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CAPITULO 2: El vacío de la indiferencia

El sonido del reloj marcando las horas en la pared del salón parecía ser lo único que le daba forma a los días de Coromoto. Cada tictac resonaba en sus oídos como una meticulosa llamada al inevitable paso del tiempo. A medida que la mañana se alargaba, sus pensamientos se volvían más pesados, como si la rutina diaria de cuidar a los niños y atender la casa se hubiera convertido en un eco interminable de las mismas acciones: levantar a los niños, preparar el desayuno, ir al trabajo, regresar, ordenar, cenar, dormir… y todo de nuevo.

 

William se había convertido en un espectador mudo de su vida. Su presencia en casa ya no era la de un compañero, sino la de una figura distante, como una sombra que se deslizaba por los pasillos sin atreverse a hacer contacto. Coromoto lo notaba, lo sentía en cada rincón, en cada silencio. Había una distancia palpable en su mirada, un vacío profundo en los gestos que antes fueron cálidos y llenos de vida. Su indiferencia la devoraba lentamente, como una llama que consume la madera, y ella, en su desesperación por encontrar una solución, no sabía qué hacer con ese fuego que la quemaba por dentro.

 

Una mañana, después de dejar a los niños en la escuela, Coromoto se sentó en la cocina, mirando su taza de café como si de ella dependiera la respuesta a todas sus preguntas. La porcelana blanca, fría al tacto, parecía más cálida que los recuerdos de los momentos compartidos con William. Su mente voló hacia el principio de todo, cuando él la miraba con esos ojos brillantes llenos de amor y promesas. Recordó el primer beso, el primer día en que decidieron que sus vidas serían una sola. Pero ahora, esas memorias se sentían tan lejanas, como si pertenecieran a otra vida, a un tiempo que nunca regresaría.

 

A lo lejos, escuchó el motor del coche de William apagarse. Sabía que él estaba llegando de su jornada laboral, pero nada en su cuerpo se movió con la expectativa que alguna vez tuvo. Ya no había esa emoción de ver cómo se paraba en la puerta, sonriendo, cargando las bolsas del supermercado, o preguntándole cómo le había ido el día. Ahora, ella solo sentía un nudo en el estómago cada vez que sus pasos resonaban en la casa. Era como si una niebla invisible los separara, y cada uno habitara un mundo paralelo.

 

William entró en la cocina sin hacer mucho ruido, como si fuera un huésped y no el dueño de ese espacio. Coromoto levantó la mirada solo por un instante. Él estaba ahí, parado junto al fregadero, con la camisa desabotonada y la mirada fija en la ventana, como si el mundo exterior fuera más interesante que lo que sucedía dentro de su hogar.

 

—¿Cómo estuvo tu día? —preguntó Coromoto, aunque sabía que la respuesta no cambiaría.

 

William la miró brevemente, pero no hubo brillo en sus ojos. Sus labios se curvaron hacia abajo, una mueca de cansancio o indiferencia, no estaba segura. Un leve movimiento de su cabeza fue su única respuesta, y Coromoto supo que no había mucho más que esperar de él.

 

El silencio se instaló entre ellos, denso y pesado. Coromoto volvió su mirada hacia la taza de café, esa que ya no la reconfortaba como antes, y William caminó hacia el salón sin decir una palabra más.

 

El sonido de la televisión encendida apenas alcanzó a llegar a sus oídos, pero Coromoto no tenía fuerzas para seguirle la corriente. Lo observó unos momentos desde la cocina, cómo se derrumbaba en el sillón, cómo parecía estar huyendo de su propia vida. Algo dentro de ella se quebró, pero no sabía si era su corazón o su paciencia.

 

Sin embargo, algo sucedió en ese preciso instante. Una idea germinó en su mente, como una semilla que, por fin, encontraba la tierra fértil para crecer. Durante años, ella se había sumergido completamente en su familia, en la atención a los niños, el trabajo, las tareas del hogar, como si no pudiera permitirse mirar hacia sí misma. Pero ahora, en medio de ese vacío, sentía que era hora de buscar algo que la hiciera sentir viva de nuevo.

 

A lo largo de las semanas siguientes, Coromoto comenzó a encontrar consuelo en las pequeñas interacciones cotidianas que antes no le prestaba atención. En su lugar de trabajo, conoció a tres mujeres Patricia, Paola y Jazmín. Patricia una mujer colombiana que siempre tenía una sonrisa amable y una palabra de aliento sin importar lo que sucediera.

Jazmín una mujer venezolana con la que Coromoto consiguió una conexión casi inmediata, por compartir tantas cosas en común, incluyendo la distancia de su tierra natal y por último estaba Paola, una mujer Chilena de carácter fuerte, pero simpática y sincera la que se volvió con el pasar de los días una de las mejores amigas de Coromoto y con su capacidad para mantenerse positiva le daba a Coromoto una chispa de esperanza. A veces, después de un largo día de trabajo, todas iban por un café a una cafetería cercana, donde hablaban de todo y de nada. El simple acto de escuchar a otras personas, de compartir historias sobre sus vidas, le dio a Coromoto algo que no había tenido en mucho tiempo: la sensación de ser vista.

 

También había conocido a Claudia, la madre de un compañero de su hijo, que, al igual que ella, se encargaba de la logística del hogar, de las tareas interminables de criar a los niños, pero sin la energía que una vez tuvieron. Se encontraron una tarde en la puerta de la escuela, cuando sus hijos estaban jugando en el parque. Coromoto, buscando una excusa para hacer una pausa en su agitada rutina, aceptó la invitación de Claudia para acompañarla a caminar por el parque. Mientras paseaban entre los árboles, Coromoto descubrió en Claudia una amiga sincera, alguien que entendía el peso que llevaba sobre sus hombros.

 

Estas nuevas amistades fueron un refugio para ella, una forma de escapar de la rutina que la absorbía y de la indiferencia que sentía cada vez más presente en su hogar. Poco a poco, los cafés con Paola, Patricia y Jazmín y las caminatas con Claudia se convirtieron en momentos que esperaba con ansias, pequeños respiros en medio del agobiante día a día.

 

Sin embargo, no todo estaba bien. A pesar de los momentos de alivio que encontraba fuera de su casa, la verdad seguía siendo la misma: William se alejaba más y más. Cada noche, al regresar del trabajo, él parecía menos interesado en compartir su día con ella. Ya no le preguntaba por los niños ni por cómo le había ido. La frialdad se había instalado en su relación, como un manto invisible que no podían desprenderse.

 

Coromoto trataba de racionalizarlo, de buscar excusas que la protegieran del dolor de la verdad. Tal vez el trabajo de William estaba siendo más demandante, o quizás él pasaba por algo que no quería compartir. Pero, a medida que los días pasaban, esa excusa dejaba de ser suficiente. Sabía que la indiferencia que él le ofrecía no era culpa de su trabajo ni de ninguna circunstancia externa. Era una decisión que él había tomado, aunque no lo reconociera.

 

Una tarde, mientras ella preparaba la cena, escuchó la puerta de la entrada cerrarse con fuerza. William llegaba tarde, como siempre. Coromoto suspiró y siguió con lo suyo, pero entonces, algo en su interior se despertó. La sensación de que todo eso no podía seguir así, que el vacío que se había instalado entre ellos no podía seguir siendo ignorado, la invadió con fuerza.

 

Se detuvo un momento, dejando la cuchara de lado. Por primera vez en mucho tiempo, algo cambió en ella. Sabía que no podía seguir adelante, arrastrando esa carga de indiferencia y dolor. Necesitaba, por fin, encontrar un espacio para ella misma, un lugar donde ya no estuviera sola, ni en su mente, ni en su corazón.

 

La pregunta, en ese momento, no era si ella lo dejaría, sino si encontraría la valentía de enfrentarse a la vida sin depender de una relación que ya no la sostenía.

 

El vacío que William había creado parecía infinito, pero tal vez, solo tal vez, Coromoto comenzaba a entender que ella no necesitaba llenarlo con su dolor. Quizás, había llegado el momento de vaciarse a sí misma para volver a llenarse con algo mejor.

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