8. DE REGRESO A CASA

LORIEN

Hilda me gritó y nos abalanzamos sobre la pequeña barca que transportaba suministros de un lado al otro del río.

El hecho de que Soren le hiciera recados a los guerreros, había servido para conocer de su existencia.

Corté la soga con la daga, justo a tiempo para ser arrastrados por el empuje de las aguas.

—¡Los remos, ayúdenme con los remos! —les grité con la adrenalina corriendo por mis venas.

Ellos remando de un lado y yo del otro, nos internamos en la niebla que se elevaba sobre la fría superficie, ocultándonos de los hombres que habían llegado a la orilla vociferando maldiciones.

Ya era muy tarde, nosotros fuimos más rápidos.

Siguiendo las corrientes vigorosas, continuamos el camino, recorriendo las montañas, hasta la manada de Hilda.

*****

La situación de la anciana empeoraba conforme pasaban las horas. Temblaba, acurrucada sobre la madera. Soren intentaba darle algo de embutido que encontramos en una caja.

Ni siquiera tenía fuerza para tragar, la carrera en el bosque le había drenado la última resistencia.

Para cuando la noche se cernía sobre nosotros, llegamos a un punto del río intransitable. La barcaza encalló en la orilla y nos bajamos para continuar por tierra.

—Hilda, te llevo sobre mi espalda… — le ofrecí, dudaba que tuviese energía para sacar a su loba.

—No, no… déjenme aquí, estamos en tierras… de la manada… —me dijo agitada. Su voz casi no se escuchaba.

La sostenía en mis brazos, sentándola sobre un tronco caído.

—Soren sabe…

—¡No, abuela, no te dejaré atrás! —el niño comenzó a llorar y a aferrarse a ella.

No podíamos abandonarla o cualquier animal salvaje la atacaría.

Miraba a mi alrededor, al bosque espeso, sumido en oscuridad, y los siseos amenazantes que provenían de él.

—¡O nos vamos todos o ninguno! —le alcé la voz, luchando contra su cabezonería.

La sujetaba del brazo cuando el susurro de pisadas y de la maleza apartándose capturó mi atención. Alguien se acercaba.

—¡¿Quiénes están ahí?! —una grave voz masculina salió desde la arboleda, haciendo que mi alma se estrujara de miedo.

¿Serían carroñeros en busca de esclavos? Esos cazadores de pícaros, sin escrúpulos, que se aprovechaban también de cualquier débil para esclavizarlo.

Antes de que pudiese tomar alguna medida de escape, un hombre alto salió de entre los árboles.

Su aura era amenazante, sus ojos verdes nos miraron con desconfianza, pero al descubrir a la anciana y al cachorro frente a mí y olfatear el aire, algo cambió en su expresión.

—¡Hilda, Soren! — el grito de una mujer rompió la pausa. Salió de la espalda del guerrero y corrió hacia nosotros.

—Maggi… — el susurro cansado de Hilda y su sonrisa débil, me dijeron que se conocían.

La señora de cabello negro y canoso la abrazó llorando, y luego a Soren.

—Creímos que estarían muertos, no supimos más de ustedes… ¡Hilda!

En medio de su efusividad, la anciana se desmayó en sus brazos.

—Ella está muy enferma —me atreví a intervenir, llamando la atención hacia mi persona.

—¿Quién eres? —el hombre se acercó. De repente, la orilla se llenó de más machos y hembras con tinajas en sus manos.

—Yo… yo soy… —tragué saliva, decidida a dar el paso que me salvaría o me hundiría.

Levanté la barbilla para enfrentar su mirada verde, intensa y curiosa.

A partir de ahora debía enterrar para siempre a Lorien, la esclava sumisa y temerosa.

—Soy…

—¡Ella es mi mamá! — antes de que pudiese revelar mi falsa identidad, Soren se acercó a mi lado, tomándome de la mano.

La suya, más pequeña, temblaba, fría. De sus labios se escapaban sollozos, pero estaba decidido.

Sabía que Hilda habló con él durante todo el trayecto y que mentía para protegerme. Un nudo se apretó en mi pecho.

—¿Tu mamá? —Maggi preguntó con dudas. Todos alrededor me miraban extrañados, y ese hombre no dejaba de observarme. Su aura me ponía nerviosa.

Debía ser, como mínimo, un Beta.

—Ya veremos eso después. ¡Recojan rápido el agua que hay depredadores cerca! Debemos llevarnos a Hilda de regreso. Maggi, dale los primeros auxilios.

—Sí, Beta —le respondió, confirmando mis sospechas.

Todo se movilizó con premura. Sobre el lomo de un lobo, Hilda fue transportada de regreso, y nosotros siempre a su lado.

Caminamos por el bosque sumido en la noche, con pasos apresurados, los guerreros cuidándonos de las bestias.

Pronto vislumbré luces bajo la colina, en un valle donde se asentaba una humilde manada.

Mi corazón palpitó emocionado, me parecía mentira que por fin pertenecería a un lugar.

Sin embargo, la última palabra estaba por decirse.

*****

Hilda no duró ni dos días antes de fallecer en su vieja casita de madera, con muebles ruinosos y el techo a punto de colapsar.

Fue el hogar que quedó para mí y Soren, pero no importaba. Era un techo, y haría hasta lo imposible para que la comida nunca nos faltara.

Lo miraba sentado al lado del montículo de tierra en el cementerio, su espalda delgada se veía tan solitaria.

Casi todos se habían marchado, a excepción de Maggi y su familia.

No solo nos ayudó con alimentos, sino también con medicina para Hilda. Era la curandera de la manada y pudo darle un final digno a la anciana.

Además, conocía mi verdad. En un momento de lucidez, Hilda se lo confesó y le pidió que me apoyara.

Estuve en pánico cuando lo supe. Solo esperaba que no fuera a traicionarme.

Hilda confiaba en ella.

—Necesitan descansar, están a punto de colapsar —su mano tocó con suavidad mi hombro.

—Muchas gracias, Sra. Maggi… por todo —me giré para enfrentarla.

—Ya te dije que no habláramos más de eso, pero uste… viene la Luna - Repentinamente se tensó, frunciendo el ceño.

Mi mirada vagó a su espalda, donde una mujer rubia se acercaba con actitud prepotente y acompañada de ese intimidante Beta.

"Lorien, recuerda lo que hablamos, no puedes equivocarte" Maggi agregó en mi mente, poniéndome más nerviosa.

Una mentira mal dicha y sería expulsada.

— ¿Tú eres la supuesta hija de Hilda? - La Luna llegó frente a nosotros.

Sin un hola ni nada comenzó a interrogarme. Había comenzado el juicio.

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