1. Un destello del pasado

20 años después.

—¡Hey tú! ¡Muévete! Aquí no hay sitio para que duermas, princesita. ¡Apresúrate! —una mujer alta y fumando un cigarro es quien exclama, empujando a la otra mujer delante de ella—, ¡Aquí comemos todas la misma basura!

Su empuje hace que su contrincante se tambalee hacia adelante, y la bandeja de aluminio donde lleva la comida caiga al suelo en un fuerte y doloroso estruendo. Es tan abrupto el golpe que inclusive se puede creer que se ha fracturado uno de los huesos.

—¡Demuéstrale que manda, Vidente!

—¡Dile a esa zorra que deje de hacerse la víctima!

—Y haz que coma tierra.

En medio de la cocina de la prisión, el ruido es fuerte, estruendoso, casi rompe las paredes oscuras de éste lugar. El bullicio alejado empieza a murmurar. A reírse en voz baja. A mirar con indiferencia a la mujer que está en el suelo.

—Déjame levanto a la princesa. ¡Oigan, déjenme y levanto a Su Majestad! —la misma mujer todavía con su cigarro, a quien gritan como “Vidente”, observa a la mujer que intenta levantarse y que también la ignora—, no estás en su castillo, princesa. Las cosas son como yo las digo y las ordeno —se agacha, buscando la mirada de la mujer que no se levanta porque Vidente la toma del brazo—, ¿¡No me escuchaste?!

Una multitud de gritos se oye de forma despectiva, dirigiéndose a la mujer todavía en suelo.

—Nadie te quiere aquí, escuincla —Vidente toma la muñeca de la mujer a quien le manda todo su desprecio—, no mereces vivir y lo sabes.

—Suéltame —finalmente se oye un fuerte murmuro.

Vidente se echa a reír.

—¿¡Cómo?! ¿Qué te suelte?

—He dicho que me sueltes —la mujer se zafa de la mano de Vidente con fuerza. La única ropa que usan en prisión se le ha ensuciado por la comida y la comida no tiene ahora un buen olor.

Lo que no se espera es el enorme jalón fuerte de su cabello rizado hacia atrás. Vidente toma su cabellera para jalonearla hacia atrás.

—Aquí mando yo. Mejor lo sepas antes de que te mate aquí mismo por valiente. ¡¿Me escuchaste?! —el fuerte agarre de Vidente es demasiado brioso como para que salga fácil de su agarre, y es peor cuando la comienza arrastrar hacia atrás, empujándola de nuevo hacia el piso.

—¡Dale lo que se merece, Vidente!

—¡Arrástrala por el piso para que aprenda!

La voz de las mujeres en la prisión se eleva con fuertes gritos y aplausos mirando la disputa entre ambas mujeres. Se dan cuenta que Vidente se dirige hacia el patio. Pero su víctima aruña su mano para que suelte su cabello. Sin embargo, la debilidad de ésta mujer debido a todo lo que ha tenido que pasar estos tres años en prisión no la ayuda en nada, y sus pies comienzan a trastabillar cuando busca caminar como es debido. En vano.

Su cuerpo está demasiado débil como para continuar pero intenta lo más que puede.

—Suéltame ahora antes de que te arranque los ojos —expresa finalmente. La luz del sol cuando llegan al patio es tan fuerte que la ciega, limpiándole ver lo que sucede por unos instantes—, ¡Que me sueltes!

—¿Qué te suelte? Bien, está bien. Yo te suelto —Vidente la voltea para que ambas se miran a los ojos.

La furia en la mujer, pese a su debilidad, está intacta y peor de la que imaginó.

—¿Una fiera, ah? ¡No sirves ni para levantarte, escuincla!

Vidente se calla. Y no habla sino gruñe cuando hay un ardor que pica en su rostro. La mujer le lanzó sus uñas para defenderse. La suelta, empujándola hacia la tierra.

—¡Desgraciada! —expresa Vidente.

Una de las mujeres que gritan y celebran la contienda se acerca a Vidente por detrás.

—¿Es todo lo que le vas a hacer? Pidieron exactamente que la dejarás irreconocible. ¡No nos van a pagar sino desfiguras su cara! —le murmura la mujer con disimulo.

Vidente aparece más furiosa que antes.

—Disfrutaré arrancarle la piel del rostro —escupe Vidente. Sonríe victoriosa al mirar a su contrincante poniéndose de pie a tambaleos—, ¿Qué sucede, Elena? ¿Sabías que si te degollo ahora nadie llorará en tu tumba?

Unas largas pestañas negras dejan entrever una enorme seriedad en sus facciones morenas. Es joven, en sus veinte tantos. Las mujeres en la prisión creían que era pequeña por su contextura delgada. En realidad, tiene cerca de los veinticinco años.

—¿Qué pasa aquí?—una voz se une a lo lejos por detrás, entre el griterío de las mujeres.

Pero Elena no deja de mirar a Vidente, y estando lo bastante cerca cuando Vidente decide acercarse, le toma unos segundos descargar toda la ira.

—Eres una buena para nada, ladrona. Te juro que pasarás toda la vida aquí con nosotras porque las ratas nunca salen de su cloaca-

La voz de Vidente queda eclipsada en el silencio. Su rostro se va hacia un lado cuando la mujer, a quien llamó Elena, estira su puño. Le golpea la mejilla tan fuerte que tumba a Vidente abruptamente al piso.

—¡Alto todas! —la oficial empuja a las mujeres para correr hacia Elena tirando de su codo—, ¡Ambas están castigadas! Y tú —observa con fijeza a la silenciosa y furiosa prisionera que agarra—, tendrás tu castigo ahora mismo. ¡Camina!

—Mereces morir, Elena —expresa con una sonrisa maliciosa una de las tantas mujeres mientras la arrastran fuera del patio.

—¡Es mejor que duermas despierta, princesita! No vale la pena seguir viviendo para ti —las mujeres de la prisión se empujan mientras le expresan su desagrado. La oficial intenta quitarlas del camino—, no vas a quedarte mucho en ésta tierra.

—Eres una escoria, ¡lo sabes! —la misma mujer que se acercó a Vidente se acerca a jalarle el cabello por detrás. La oficial la empuja hacia atrás con el bastón—, ¡Te pudrirás en el infierno, Elena!

Y aunque no escucha más insultos, la comida que sirvieron en la cocina para en el rostro y en el cuerpo de Elena. Cierra los ojos, acostumbrada a los insultos matutinos y diarios de éstas reclusas. Pero peor es el trato que le dan las oficiales. Cuando siente la debilidad en sus rodillas, intenta caer al suelo pero la oficial la levanta de mala gana.

—¡Levántate! ¡Mereces un castigo!

—¿Y Vidente no merece un castigo también? —se echa a reír con sequedad. Probablemente se desmaye en cualquier momento, pero busca las fuerzas con tal de ponerse de pie.

—Ambas, par de locas —insulta la oficial.

El castigo es el mismo de siempre, y su voz queda ahogada cuando la rectora de la prisión es quien le propicia el primer castigo. Por alterar el orden de sus compañeras, recibe golpes en el vientre a puño limpio sin poder decir que no porque ni siquiera la dejan respirar antes de sentir el otro golpe.

—Señora —murmura la oficial que trajo a Elena, en voz baja—, ¿Ya le dijeron cuándo traerán la paga? Ésta mujer morirá y no tendremos nuestra paga.

—Dile a las mujeres que sigan molestándola pero que no la asesinen. Vale más viva que muerta —responde la rectora cuando Elena parece recuperar la conciencia—, y no dejes que nadie sepa de esto. Las mujeres que hablen o sospechen sácalas de aquí.

—Como ordene, señora —responde la oficial, marchándose.

La rectora sonríe un poco cuando Elena cae de rodillas hacia el suelo, jadeando por el dolor una y otra vez.

—Llévenla a su celda. A solas —ordena.

Ni siquiera se sabe si Elena está consiente cuando se pone de pie, pero es lo que menos importa. Mientras respire, servirá para continuar. Mientras peor quede, mejor es la paga. Necesita la rectora mantenerla como lo que es, intacta.

¿Qué otra fuente de dinero tendría sino es el sufrimiento de Elena?

Acostumbrada está Elena a este tipo de trato, pero no sabrá si su cuerpo aguante otro día en lo mismo.

Para sorpresa de Elena, cuando amanece luego de una noche larga, tiene una llamada al otro día a rectoría.

Con moretones en el rostro y los labios pálidos es casi imposible que no se piense que la están torturando aquí. Sin embargo, la rectora de brazos cruzados como si no quisiera incluso mirarla. La oficial de ayer también está aquí.

—¿Es mi fiesta de cumpleaños? —escupe Elena al suelo, totalmente débil. Siempre se ha dicho que no puede mostrar debilidad, aunque esté muriéndose por dentro.

—Te pediré que no hables, reclusa —la rectora da pasos hacia ella, y le entrega un sobre.

Elena abre el otro ojo, mirando el sobre con disgusto.

—No tenías porqué preocuparte por darme mi regalo.

—¡Cállate, Elena! —le grita la oficial, y Elena vuelve a sonreír. Le agrada sacarla de quicio.

—Tu salida —la rectora se aleja de ella para sentarse. Respira hondo—, eres libre. Tus créditos ganados descontaron tu sentencia total. Tu participación en programas educativos bajo la supervisión de la evaluación continua. La fiscalía aprobó tu libertad, el nuevo juez tuvo todo a tu favor.

Las palabras de la rectora aturden tanto a Elena, que en lo único que piensa es en su madre.

Hace cuatro años, cuando tenía 21, su madre estaba en el hospital cuando corrió por los pasillos, muy anciana para moverse, pero aún así le habló con una sonrisa, aplastando su cabello salvaje hacia su mejilla cuando acercó su mano. Su madre se llamaba Raffaela, pero en ese mismo día, le había hecho jurar que volvería a Italia para saber su verdad.

Su nombre verdadero no es Elena.

“No te acuerdas que me prometiste que me acompañarías a Italia? ¿A conocer, a buscar? No puedo hacerlo sola, te necesito conmigo.” Le dijo Elena, inundando sus ojos de lágrimas.

“Recuerda que siempre tendrás a Encarnación y a Agatha para que te ayuden en todo lo que necesites. Siempre nos han ayudado.” Todavía recuerda la voz de su madre.

“No hables. Duerme, y descansa. Yo me haré cargo de todo lo demás. Y aquí estaré, mamá. Haremos ese viaje, lo juro.”

“Desde el día en que te vi me prometí que estaría contigo, pero…no quiero que estés sola, Fiorella.”

—¡Hey! ¡Te estoy hablando! ¿¡Estás sorda?! —la voz de la rectora la saca de sus pensamientos.

Elena se da cuenta del sobre, y por primera vez, su rostro tiene un gesto de sorpresa.

—Agarra tus cosas y márchate —la rectora ni siquiera la observa—, acompáñala a que se largue de aquí hoy mismo.

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