El sonido del reloj marcando las horas en la pared del salón parecía ser lo único que le daba forma a los días de Coromoto. Cada tictac resonaba en sus oídos como una meticulosa llamada al inevitable paso del tiempo. A medida que la mañana se alargaba, sus pensamientos se volvían más pesados, como si la rutina diaria de cuidar a los niños y atender la casa se hubiera convertido en un eco interminable de las mismas acciones: levantar a los niños, preparar el desayuno, ir al trabajo, regresar, ordenar, cenar, dormir… y todo de nuevo.
William se había convertido en un espectador mudo de su vida. Su presencia en casa ya no era la de un compañero, sino la de una figura distante, como una sombra que se deslizaba por los pasillos sin atreverse a hacer contacto. Coromoto lo notaba, lo sentía en cada rincón, en cada silencio. Había una distancia palpable en su mirada, un vacío profundo en los gestos que antes fueron cálidos y llenos de vida. Su indiferencia la devoraba lentamente, como una llama que consume la madera, y ella, en su desesperación por encontrar una solución, no sabía qué hacer con ese fuego que la quemaba por dentro. Una mañana, después de dejar a los niños en la escuela, Coromoto se sentó en la cocina, mirando su taza de café como si de ella dependiera la respuesta a todas sus preguntas. La porcelana blanca, fría al tacto, parecía más cálida que los recuerdos de los momentos compartidos con William. Su mente voló hacia el principio de todo, cuando él la miraba con esos ojos brillantes llenos de amor y promesas. Recordó el primer beso, el primer día en que decidieron que sus vidas serían una sola. Pero ahora, esas memorias se sentían tan lejanas, como si pertenecieran a otra vida, a un tiempo que nunca regresaría. A lo lejos, escuchó el motor del coche de William apagarse. Sabía que él estaba llegando de su jornada laboral, pero nada en su cuerpo se movió con la expectativa que alguna vez tuvo. Ya no había esa emoción de ver cómo se paraba en la puerta, sonriendo, cargando las bolsas del supermercado, o preguntándole cómo le había ido el día. Ahora, ella solo sentía un nudo en el estómago cada vez que sus pasos resonaban en la casa. Era como si una niebla invisible los separara, y cada uno habitara un mundo paralelo. William entró en la cocina sin hacer mucho ruido, como si fuera un huésped y no el dueño de ese espacio. Coromoto levantó la mirada solo por un instante. Él estaba ahí, parado junto al fregadero, con la camisa desabotonada y la mirada fija en la ventana, como si el mundo exterior fuera más interesante que lo que sucedía dentro de su hogar. —¿Cómo estuvo tu día? —preguntó Coromoto, aunque sabía que la respuesta no cambiaría. William la miró brevemente, pero no hubo brillo en sus ojos. Sus labios se curvaron hacia abajo, una mueca de cansancio o indiferencia, no estaba segura. Un leve movimiento de su cabeza fue su única respuesta, y Coromoto supo que no había mucho más que esperar de él. El silencio se instaló entre ellos, denso y pesado. Coromoto volvió su mirada hacia la taza de café, esa que ya no la reconfortaba como antes, y William caminó hacia el salón sin decir una palabra más. El sonido de la televisión encendida apenas alcanzó a llegar a sus oídos, pero Coromoto no tenía fuerzas para seguirle la corriente. Lo observó unos momentos desde la cocina, cómo se derrumbaba en el sillón, cómo parecía estar huyendo de su propia vida. Algo dentro de ella se quebró, pero no sabía si era su corazón o su paciencia. Sin embargo, algo sucedió en ese preciso instante. Una idea germinó en su mente, como una semilla que, por fin, encontraba la tierra fértil para crecer. Durante años, ella se había sumergido completamente en su familia, en la atención a los niños, el trabajo, las tareas del hogar, como si no pudiera permitirse mirar hacia sí misma. Pero ahora, en medio de ese vacío, sentía que era hora de buscar algo que la hiciera sentir viva de nuevo. A lo largo de las semanas siguientes, Coromoto comenzó a encontrar consuelo en las pequeñas interacciones cotidianas que antes no le prestaba atención. En su lugar de trabajo, conoció a tres mujeres Patricia, Paola y Jazmín. Patricia una mujer colombiana que siempre tenía una sonrisa amable y una palabra de aliento sin importar lo que sucediera. Jazmín una mujer venezolana con la que Coromoto consiguió una conexión casi inmediata, por compartir tantas cosas en común, incluyendo la distancia de su tierra natal y por último estaba Paola, una mujer Chilena de carácter fuerte, pero simpática y sincera la que se volvió con el pasar de los días una de las mejores amigas de Coromoto y con su capacidad para mantenerse positiva le daba a Coromoto una chispa de esperanza. A veces, después de un largo día de trabajo, todas iban por un café a una cafetería cercana, donde hablaban de todo y de nada. El simple acto de escuchar a otras personas, de compartir historias sobre sus vidas, le dio a Coromoto algo que no había tenido en mucho tiempo: la sensación de ser vista. También había conocido a Claudia, la madre de un compañero de su hijo, que, al igual que ella, se encargaba de la logística del hogar, de las tareas interminables de criar a los niños, pero sin la energía que una vez tuvieron. Se encontraron una tarde en la puerta de la escuela, cuando sus hijos estaban jugando en el parque. Coromoto, buscando una excusa para hacer una pausa en su agitada rutina, aceptó la invitación de Claudia para acompañarla a caminar por el parque. Mientras paseaban entre los árboles, Coromoto descubrió en Claudia una amiga sincera, alguien que entendía el peso que llevaba sobre sus hombros. Estas nuevas amistades fueron un refugio para ella, una forma de escapar de la rutina que la absorbía y de la indiferencia que sentía cada vez más presente en su hogar. Poco a poco, los cafés con Paola, Patricia y Jazmín y las caminatas con Claudia se convirtieron en momentos que esperaba con ansias, pequeños respiros en medio del agobiante día a día. Sin embargo, no todo estaba bien. A pesar de los momentos de alivio que encontraba fuera de su casa, la verdad seguía siendo la misma: William se alejaba más y más. Cada noche, al regresar del trabajo, él parecía menos interesado en compartir su día con ella. Ya no le preguntaba por los niños ni por cómo le había ido. La frialdad se había instalado en su relación, como un manto invisible que no podían desprenderse. Coromoto trataba de racionalizarlo, de buscar excusas que la protegieran del dolor de la verdad. Tal vez el trabajo de William estaba siendo más demandante, o quizás él pasaba por algo que no quería compartir. Pero, a medida que los días pasaban, esa excusa dejaba de ser suficiente. Sabía que la indiferencia que él le ofrecía no era culpa de su trabajo ni de ninguna circunstancia externa. Era una decisión que él había tomado, aunque no lo reconociera. Una tarde, mientras ella preparaba la cena, escuchó la puerta de la entrada cerrarse con fuerza. William llegaba tarde, como siempre. Coromoto suspiró y siguió con lo suyo, pero entonces, algo en su interior se despertó. La sensación de que todo eso no podía seguir así, que el vacío que se había instalado entre ellos no podía seguir siendo ignorado, la invadió con fuerza. Se detuvo un momento, dejando la cuchara de lado. Por primera vez en mucho tiempo, algo cambió en ella. Sabía que no podía seguir adelante, arrastrando esa carga de indiferencia y dolor. Necesitaba, por fin, encontrar un espacio para ella misma, un lugar donde ya no estuviera sola, ni en su mente, ni en su corazón. La pregunta, en ese momento, no era si ella lo dejaría, sino si encontraría la valentía de enfrentarse a la vida sin depender de una relación que ya no la sostenía. El vacío que William había creado parecía infinito, pero tal vez, solo tal vez, Coromoto comenzaba a entender que ella no necesitaba llenarlo con su dolor. Quizás, había llegado el momento de vaciarse a sí misma para volver a llenarse con algo mejor.Coromoto se despertó esa mañana con el peso del mundo sobre sus hombros. El sol apenas se filtraba entre las rendijas de las cortinas, y aún en el silencio de la casa, algo en su interior hacía ruido. Su mente no dejaba de dar vueltas a la misma idea que había decidido, quizás imprudentemente, poner en marcha la noche anterior. La conversación con William había quedado flotando en el aire, como una promesa rota que todavía no se había cumplido.Se levantó lentamente de la cama, intentando no despertar a su esposo, que aún dormía profundamente a su lado. William había sido el amor de su vida, su compañero en cada paso del camino, pero las últimas semanas lo habían cambiado. Él ya no la miraba como antes. Sus ojos, antes tan llenos de pasión y complicidad, ahora estaban vacíos, distantes. Coromoto había sentido, desde hace un tiempo, que se estaba perdiendo en algún rincón de la relación, y la idea de abrir su matrimonio había nacido de esa desesperación.La propuesta que había hecho la
La noche llegó y el momento de enfrentar la realidad estuvo a la vuelta de la esquina. Coromoto estaba nerviosa, pero al mismo tiempo, una parte de ella no quería arrepentirse. William había aceptado, sin emoción, pero al menos lo había hecho. La habitación estaba en penumbra, la cama deshecha, los dos cuerpos que compartirían el mismo espacio ya estaban allí, esperando, como piezas que encajarían en un rompecabezas que ninguno de los tres parecía entender del todo.La atmósfera en la habitación era densa, cargada de una tensión extraña, casi palpable, que se mezclaba con una chispa de incertidumbre. La luz tenue de la lámpara junto a la cama proyectaba sombras suaves sobre las paredes, y el silencio se hizo un espacio incómodo que solo se interrumpía por el leve sonido de respiraciones contenidas. Coromoto, que se encontraba entre ellos, sentía una mezcla de excitación y miedo, pero también algo de alivio por no estar sola en ese momento.William, recostado sobre la almohada, observa
El sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas de la sala, cubriendo el suelo con una luz cálida que apenas lograba penetrar la frialdad que habitaba en los corazones de los que compartían la casa. Coromoto se encontraba sentada en el sofá color rojizo, mirando la fotografía de su familia sobre la mesa. William, en la imagen, sonreía con su característica expresión de confianza, y Claudia, su mejor amiga, estaba a su lado, sosteniendo a su hijo pequeño en brazos, su rostro irradiando la bondad que siempre había creído que existía en ella.Habían pasado semanas desde que había descubierto, de manera indirecta, el romance entre su esposo y su amiga. El peso de la traición le quemaba en el pecho, y aunque su mente le exigía confrontar la realidad, sus labios no podían articular las palabras que pudieran desgarrar la fachada de su vida. “¿Cómo llegamos aquí?”, se preguntaba una y otra vez, mientras observaba esa imagen, que ahora se sentía lejana, como si perteneciera a una vida
Al día siguiente, Coromoto decidió que debía hacer algo. No podía seguir viviendo en esta mentira. Quería salvar su familia, sí, pero no a costa de su dignidad, de su alma.La imagen de su hijos, inocentes y ajenos a la tormenta que se desataba a su alrededor, la impulsó a tomar una decisión: confrontar a William, enfrentarse a la traición de una vez por todas. Ya no podía seguir guardando silencio, ni seguir soportando el desprecio y el dolor que él le causaba.Sin embargo, esa misma noche, mientras caminaba por la casa, con el corazón acelerado y las palabras ya formándose en su mente, recibió una llamada inesperada de Claudia. La voz de su amiga, tan tranquila y serena como siempre, la interrumpió justo cuando estaba a punto de llamar a William para encarar la verdad.—Coromoto —dijo Claudia con suavidad—, sé que estás pasando por un momento difícil. Y quiero que sepas que no estás sola. Pero también sé que lo que estás sintiendo no es sólo el dolor de la traición, es el miedo de p
El día de Coromoto comenzó antes de lo habitual. Decidió salir de su casa más temprano de lo que estaba acostumbrada, con la intención de encontrarse con sus amigas antes de entrar al hospital, donde trabajaban en el área de limpieza. William y los niños seguían dormidos cuando ella se despidió con un beso en la frente de sus hijos.Al pasar por la puerta de la habitación de su esposo, no pudo evitar detenerse. Lo observó dormir profundamente, y una inquietante pregunta cruzó por su mente: ¿Cómo era posible que un hombre tan tierno en sueños pudiera convertirse en una bestia cruel cuando despertaba? ¿Acaso ya no la amaba? ¿O nunca la había amado realmente? Se preguntó en un profundo silencio, mientras la oscuridad de la madrugada envolvía la casa. El único sonido que rompió el silencio fue un suspiro que escapó de sus labios.Al llegar al hospital, sus amigas ya la estaban esperando, como siempre. Era casi un ritual, una promesa no escrita de entrar juntas al turno. Pasaron varios mi
Coromoto nunca imaginó que algo tan simple como un “hola” podría alterar el curso de su vida. Después de años de vivir atrapada en la oscuridad de una relación rota, marcada por la traición y la violencia emocional, el destino le tendió una mano cuando menos lo esperaba. Todo comenzó en un día cualquiera, en un ascensor común, pero el impacto de ese encuentro perduraría para siempre.El hospital donde trabajaba como limpiadora ya no era para Coromoto un lugar lleno de vida, sino más bien un espacio gris, oscuro, donde las horas parecían desdibujarse y fusionarse en una rutina monótona. Había dejado de soñar con algo mejor, pues el peso de su matrimonio con William la había sumido en una especie de letargo emocional. La mujer que alguna vez fue vibrante, llena de esperanza y amor, ahora parecía ser solo una sombra de sí misma, caminando en un mundo que la ignoraba, que la hacía invisible.Sin embargo, ese día algo cambió.Coromoto había terminado su jornada, cansada, con el cuerpo
Coromoto trató de mantener la calma, pero sus amigas no tardaron en notar el cambio. Desde que Ángel había llegado a su vida, todo en ella parecía brillar con una nueva luz. Su rostro, antes marcado por la rutina y las preocupaciones, ahora estaba adornado con una sonrisa que no la dejaba en paz. Aquella energía contagiosa que emanaba de ella resultaba imposible de ocultar. Sus ojos, más vivos que nunca, reflejaban una alegría difícil de disimular.Patricia y Paola, siempre observadoras y curiosas, pronto comenzaron a sospechar que algo, o más bien, alguien, estaba detrás de esa transformación. La intriga se convirtió en un juego silencioso entre ellas y los pequeños detalles no pasaban desapercibidos: el suspiro al final de la jornada, las risas a media tarde, esos pequeños gestos de Coromoto que hablaban más de lo que ella deseaba admitir.“¿Quién es él?”, preguntó Paola una tarde, mientras ambas observaban a su amiga recoger unos papeles en la mesa. Su tono era suave, pero su
Todos tenemos una historia de amor que deseamos compartir, una historia que, aunque única y personal, resuena con las experiencias de muchos. Unas terminan con el sabor dulce de un final feliz, mientras que otras dejan en el alma cicatrices que nunca terminan de sanar. Algunas de estas historias se siguen escribiendo, con la esperanza de un nuevo capítulo; otras, sin embargo, quedaron atrás, detenidas en el tiempo, como cartas no enviadas, como recuerdos que se desvanecen con cada día que pasa.Cada uno de nosotros guarda en su pecho un amor que es imposible de olvidar: un amor secreto, que solo vive en las sombras de nuestra memoria. Un amor que tal vez nunca verá la luz, pero que perdura, inmortal en su fragilidad. Dicen que “es mejor haber amado y perdido que nunca haber amado”, pero ¿qué ocurre cuando, al perder, también se pierde una parte de uno mismo? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un amor que, al final, nos deja vacíos, con el corazón hecho trizas y la sonrisa perdida en a