3. Sonreír 😉

Rayan Sotomayor:

Sentado en mi asiento, aguardaba con impaciencia la llegada de Saúl ; no comprendía la razón de su demora. Mientras tanto, observaba a los pasajeros que abordaban el avión, cuando una joven apareció en el pasillo, buscando su lugar. Para mi sorpresa, su asiento estaba justo frente al mío. Me sorprendió gratamente su capacidad para sonreír con tanta facilidad, a pesar de no conocernos. Su sonrisa era dulce y me recordó lo mucho que había pasado desde la última vez que vi una sonrisa que me inspirara a sonreír o que despertara algo en mí que me impulsara a mirarla.

Sin embargo, solo la miré con fingida indiferencia.

Poco después, llegó mi amigo y compañero, Saúl, con una amplia sonrisa, aunque algo agitado, ya que él se había encargado de nuestro equipaje. Para mi sorpresa, parecía conocer a la joven risueña que se encontraba allí. Sumido en mis pensamientos, apenas noté cuando ella extendió su mano y, con una voz melodiosa, dijo:

—Soy Sofía, un placer conocerte.

Su apretón de manos fue equilibrado, ni demasiado suave ni demasiado firme. Sin embargo, lo que realmente destacó fue su sonrisa, esa radiante expresión que nuevamente me inspiró a sonreír.

Este soy yo, un hombre que ha congelado su corazón y ha exiliado cualquier signo de afecto o amor a un pasado distante. Sin embargo, sonrío como un niño frente a esta mujer que me obsequia una sonrisa inocente, similar a la de un niño recibiendo un dulce.

¿Cómo podía una desconocida irradiar un aura tan cálida, dulce y tierna al mismo tiempo?

Fueron solo unos segundos en los que nos presentamos, pero fueron suficientes para sentir que la conocía y para despertar en mí el deseo de conocerla más a fondo.

Tenía temor de abrir mi corazón a alguien, pero ella era diferente. Con una sencilla, pero valiosa sonrisa, logró descongelarme y derribar las barreras de protección que había impuesto.

Y si no hubiera perdido el significado del amor y no creyera en tales cosas, podría afirmar que experimenté un enamoramiento a primera vista. Sin embargo, decidí desestimar esos pensamientos y silenciar todo latido que su contacto provocó en mí. Dado que íbamos a compartir una hora de viaje, lo más sensato sería aprovechar ese tiempo conociendo a la pequeña risueña.

El rugido de los motores del avión anunciaba el despegue, mientras la aeronave se elevaba, sentí que algo más en mí también comenzaba a despegar. Observé a Sofía, la joven que se había sentado frente a mí, no dejaba de sorprenderme la facilidad con la que su sonrisa iluminaba su rostro. Era como si el sol se reflejara en ella, irradiando una calidez que no había experimentado en mucho tiempo.

Yo, que creo haber congelado a mi corazón, me encontraba sonriendo como un adolescente frente a esta desconocida. ¿Cómo podía alguien a quien acababa de conocer provocar tal efecto en mí?

Decidí que, ya que compartiríamos este vuelo, lo más sensato sería conocerla mejor.

—¿Te gustan las nubes? —le pregunté, señalando por la ventanilla.

—¡Claro que sí! —respondió con entusiasmo. — Míralas, son hermosas; parecen de algodón.

—Tienes razón, —dije, sonriendo.—Se ven tan suaves que dan ganas de saltar sobre ellas.

Saúl , observando nuestra interacción, parecía sorprendido. Yo, que siempre me mostraba reservado, ahora participaba en una conversación ligera y coqueta.

Antes de que pudiera terminar, el avión atravesó una zona de turbulencia, Sofía, sorprendida, se aferró a mi brazo.

—¡Vaya! —exclamé, sonriendo. —Si querías tomar mi brazo, solo tenías que pedirlo.

Ella se sonrojó, pero no retiró su mano.

—Lo siento, —dijo, riendo. — No fue mi intención asustarte.

—No te preocupes, —respondí, mirándola a los ojos. — De hecho, creo que me has salvado del aburrimiento de este vuelo.— dije con picardía.

La conversación continuó, llena de risas y comentarios coquetos. Sentí que, por primera vez en mucho tiempo, alguien había logrado atravesar las barreras que protegían mi herido corazón.

—Cuéntame sobre ti—dijo Sofía, inclinándose ligeramente hacia mí. —¿Cuántos años tienes?

Su proximidad y su sonrisa me desarmaron aún más.

—¿De cuántos crees que me veo? —respondí, arqueando una ceja.

Ella rió, una melodía que resonó en mi interior.

—Mmm.. bueno diría que soy divina, pero no soy adivina, —dijo, con un brillo travieso en sus ojos.

Nunca me habían hecho reír tan genuinamente en un vuelo.

Sofía tenía una manera singular de desenvolverse, una soltura que desafiaba cualquier protocolo de conversación entre desconocidos. No temía ser espontánea, bromista, incluso un tanto insolente y aquello me desconcertaba y divertía a partes iguales.

—Bueno, en realidad tienes razón —le dije con una sonrisa todavía marcada en mis labios. — Tienes una sonrisa DIVINA.

Remarqué la última palabra intencionalmente, disfrutando del rubor que ascendió de inmediato a sus mejillas. Era fascinante cómo su rostro, tan expresivo, reflejaba cada una de sus emociones sin filtros.

—Gracias —murmuró, procurando sonar serena. —Pero aún no me has dicho tu edad. Aunque, si lo pienso bien, tal vez es mejor así… Mis padres siempre decían que es peligroso hablar con extraños. ¿Quién quita y ustedes sean narcotraficantes o formen parte de una red de trata de blancas? Quizás usan esos uniformes para pasar desapercibidos entre la seguridad. ¡Uy, qué miedo!— dijo con dramatismo.

Llevó ambas manos a su pecho con fingido espanto, exagerando la expresión de temor con una teatralidad que hizo que soltara una carcajada.

Sofía no solo era elocuente, sino que tenía un sentido del humor agudo, lo que, francamente, la hacía peligrosa. A las mujeres bonitas estaba acostumbrado; a las que sabían jugar con la conversación, no tanto, ella era inteligentemente peligrosa.

La observé con curiosidad mientras mi risa se desvanecía. Sus ojos oscuros resplandecían con un fulgor travieso, pero había algo más detrás de ellos, algo que no lograba descifrar del todo.

—¿Crees que tenemos pinta de delincuentes? —pregunté, adoptando un tono más serio y enderezando mi postura.

—En realidad, se ven bastante decentes —respondió sin perder su picardía. —Pero como dice el refrán: caras vemos, corazones no sabemos.

¡Curioso.!

En ese momento, me pregunté si realmente pensaba así de los militares o si solo jugaba con nosotros. Muchos tenían una idea preestablecida sobre los hombres de uniforme más en este país y la mayoría de esas ideas no eran precisamente favorables.

—¡Vaya! Realmente debería sentirme ofendido —dijo Saúl , simulando indignación.

—En primer lugar, no, amiga, no somos delincuentes —continuó con dramatismo. — Mira nuestras insignias. Acabamos de recibir el pase para la ciudad de Salinas. Y, para que dejes de considerarnos extraños, permíteme presentarme: soy Saúl Páez, 24 años, y este es mi buen amigo Rayan Sotomayor, también de 24 años.

Acompañó su presentación con un saludo militar, lo que me hizo sonreír. Sofía observó el gesto con escepticismo divertido.

—Bueno, todo eso suena muy bonito, pero yo necesito pruebas. No suelo confiar en desconocidos sin verificaciones oficiales.

Alcé una ceja.

—Qué desconfiada.

Para su deleite, extraje mi identificación de la billetera y se la mostré.

—Oh, ok, ok… —dijo, evidentemente sorprendida.

Decidí aprovechar la situación y girar el juego a mi favor.

—Pero ahora el que tiene miedo soy yo.

Sofía me miró con evidente confusión.

—¿Miedo? ¿De qué hablas?

Me incliné ligeramente hacia ella y, con un suspiro teatralizado, respondí:

—Porque, Sofía… dime, ¿quién nos garantiza que la delincuente no eres tú?

Su reacción fue inmediata. Abrió los ojos con fingida indignación, llevándose una mano al pecho en un gesto exagerado.

—¿Realmente crees que una chica pequeña y débil como yo podría hacerles algo?

No dudé en contestar.

—Sí —afirmé con seguridad. — De hecho, ya me has robado en cuestión de minutos.

Sofía frunció el ceño, desconcertada.

—¿Qué? ¿Robarte? ¿De qué hablas?

Sonreí de medio lado antes de lanzar la frase que ya había tomado forma en mi mente.

—Me has robado el corazón, Sofía. Y lo peor es que lo hiciste con un arma letal… tu sonrisa.

Me acomodé nuevamente en mi asiento, sin apartar la mirada de ella, debo admitir que disfruté del momento en el que su seguridad titubeó. Por primera vez en toda la conversación, parecía no saber cómo responder.

Había logrado desarmarla, su mirada y rubor me lo confirmaba.

Y, en el fondo, ella también me había desarmado a mí.

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