La llegada a la terminal de buses de Santiago de chile fue un mar de emociones encontradas para Coromoto. Era la primera vez que veía un cielo diferente al de Maracay, su ciudad natal. El aire, seco y fresco, le rasgaba la piel de manera extraña, casi como si la estuvieran recibiendo con un abrazo brusco y distante. Mientras avanzaba junto a su familia en busca de su equipaje, un nudo se formaba en su estómago. No solo por la incertidumbre que sentía sobre el futuro, sino también por la nostalgia que la golpeaba con cada paso que daba sobre el suelo chileno.
Había dejado atrás a su madre, a sus amigas, a los vecinos del barrio que conocían cada rincón de su vida. El sonido de las motos en Maracay, las risas en la esquina de su casa, las tardes de café con su amiga Rosa… todo eso parecía ahora tan lejano como un sueño perdido. Y lo peor de todo, pensaba Coromoto, era la sensación de que nada en su nueva vida la haría sentir tan en casa como antes. “Esto es solo temporal”, se repetía a sí misma mientras tomaba a sus hijos de la mano. Pero las palabras no podían calmar la tormenta que sentía en su pecho. En Venezuela había sido profesora, pero en Santiago no podía permitirse lujos como la búsqueda de un empleo que le permitiera mantenerse a flote. La crisis había golpeado a todos, y los trabajos bien remunerados eran un espejismo. Así, el destino la había llevado a trabajar como auxiliar de limpieza en un hospital. A menudo se sentía invisibilizada en ese espacio, no solo por la naturaleza de su labor, sino por la indiferencia de los demás. La gente no la miraba, no la saludaba, y cuando lo hacía, era solo para dar una orden. El trabajo, aunque pesado, le daba un salario modesto, pero la soledad y el desgaste emocional que experimentaba cada día se volvían más difíciles de soportar. William, su esposo, no lo estaba pasando mucho mejor. Después de llegar a Chile, había encontrado empleo en una pizzería. Aunque el ambiente en su lugar de trabajo era relativamente más amable que el de Coromoto, algo había cambiado entre ellos. La rutina diaria se había instalado de manera implacable entre ellos, y las tensiones parecían haber alcanzado su punto máximo. Los días pasaban rápidamente, y Coromoto no podía evitar notar que algo se estaba rompiendo en su relación con William. Aunque aún intentaban compartir cenas y momentos juntos, los silencios se alargaban, las discusiones se volvían cada vez más comunes, y los abrazos parecían escasear. Los dos sabían que, a pesar de los esfuerzos por mantener la familia unida, la distancia emocional se había hecho demasiado grande como para ignorarla. Coromoto no entendía qué había pasado. En Venezuela, aún con las dificultades, siempre había sentido una conexión con su esposo, como si fueran dos piezas de un rompecabezas que encajaban perfectamente. Pero ahora, en este nuevo país, se sentía más como si William estuviera en otra vida, distante, lejano, casi como un extraño. Esa mañana, después de dejar a los niños en la escuela, Coromoto se dirigió a su turno en el hospital con el corazón pesado. El sonido de las mochilas chocando contra las paredes de la estación del metro le recordó los días felices en los que caminaba por las calles de Maracay, donde podía ir al mercado con su madre o reunirse con su hermana para tomar café. En Santiago, todo era diferente. Las calles le parecían frías, y la gente, apurada, solo miraba hacia adelante, como si nadie tuviera tiempo para detenerse y preguntar cómo estaba el otro. Cuando llegó al hospital, se sintió como siempre: pequeña e insignificante. Alguien le indicó que tenía que limpiar una habitación, y rápidamente se metió en el trabajo para evitar pensar en su vida. Mientras limpiaba los pasillos y ordenaba las habitaciones vacías, la mente de Coromoto no dejaba de viajar a Maracay. Pensaba en su casa, en su vecindario, en todo lo que había tenido que dejar atrás para sobrevivir. Los recuerdos la golpeaban de manera constante, como olas que no paraban de chocar contra las rocas de su alma. Recuerdo de la fiesta de cumpleaños de su hija menor, cuando en Maracay las calles se llenaban de alegría; o de las tardes de lluvia, cuando se refugiaban en su casa y compartían historias. Todo eso parecía ahora estar fuera de su alcance. “Si tan solo pudiera regresar”, pensaba mientras pasaba un trapo por la mesa. Pero sabía que no podía. La situación en Venezuela no solo estaba mal, sino que empeoraba cada vez más. Ella, William y los niños habían llegado a Chile buscando una vida mejor, pero la cruda realidad era que la adaptación no era sencilla. La nueva vida que esperaban encontrar era una que, en muchos sentidos, parecía inalcanzable. Coromoto quería creer que todo mejoraría, que pronto encontrarían estabilidad, que el trabajo de su esposo mejoraría, que ella encontraría algo más que la monotonía del hospital. Pero mientras barría el suelo, algo en su interior le decía que sus sueños de un futuro brillante en Chile eran solo eso: sueños. Por la tarde, después de un largo día de trabajo, Coromoto llegó a casa agotada. William estaba sentado en la mesa, mirando su teléfono. Cuando ella entró, él levantó la vista por un momento, pero no dijo nada. El silencio entre ellos había crecido tanto que incluso los niños parecían notarlo. A menudo, los pequeños intentaban mediar, pero ellos sabían que no podían comprender lo que sucedía entre sus padres. “¿Cómo te fue hoy?”, preguntó Coromoto, intentando romper el hielo. “Bien”, respondió William sin entusiasmo. “Tuve que quedarme más tiempo, pero no pasó nada.” Coromoto asintió, aunque la respuesta de su esposo le dolió más de lo que esperaba. Había una frialdad en sus palabras, como si todo lo que importara fuera el trabajo, la rutina, la supervivencia. Y entonces, la chispa de la discusión que ya se veía venir estalló. “William, ya no es suficiente. Todo es siempre lo mismo. Tú llegas tarde, yo me paso el día limpiando, y ni siquiera nos hablamos”, dijo Coromoto con voz temblorosa. Él la miró con indiferencia. “¿Y qué quieres que haga? ¿Volvemos a Venezuela?” “Sabes que no podemos”, contestó ella, sus ojos comenzando a llenarse de lágrimas. “Solo quiero sentir que esto tiene algún sentido. Quiero que volvamos a ser un equipo.” La tensión entre ellos se acumulaba cada vez más. Coromoto sentía como si la distancia emocional que había crecido entre ellos fuera una pared invisible, y a pesar de sus esfuerzos por derribarla, parecía infranqueable. Se retiró a su habitación sin esperar una respuesta de él. Sabía que no servía de nada insistir. En la oscuridad de la habitación, la soledad se apoderó de Coromoto. Miró el techo, incapaz de conciliar el sueño. La tristeza, la frustración y la nostalgia eran una mezcla explosiva que la hacía sentir que todo su esfuerzo por mantener su familia unida no valía la pena. En el fondo, Coromoto entendía que el proceso de adaptación era largo, pero la sensación de que algo se estaba quebrando en su relación, en su vida, la consumía lentamente. Quería creer que podía salir adelante, que todo tendría sentido en algún momento. Pero a medida que la noche avanzaba, una pregunta se instaló en su mente: ¿realmente había algo que pudieran hacer para salvar lo que quedaba de su matrimonio?El sonido del reloj marcando las horas en la pared del salón parecía ser lo único que le daba forma a los días de Coromoto. Cada tictac resonaba en sus oídos como una meticulosa llamada al inevitable paso del tiempo. A medida que la mañana se alargaba, sus pensamientos se volvían más pesados, como si la rutina diaria de cuidar a los niños y atender la casa se hubiera convertido en un eco interminable de las mismas acciones: levantar a los niños, preparar el desayuno, ir al trabajo, regresar, ordenar, cenar, dormir… y todo de nuevo.William se había convertido en un espectador mudo de su vida. Su presencia en casa ya no era la de un compañero, sino la de una figura distante, como una sombra que se deslizaba por los pasillos sin atreverse a hacer contacto. Coromoto lo notaba, lo sentía en cada rincón, en cada silencio. Había una distancia palpable en su mirada, un vacío profundo en los gestos que antes fueron cálidos y llenos de vida. Su indiferencia la devoraba lentamente, como una lla
Coromoto se despertó esa mañana con el peso del mundo sobre sus hombros. El sol apenas se filtraba entre las rendijas de las cortinas, y aún en el silencio de la casa, algo en su interior hacía ruido. Su mente no dejaba de dar vueltas a la misma idea que había decidido, quizás imprudentemente, poner en marcha la noche anterior. La conversación con William había quedado flotando en el aire, como una promesa rota que todavía no se había cumplido.Se levantó lentamente de la cama, intentando no despertar a su esposo, que aún dormía profundamente a su lado. William había sido el amor de su vida, su compañero en cada paso del camino, pero las últimas semanas lo habían cambiado. Él ya no la miraba como antes. Sus ojos, antes tan llenos de pasión y complicidad, ahora estaban vacíos, distantes. Coromoto había sentido, desde hace un tiempo, que se estaba perdiendo en algún rincón de la relación, y la idea de abrir su matrimonio había nacido de esa desesperación.La propuesta que había hecho la
La noche llegó y el momento de enfrentar la realidad estuvo a la vuelta de la esquina. Coromoto estaba nerviosa, pero al mismo tiempo, una parte de ella no quería arrepentirse. William había aceptado, sin emoción, pero al menos lo había hecho. La habitación estaba en penumbra, la cama deshecha, los dos cuerpos que compartirían el mismo espacio ya estaban allí, esperando, como piezas que encajarían en un rompecabezas que ninguno de los tres parecía entender del todo.La atmósfera en la habitación era densa, cargada de una tensión extraña, casi palpable, que se mezclaba con una chispa de incertidumbre. La luz tenue de la lámpara junto a la cama proyectaba sombras suaves sobre las paredes, y el silencio se hizo un espacio incómodo que solo se interrumpía por el leve sonido de respiraciones contenidas. Coromoto, que se encontraba entre ellos, sentía una mezcla de excitación y miedo, pero también algo de alivio por no estar sola en ese momento.William, recostado sobre la almohada, observa
El sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas de la sala, cubriendo el suelo con una luz cálida que apenas lograba penetrar la frialdad que habitaba en los corazones de los que compartían la casa. Coromoto se encontraba sentada en el sofá color rojizo, mirando la fotografía de su familia sobre la mesa. William, en la imagen, sonreía con su característica expresión de confianza, y Claudia, su mejor amiga, estaba a su lado, sosteniendo a su hijo pequeño en brazos, su rostro irradiando la bondad que siempre había creído que existía en ella.Habían pasado semanas desde que había descubierto, de manera indirecta, el romance entre su esposo y su amiga. El peso de la traición le quemaba en el pecho, y aunque su mente le exigía confrontar la realidad, sus labios no podían articular las palabras que pudieran desgarrar la fachada de su vida. “¿Cómo llegamos aquí?”, se preguntaba una y otra vez, mientras observaba esa imagen, que ahora se sentía lejana, como si perteneciera a una vida
Al día siguiente, Coromoto decidió que debía hacer algo. No podía seguir viviendo en esta mentira. Quería salvar su familia, sí, pero no a costa de su dignidad, de su alma.La imagen de su hijos, inocentes y ajenos a la tormenta que se desataba a su alrededor, la impulsó a tomar una decisión: confrontar a William, enfrentarse a la traición de una vez por todas. Ya no podía seguir guardando silencio, ni seguir soportando el desprecio y el dolor que él le causaba.Sin embargo, esa misma noche, mientras caminaba por la casa, con el corazón acelerado y las palabras ya formándose en su mente, recibió una llamada inesperada de Claudia. La voz de su amiga, tan tranquila y serena como siempre, la interrumpió justo cuando estaba a punto de llamar a William para encarar la verdad.—Coromoto —dijo Claudia con suavidad—, sé que estás pasando por un momento difícil. Y quiero que sepas que no estás sola. Pero también sé que lo que estás sintiendo no es sólo el dolor de la traición, es el miedo de p
El día de Coromoto comenzó antes de lo habitual. Decidió salir de su casa más temprano de lo que estaba acostumbrada, con la intención de encontrarse con sus amigas antes de entrar al hospital, donde trabajaban en el área de limpieza. William y los niños seguían dormidos cuando ella se despidió con un beso en la frente de sus hijos.Al pasar por la puerta de la habitación de su esposo, no pudo evitar detenerse. Lo observó dormir profundamente, y una inquietante pregunta cruzó por su mente: ¿Cómo era posible que un hombre tan tierno en sueños pudiera convertirse en una bestia cruel cuando despertaba? ¿Acaso ya no la amaba? ¿O nunca la había amado realmente? Se preguntó en un profundo silencio, mientras la oscuridad de la madrugada envolvía la casa. El único sonido que rompió el silencio fue un suspiro que escapó de sus labios.Al llegar al hospital, sus amigas ya la estaban esperando, como siempre. Era casi un ritual, una promesa no escrita de entrar juntas al turno. Pasaron varios mi
Coromoto nunca imaginó que algo tan simple como un “hola” podría alterar el curso de su vida. Después de años de vivir atrapada en la oscuridad de una relación rota, marcada por la traición y la violencia emocional, el destino le tendió una mano cuando menos lo esperaba. Todo comenzó en un día cualquiera, en un ascensor común, pero el impacto de ese encuentro perduraría para siempre.El hospital donde trabajaba como limpiadora ya no era para Coromoto un lugar lleno de vida, sino más bien un espacio gris, oscuro, donde las horas parecían desdibujarse y fusionarse en una rutina monótona. Había dejado de soñar con algo mejor, pues el peso de su matrimonio con William la había sumido en una especie de letargo emocional. La mujer que alguna vez fue vibrante, llena de esperanza y amor, ahora parecía ser solo una sombra de sí misma, caminando en un mundo que la ignoraba, que la hacía invisible.Sin embargo, ese día algo cambió.Coromoto había terminado su jornada, cansada, con el cuerpo
Coromoto trató de mantener la calma, pero sus amigas no tardaron en notar el cambio. Desde que Ángel había llegado a su vida, todo en ella parecía brillar con una nueva luz. Su rostro, antes marcado por la rutina y las preocupaciones, ahora estaba adornado con una sonrisa que no la dejaba en paz. Aquella energía contagiosa que emanaba de ella resultaba imposible de ocultar. Sus ojos, más vivos que nunca, reflejaban una alegría difícil de disimular.Patricia y Paola, siempre observadoras y curiosas, pronto comenzaron a sospechar que algo, o más bien, alguien, estaba detrás de esa transformación. La intriga se convirtió en un juego silencioso entre ellas y los pequeños detalles no pasaban desapercibidos: el suspiro al final de la jornada, las risas a media tarde, esos pequeños gestos de Coromoto que hablaban más de lo que ella deseaba admitir.“¿Quién es él?”, preguntó Paola una tarde, mientras ambas observaban a su amiga recoger unos papeles en la mesa. Su tono era suave, pero su