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3. AROMA SUAVE TEÑIDO CON SANGRE

LORIEN

El pesado cuerpo de la bestia cayó inerte sobre el suelo, y vi rodar la cabeza de la Serpiente Aulladora.

Ahora sí que estaba más que muerta, pero aun así me arrastré hacia atrás para alejarme, gateando sobre mi trasero. 

El tiempo pareció detenerse cuando ese lobo se giró a mirarme fijamente, tan intenso y despiadado.

Sus pupilas rojas se estrecharon. Paso a paso, se acercaba. El líquido carmesí aún goteaba de sus fauces mortales.

Cerré los ojos, temblando, cuando su enorme cabeza se inclinó sobre la mía.

"No me asesines, por favor… no me asesines…" le supliqué en mi mente.

El botón oscuro de su nariz se hundió en el hueco de mi cuello, justo donde mi arteria latía frenética, a punto de reventar.

Lo sentí aspirando, resopló con molestia, obligándome a exponer más mi cuello. Mi debilidad. Y lo hice… giré la cabeza a un lado, mientras su pelaje me hacía cosquillas en la piel.

Mis oídos solo captaban sus profundas respiraciones. La algarabía a nuestro alrededor se había desvanecido. Como si todos se hubieran quedado en silencio.

De repente, algo suave lamió mi clavícula, haciéndome estremecer. ¿Me estaba… lamiendo?

—Ulric, ya basta —una voz ronca lo detuvo.

Escuché al lobo gruñir amenazante, parecía un poco enojado, pero se apartó a un lado, dándole paso a un hombre alto.

Bajé enseguida la mirada, fijándome en sus botas. Era él. El príncipe lycan.

Lo sentí inclinarse. No sabía qué pretendía, pero sus dedos callosos atraparon mi barbilla y me obligaron a alzar la cabeza.

Mis ojos se encontraron con las profundidades de esas frías y hermosas pupilas color índigo.

Jamás había conocido a un hombre tan arrasador. De esos que dejan una huella imborrable en la memoria.

Su belleza masculina estaba cargada de seducción… y peligro.

Rasgos afilados, boca sensual, nariz recta, el ceño fruncido.

El largo cabello, del mismo color que su lobo, caía sobre la túnica negra que se ceñía a sus músculos poderosos. Su estatura imponente, su aura dominante… Justo como lo llamaban: un guerrero sanguinario.

Me sonrojé bajo su intensa mirada. No sabía qué buscaba. ¿Por qué no me mataban de una vez?

—¿La quieres? —preguntó a la nada, su mirada vagando por mi cuerpo maltrecho.

Un gruñido bajo resonó a su lado. Venía de su lobo. Parecía responderle. Lo entendí en ese instante, ese era su animal interior.

La familia real es especial. A diferencia del resto, ellos podían manifestar a sus lobos fuera de sus cuerpos.

Cuando se combinaban, la unión del hombre y la bestia los transformaba en algo más… Un salvaje lycan.

Solo los de linaje real poseían ese poder. Y este hombre, sin duda, estaba en la cima de la evolución.

—¡Su Majestad, por la Diosa… lamento tanto este altercado! Enseguida limpiaremos la arena, esta esclava…

—Es mía —interrumpió, tajante.

El hombre de cabello negro que se acercó con prisas se quedó mudo. Era el Alfa de los Lobos Rojos.

—Sí, sí, por supuesto. La lavaremos y la enviaremos a su recámara…

—Nadie la toca —su voz se filtró con peligro al incorporarse —. Me retiro. Termina con este circo.

El Alfa palideció. Podía oler su miedo. Se disculpaba repetidamente, inclinándose, aunque sabía cuánto le costaba a un Alfa hincarse ante otro macho.

Mi situación había cambiado.

Y si tenía dudas, al ser alzada en sus brazos y colocada sobre el lomo de su lobo gigantesco, me quedó muy claro.

Caí de lado entre el pelaje y sus muslos cuando se trepó. Sentí su mano aferrarse con posesividad a mi cintura, asegurándome para que no cayera.

El lobo azul se elevó en toda su altura. El suelo se mostró lejano de repente.

Cerré los ojos con miedo de caerme de cabeza y solo sentí cómo nos alejábamos de la arena.

Había sobrevivido. Pero ahora me encontraba prisionera de un príncipe cruel y caprichoso.

*****

Atravesamos las calles de esta poderosa manada, la más grande del sur del reino, hasta llegar a la mansión asignada al príncipe.

Escuchaba los murmullos de los sirvientes al vernos pasar, las pisadas del lobo resonando sobre las baldosas. Finalmente, alcanzamos la habitación privada de su majestad.

El animal se echó en un exuberante jardín interior.

Cuando el príncipe descendió, intenté rodar para bajar también, pero antes de tocar el suelo, unos brazos fuertes me sostuvieron contra su cuerpo masculino.

Me cargó, llevándome hacia la recámara.

Giré la cabeza, sintiendo la dureza de su pecho. No me atreví a moverme. Mis brazos rígidos, mi corazón latiendo desbocado.

A través de mis pestañas temblorosas, vi los tatuajes tribales azulados asomándose bajo su túnica.

Aspiré con disimulo. Su piel bronceada por el sol estaba a centímetros de la punta de mi nariz.

Olía a limpio, a ropa recién lavada, a algodón y frescura. Una colonia tan suave en un hombre tan sanguinario.

"¿A qué olerán realmente sus feromonas?" Porque esto era una colonia sin dudas. Yo no podía oler a los machos.

Ah, claro. Un detalle muy importante sobre mí: además de ser esclava y omega, no tenía loba interior.

Nunca apareció. Era raro… pero podía suceder.

Esperé toda mi vida a cumplir los dieciocho años con el anhelo de que despertara. Desde que mi madre murió cuando yo tenía trece, me quedé sola en este mundo cruel.

Ahora con veinticinco años, ya me había cansado de esperar imposibles.

No sé si fue la desnutrición, mi espíritu débil… o quizás la Diosa nunca me consideró digna de ese honor.

—Esta será tu habitación por ahora.

La voz profunda del príncipe me sacó de mis pensamientos oscuros. Me depositó en un pequeño cuarto de servicio.

—¿Cuál es tu nombre?

—Lo… Lorien, su majestad —contesté, con la vista clavada en las losas de granito.

—Límpiate y deshazte de esos harapos. Te traerán ropa.

Asentí con prisa y escuché sus botas alejarse cerrando la puerta a su espalda.

Por fin estaba sola. así que exploré a mi alrededor. Era un cuarto simple con otra puerta que, supuse, llevaba al baño.

Había una cama individual, un sillón en la esquina y un pequeño tocador con espejo.

Me acerqué a él. No recordaba la última vez que me había visto reflejada.

—Creo que lo mejor era quedarte con la duda —murmuré, haciendo una mueca sarcástica al ver el desastre frente a mí.

Una mujer delgada me devolvió la mirada, de apenas un metro sesenta y tres. Debía verme como una enana frente a los casi dos metros de su majestad.

Cabello desordenado, de un extraño tono caoba y rubio.

Ojos grises en un rostro pequeño, labios gruesos, pero cuarteados. Piel blanca, cubierta de suciedad y cicatrices… no me consideraba para nada linda.

No entendía qué vio el príncipe en mí. Quizás solo necesitaba una sirvienta. Nada de las indecencias que me imaginaba.

Nunca había tenido un amo masculino. Por suerte, siempre asistí a mujeres. No sabía qué esperar de sus intenciones.

Un golpe en la puerta me sobresaltó. Pensé que sería su majestad. ¡No me había dado tiempo de asearme!

Pero, al abrir, descubrí que se trataba de una sirvienta acompañada por varios mozos, quienes pasaron al baño y comenzaron a llenar una pequeña tina con agua caliente.

—Disculpa… ¿su majestad se va a bañar aquí? —me atreví a preguntar.

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