6. TE DEBO MI VIDA

LORIEN

No importaba cuán rápido o poderoso fuera. Ellos… por salvarme… recibieron el impacto directo de esas llamas que devoraban todo a su paso.

Solo pude correr, con las lágrimas rodando por mis mejillas, en medio del caos y el terror de este incendio tan extraño.

¿Quiénes nos invadían? ¿Dónde estaban los guerreros enemigos?

A través de la cortina de humo, solo veía a los propios miembros de esta manada consumiéndose por el fuego.

Del cielo llovía el ataque infernal.

Buscaba desesperada un refugio. Pensé en el bosque, así que tracé una vía. Las personas, en su afán de salvarse, te pasaban por encima si era necesario.

Una escuálida Omega como yo casi pereció muchas veces y lo peor fue que, cuando llegué con sacrificio a los lindes del bosque, tampoco vi una salida.

Los árboles ardían como antorchas. Estábamos atrapados en un círculo de la muerte.

—¡Aahahh! —grité cuando un lobo pasó por mi lado, arrojándome brutalmente al suelo sobre unos cadáveres.

Aún el humo salía de ellos. Me horroricé al ver tan de cerca la piel quemada y la expresión distorsionada de dolor.

Busqué incorporarme con rapidez, pero algo agarró mi tobillo, clavándome las uñas.

—¡Suéltame! —grité, pateando a ciegas, levantándome para descubrir qué intentaba apresarme.

Una carita ennegrecida por el hollín me miraba desde el suelo, con los ojos oscuros desencajados del pánico. Su pequeño cuerpo yacía atrapado bajo dos cadáveres.

—Ayu…dame… por favor… —suplicó en un susurro ahogado.

Era ese niño del granero… el que me había salvado en la selección.

Los segundos apremiaban. Las llamas avanzaban desde el bosque.

Sabía que perdía tiempo, pero no pude dejarlo morir calcinado.

Me abalancé sobre esos dos machos y los empujé con todas mis fuerzas, rechinando los dientes. El sudor empapando mi ropa.

—¡Aaagggrr! —dando un último rugido que me salió del alma, logré liberarlo de su prisión, extendiendo mi mano para ayudarlo a incorporarse.

—¿Estás bien? Debemos irnos, el fuego avanza, pronto estaremos rodeados…

—Mi abuela… cof, cof… —me tomó de la muñeca, poniéndose de pie con esfuerzo.

—No la vas a encontrar en medio de este caos, ¡debemos irnos!

—No, ven, ven… —me arrastró del brazo y lo seguí. Al final, no tenía un rumbo fijo; él buscaba a su abuela y yo, una manera de escapar.

Nos perdimos entre las callejuelas de la manada, bordeando el bosque incendiado.

A menos que nos salieran alas y echáramos a volar, no sabía cómo nos libraríamos de esta.

Llegamos corriendo a un lugar más desierto, detrás del granero donde nos tenían como esclavos.

—¡Aquí, aquí…! —me señaló una puerta de metal en el suelo, la entrada a algún depósito subterráneo.

De repente, mi esperanza se avivó. Si no podíamos sobrevivir sobre el suelo, ¡quizás en las profundidades habría una manera!

Miré a mi alrededor, buscando algo con qué romper el candado, y encontré un pesado leño aún intacto.

¡BAM! ¡BAM! ¡BAM! Comencé a golpearlo como una loca. Él me ayudaba. Entre los dos batallamos con la cerradura, tosiendo y lagrimeando.

—¡Ábrete, m*****a sea, ábrete! — grité enfurecida.

¡CRAC! El candado se abrió a la fuerza.

—¡Siiiii! —exclamamos felices, mirándonos. Diosa, estábamos hechos un desastre.

Agarrando los bajos del vestido, toqué las manijas calientes para jalar la puerta y exponer la entrada.

Repentinamente, un crujido sobre nuestras cabezas nos hizo actuar con más premura. El techo de paja amenazaba con desmoronarse.

—¡Entra, entra deprisa! —le grité, viendo cómo se colaba con habilidad hacia el interior. Yo hice lo mismo, casi arrojándome de cabeza.

¡BAM!

La puerta cayó de golpe a mi espalda, sumiéndonos en la oscuridad.

Solo rezaba por no habernos encerrado en nuestra propia tumba.

*****

Tomados de la mano, no sabía hacia dónde el cachorro me guiaba. Con tanta piedra a mi alrededor estaba más relajada, deberíamos permanecer a salvo.

La temperatura se sentía fresca.

Los pasillos se entrelazaban entre celdas oscuras hasta que, al final del camino, una luz abrió paso hacia una enorme sala.

—¡Abuela! —el niño me soltó y corrió.

Descubrí que había esclavos encadenados a las paredes, acurrucados, consumidos por el miedo y el hambre.

—¿Qué… qué sucede arriba? Escuchamos ruidos…

—Es el nieto de Hilda… ¿y quién es esa mujer?

De repente, todas las miradas se posaron en mí. Eran alrededor de veinte almas olvidadas en ese subterráneo.

—La manada fue atacada. Arriba, el bosque y los edificios están en llamas.

Mi respuesta provocó discusiones. Algunos maldijeron con júbilo, diciendo que era un castigo divino merecido. Otros, preocupados, debatían cómo escapar.

Me aparté y caminé hacia el rincón donde el niño había corrido. Un cuerpo yacía tendido en mantas viejas y el pequeño sollozaba sobre el pecho de una anciana.

Me detuve, sintiéndome una intrusa, la escuchaba consolarlo con voz débil. Iba a dar la vuelta y marcharme cuando su voz cansada me llamó:

—No te vayas… ven, acércate… por favor…

Con pasos lentos, me agaché a su lado.

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