada al inevitable paso del tiempo. A medida que la mañana se alargaba, sus pensamientos se volvían más pesados, como si la rutina diaria de cuidar a los niños y atender la casa se hubiera convertido en un eco interminable de las mismas acciones: levantar a los niños, preparar el desayuno, ir al trabajo, regresar, ordenar, cenar, dormir… y todo de nuevo.William se había convertido en un espectador mudo de su vida. Su presencia en casa ya no era la de un compañero, sino la de una figura distante, como una sombra que se deslizaba por los pasillos sin atreverse a hacer contacto. Coromoto lo notaba, lo sentía en cada rincón, en cada silencio. Había una distancia palpable en su mirada, un vacío profundo en los gestos que antes fueron cálidos y llenos de vida. Su indiferencia la devoraba lentamente, como una lla
Coromoto se despertó esa mañana con el peso del mundo sobre sus hombros. El sol apenas se filtraba entre las rendijas de las cortinas, y aún en el silencio de la casa, algo en su interior hacía ruido. Su mente no dejaba de dar vueltas a la misma idea que había decidido, quizás imprudentemente, poner en marcha la noche anterior. La conversación con William había quedado flotando en el aire, como una promesa rota que todavía no se había cumplido.Se levantó lentamente de la cama, intentando no despertar a su esposo, que aún dormía profundamente a su lado. William había sido el amor de su vida, su compañero en cada paso del camino, pero las últimas semanas lo habían cambiado. Él ya no la miraba como antes. Sus ojos, antes tan llenos de pasión y complicidad, ahora estaban vacíos, distantes. Coromoto había sentido, desde hace un tiempo, que se estaba perdiendo en algún rincón de la relación, y la idea de abrir su matrimonio había nacido de esa desesperación.La propuesta que había hecho la
La noche llegó y el momento de enfrentar la realidad estuvo a la vuelta de la esquina. Coromoto estaba nerviosa, pero al mismo tiempo, una parte de ella no quería arrepentirse. William había aceptado, sin emoción, pero al menos lo había hecho. La habitación estaba en penumbra, la cama deshecha, los dos cuerpos que compartirían el mismo espacio ya estaban allí, esperando, como piezas que encajarían en un rompecabezas que ninguno de los tres parecía entender del todo.La atmósfera en la habitación era densa, cargada de una tensión extraña, casi palpable, que se mezclaba con una chispa de incertidumbre. La luz tenue de la lámpara junto a la cama proyectaba sombras suaves sobre las paredes, y el silencio se hizo un espacio incómodo que solo se interrumpía por el leve sonido de respiraciones contenidas. Coromoto, que se encontraba entre ellos, sentía una mezcla de excitación y miedo, pero también algo de alivio por no estar sola en ese momento.William, recostado sobre la almohada, observa
El sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas de la sala, cubriendo el suelo con una luz cálida que apenas lograba penetrar la frialdad que habitaba en los corazones de los que compartían la casa. Coromoto se encontraba sentada en el sofá color rojizo, mirando la fotografía de su familia sobre la mesa. William, en la imagen, sonreía con su característica expresión de confianza, y Claudia, su mejor amiga, estaba a su lado, sosteniendo a su hijo pequeño en brazos, su rostro irradiando la bondad que siempre había creído que existía en ella.Habían pasado semanas desde que había descubierto, de manera indirecta, el romance entre su esposo y su amiga. El peso de la traición le quemaba en el pecho, y aunque su mente le exigía confrontar la realidad, sus labios no podían articular las palabras que pudieran desgarrar la fachada de su vida. “¿Cómo llegamos aquí?”, se preguntaba una y otra vez, mientras observaba esa imagen, que ahora se sentía lejana, como si perteneciera a una vida