Rayan Sotomayor:
Sentado en mi asiento, aguardaba con impaciencia la llegada de Saúl ; no comprendía la razón de su demora. Mientras tanto, observaba a los pasajeros que abordaban el avión, cuando una joven apareció en el pasillo, buscando su lugar. Para mi sorpresa, su asiento estaba justo frente al mío. Me sorprendió gratamente su capacidad para sonreír con tanta facilidad, a pesar de no conocernos. Su sonrisa era dulce y me recordó lo mucho que había pasado desde la última vez que vi una sonrisa que me inspirara a sonreír o que despertara algo en mí que me impulsara a mirarla. Sin embargo, solo la miré con fingida indiferencia. Poco después, llegó mi amigo y compañero, Saúl, con una amplia sonrisa, aunque algo agitado, ya que él se había encargado de nuestro equipaje. Para mi sorpresa, parecía conocer a la joven risueña que se encontraba allí. Sumido en mis pensamientos, apenas noté cuando ella extendió su mano y, con una voz melodiosa, dijo: —Soy Sofía, un placer conocerte. Su apretón de manos fue equilibrado, ni demasiado suave ni demasiado firme. Sin embargo, lo que realmente destacó fue su sonrisa, esa radiante expresión que nuevamente me inspiró a sonreír. Este soy yo, un hombre que ha congelado su corazón y ha exiliado cualquier signo de afecto o amor a un pasado distante. Sin embargo, sonrío como un niño frente a esta mujer que me obsequia una sonrisa inocente, similar a la de un niño recibiendo un dulce. ¿Cómo podía una desconocida irradiar un aura tan cálida, dulce y tierna al mismo tiempo? Fueron solo unos segundos en los que nos presentamos, pero fueron suficientes para sentir que la conocía y para despertar en mí el deseo de conocerla más a fondo. Tenía temor de abrir mi corazón a alguien, pero ella era diferente. Con una sencilla, pero valiosa sonrisa, logró descongelarme y derribar las barreras de protección que había impuesto. Y si no hubiera perdido el significado del amor y no creyera en tales cosas, podría afirmar que experimenté un enamoramiento a primera vista. Sin embargo, decidí desestimar esos pensamientos y silenciar todo latido que su contacto provocó en mí. Dado que íbamos a compartir una hora de viaje, lo más sensato sería aprovechar ese tiempo conociendo a la pequeña risueña. El rugido de los motores del avión anunciaba el despegue, mientras la aeronave se elevaba, sentí que algo más en mí también comenzaba a despegar. Observé a Sofía, la joven que se había sentado frente a mí, no dejaba de sorprenderme la facilidad con la que su sonrisa iluminaba su rostro. Era como si el sol se reflejara en ella, irradiando una calidez que no había experimentado en mucho tiempo. Yo, que creo haber congelado a mi corazón, me encontraba sonriendo como un adolescente frente a esta desconocida. ¿Cómo podía alguien a quien acababa de conocer provocar tal efecto en mí? Decidí que, ya que compartiríamos este vuelo, lo más sensato sería conocerla mejor. —¿Te gustan las nubes? —le pregunté, señalando por la ventanilla. —¡Claro que sí! —respondió con entusiasmo. — Míralas, son hermosas; parecen de algodón. —Tienes razón, —dije, sonriendo.—Se ven tan suaves que dan ganas de saltar sobre ellas. Saúl , observando nuestra interacción, parecía sorprendido. Yo, que siempre me mostraba reservado, ahora participaba en una conversación ligera y coqueta. Antes de que pudiera terminar, el avión atravesó una zona de turbulencia, Sofía, sorprendida, se aferró a mi brazo. —¡Vaya! —exclamé, sonriendo. —Si querías tomar mi brazo, solo tenías que pedirlo. Ella se sonrojó, pero no retiró su mano. —Lo siento, —dijo, riendo. — No fue mi intención asustarte. —No te preocupes, —respondí, mirándola a los ojos. — De hecho, creo que me has salvado del aburrimiento de este vuelo.— dije con picardía. La conversación continuó, llena de risas y comentarios coquetos. Sentí que, por primera vez en mucho tiempo, alguien había logrado atravesar las barreras que protegían mi herido corazón. —Cuéntame sobre ti—dijo Sofía, inclinándose ligeramente hacia mí. —¿Cuántos años tienes? Su proximidad y su sonrisa me desarmaron aún más. —¿De cuántos crees que me veo? —respondí, arqueando una ceja. Ella rió, una melodía que resonó en mi interior. —Mmm.. bueno diría que soy divina, pero no soy adivina, —dijo, con un brillo travieso en sus ojos. Nunca me habían hecho reír tan genuinamente en un vuelo. Sofía tenía una manera singular de desenvolverse, una soltura que desafiaba cualquier protocolo de conversación entre desconocidos. No temía ser espontánea, bromista, incluso un tanto insolente y aquello me desconcertaba y divertía a partes iguales. —Bueno, en realidad tienes razón —le dije con una sonrisa todavía marcada en mis labios. — Tienes una sonrisa DIVINA. Remarqué la última palabra intencionalmente, disfrutando del rubor que ascendió de inmediato a sus mejillas. Era fascinante cómo su rostro, tan expresivo, reflejaba cada una de sus emociones sin filtros. —Gracias —murmuró, procurando sonar serena. —Pero aún no me has dicho tu edad. Aunque, si lo pienso bien, tal vez es mejor así… Mis padres siempre decían que es peligroso hablar con extraños. ¿Quién quita y ustedes sean narcotraficantes o formen parte de una red de trata de blancas? Quizás usan esos uniformes para pasar desapercibidos entre la seguridad. ¡Uy, qué miedo!— dijo con dramatismo. Llevó ambas manos a su pecho con fingido espanto, exagerando la expresión de temor con una teatralidad que hizo que soltara una carcajada. Sofía no solo era elocuente, sino que tenía un sentido del humor agudo, lo que, francamente, la hacía peligrosa. A las mujeres bonitas estaba acostumbrado; a las que sabían jugar con la conversación, no tanto, ella era inteligentemente peligrosa. La observé con curiosidad mientras mi risa se desvanecía. Sus ojos oscuros resplandecían con un fulgor travieso, pero había algo más detrás de ellos, algo que no lograba descifrar del todo. —¿Crees que tenemos pinta de delincuentes? —pregunté, adoptando un tono más serio y enderezando mi postura. —En realidad, se ven bastante decentes —respondió sin perder su picardía. —Pero como dice el refrán: caras vemos, corazones no sabemos. ¡Curioso.! En ese momento, me pregunté si realmente pensaba así de los militares o si solo jugaba con nosotros. Muchos tenían una idea preestablecida sobre los hombres de uniforme más en este país y la mayoría de esas ideas no eran precisamente favorables. —¡Vaya! Realmente debería sentirme ofendido —dijo Saúl , simulando indignación. —En primer lugar, no, amiga, no somos delincuentes —continuó con dramatismo. — Mira nuestras insignias. Acabamos de recibir el pase para la ciudad de Salinas. Y, para que dejes de considerarnos extraños, permíteme presentarme: soy Saúl Páez, 24 años, y este es mi buen amigo Rayan Sotomayor, también de 24 años. Acompañó su presentación con un saludo militar, lo que me hizo sonreír. Sofía observó el gesto con escepticismo divertido. —Bueno, todo eso suena muy bonito, pero yo necesito pruebas. No suelo confiar en desconocidos sin verificaciones oficiales. Alcé una ceja. —Qué desconfiada. Para su deleite, extraje mi identificación de la billetera y se la mostré. —Oh, ok, ok… —dijo, evidentemente sorprendida. Decidí aprovechar la situación y girar el juego a mi favor. —Pero ahora el que tiene miedo soy yo. Sofía me miró con evidente confusión. —¿Miedo? ¿De qué hablas? Me incliné ligeramente hacia ella y, con un suspiro teatralizado, respondí: —Porque, Sofía… dime, ¿quién nos garantiza que la delincuente no eres tú? Su reacción fue inmediata. Abrió los ojos con fingida indignación, llevándose una mano al pecho en un gesto exagerado. —¿Realmente crees que una chica pequeña y débil como yo podría hacerles algo? No dudé en contestar. —Sí —afirmé con seguridad. — De hecho, ya me has robado en cuestión de minutos. Sofía frunció el ceño, desconcertada. —¿Qué? ¿Robarte? ¿De qué hablas? Sonreí de medio lado antes de lanzar la frase que ya había tomado forma en mi mente. —Me has robado el corazón, Sofía. Y lo peor es que lo hiciste con un arma letal… tu sonrisa. Me acomodé nuevamente en mi asiento, sin apartar la mirada de ella, debo admitir que disfruté del momento en el que su seguridad titubeó. Por primera vez en toda la conversación, parecía no saber cómo responder. Había logrado desarmarla, su mirada y rubor me lo confirmaba. Y, en el fondo, ella también me había desarmado a mí.Sofía Martínez: Mis mejillas ardían y mi corazón latía con tal fuerza que juraría que Rayan podía escucharlo. La emoción me embargaba de una manera casi peligrosa, como si mi propio cuerpo estuviera al borde del colapso. ¡Cálmate, Sofía! No puedes dejarte convencer por meras palabras bonitas, me repetía en un intento desesperado por aferrarme a la razón. Pero, ¿cómo hacerlo cuando cada vez que sus ojos se encontraban con los míos sentía que todo en él era genuino? Con una sonrisa que trataba de ocultar mi vulnerabilidad, respondí con ligereza: —¡Qué gracioso eres! Menos mal que esos delitos no son castigados. Pero Rayan no estaba dispuesto a dejarme salir tan fácil de su juego. —Eso es lo que tú crees —replicó con severidad fingida.—Hay un castigo y, claro está, deberás cumplirlo cuando lleguemos. Su tono desafiante despertó en mí un instinto travieso, una necesidad de igualar su picardía. Si él quería jugar, yo no pensaba quedarme atrás. —En vista de este juici
Rayan Sotomayor : Nuestros labios se encontraron. Al principio, fue solo un roce, apenas un contacto fugaz, pero el efecto que tuvo en mí fue inmediato, profundo… devastador. Como una descarga eléctrica recorriéndome la piel, encendiendo cada fibra de mi ser. No podía permitir que terminara ahí. Sin pensarlo, con la certeza de un hombre que sabe exactamente lo que quiere, la atraje hacia mí con firmeza, acomodándola en mi regazo. Mi mano derecha encontró el camino hasta su cuello, sintiendo el pulso acelerado bajo la yema de mis dedos, mientras que la otra se aferró a su cintura, como si temiera que en cualquier momento se esfumara. Y entonces, el beso cambió. Se volvió más profundo, más intenso. Ya no era solo un roce, sino una entrega. Sofía no se apartó. No retrocedió ni me detuvo. Al contrario, sentí cómo su cuerpo se relajaba contra el mío, cómo sus labios se entreabrían con un leve suspiro que se perdió entre los míos. Dulce y hambriento a la vez, nuestro beso era un
Rayan Sotomayor Sofía me ha hecho sentir una felicidad que no experimentaba en mucho tiempo. Me encanta la energía con la que sonríe, esa luz que irradia y que, sin proponérselo, ilumina incluso los rincones más oscuros de mi alma. ¡Dios! Su sonrisa… esa que tiene el poder de hacerme olvidar mis cicatrices. No sé qué tiene esta mujer, pero lo que sea, me encanta. Como dije antes, no sé qué nos depara el futuro, pero no voy a permitir que eso empañe este presente que se siente tan bien. Todavía llevo en la mente el beso que compartimos esta tarde. Vaya, ¡qué beso! Sentí cosas que pensé que estaban enterradas bajo capas de desilusión y escepticismo. La verdad es que nunca fui fanático de la idea del amor a primera vista. Siempre me consideré alguien más racional, más analítico. Sé que lo que sentimos al inicio no es amor, sino atracción, química, lujuria… quizás hasta pasión, pero amor, lo dudo. Desde que terminé con Denis, dejé de creer en ese concepto tan idealizado. No pensé qu
Sofía Martínez Dicen que lo que no pasa en años puede suceder en segundos. Y ahí estaba yo, siendo la protagonista de una historia que, si me lo hubieran contado, no lo habría creído. ¿Conexión instantánea? ¿Un lazo irrompible desde el primer momento? ¡Por favor! Eso solo pasa en las películas románticas o en esas historias de novelas baratas que te venden en los supermercados. Pero, ¡oh, sorpresa! Aquí estaba yo, sintiendo que mi corazón latía a un ritmo alarmante por un hombre al que apenas conocía. Tal vez el amor a primera vista existía… o tal vez solo tenía una fascinación momentánea por los uniformes militares, después de todo nadie podía negarme lo llamativos que son. Sea como fuere, Rayan tenía un efecto extraño en mí. Y ahí estábamos, recostados en la cama, mirando el techo cubierto por esa tela amarilla improvisada, como si fuera el cielo más seguro del universo. Conversamos, reímos, bromeamos … como si nos conociéramos de toda la vida. ¿Era posible sentirse así con alg
Sofía Martínez: El momento de la despedida había llegado. Me llevaba conmigo la alegría de cada instante vivido, pero también un leve peso en el pecho, una opresión sutil que no podía ignorar. En el fondo, tenía miedo… miedo de que esto no tuviera un futuro, de que todo lo que habíamos compartido quedara reducido a un hermoso recuerdo. Sin embargo, no permitiría que la incertidumbre empañara el presente. No importaba cuánto durara lo nuestro; lo único que realmente tenía valor era lo feliz que había sido a su lado, aunque solo se redujera a estos únicos días. Nos miramos los cuatro, intercambiando sonrisas cargadas de emociones. El señor Roberto me informó que me llevaría al hotel, tal como Rayan lo había dispuesto. Asentí con gratitud antes de despedirme de Saúl con un beso en la mejilla. Y entonces llegó el momento más difícil. Frente a frente, mi soldado y yo nos contemplamos en silencio, como si quisiéramos grabar cada detalle del otro en nuestra memoria. Sus ojos, reflej
Tres semanas después… Rayan Sotomayor El trabajo ha sido intenso. Mis superiores me han delegado un sinfín de responsabilidades, aunque me mantengo ocupado, hay un pensamiento recurrente que no me deja en paz: Sofía. Nuestra comunicación ha sido constante y cada uno de sus mensajes tienen el poder de iluminar mis días, incluso en medio del agotamiento. Sin embargo, la distancia es un enemigo sigiloso. He fracasado antes en relaciones a distancia, a veces, mis propias dudas me atormentan. Pero entonces, Sofía aparece con su ternura, con esas fotos espontáneas de su día a día que me hacen sentir parte de su mundo. Es en esos momentos cuando decido que vale la pena intentarlo y juro que quiero poner de parte para que esto funcione. Hoy superviso un grupo de jóvenes aspirantes a soldados. Apenas tienen 18 años y están en la fase más dura del entrenamiento. Suelo ser estricto con ellos, pero me han demostrado resistencia y compromiso. El sol abrasador del mediodía nos obliga a hacer
Sofía Martínez Los días pasaban con una celeridad impresionante y ahora, sin apenas darme cuenta, había llegado el momento que tanto había imaginado. Mi llegada a esta ciudad marcaba el inicio de un nuevo capítulo, el comienzo del camino hacia mis sueños. Gracias a una agencia de bienes raíces, encontré un mini departamento perfecto para mí. Estaba ubicado cerca del hospital y tenía justo lo que necesitaba: comodidad, estilo y ese aire acogedor que transforma un simple espacio en un hogar. El departamento estaba ya amoblado, contaba con una cocina de estilo americano completamente equipada, con una pequeña isla que haría las veces de desayunador. Un poco más allá, un comedor redondo de vidrio con cuatro servicios aportaba elegancia y funcionalidad. Justo detrás, una puerta francesa blanca conducía a una pequeña terraza cubierta, desde la cual podía admirar el centro de la ciudad y el majestuoso cielo, que esa noche se teñía de tonos azulados y dorados. En la sala, un mueble de
Sofía Martínez: El tiempo pasó rápidamente entre la inducción que cada residente nuevo tenía sobre el manejo del sistema de historias clínicas, revisión de casos y la adaptación a la rutina del hospital. Me sentía como una esponja absorbiendo cada información, aunque mi estómago protestaba con insistencia, recordándome que era hora de almorzar. Apenas terminamos la sesión de la mañana, Irene apareció en la puerta de mi consultorio con una sonrisa cómplice. —Vamos a la cafetería antes de que termines desmayándote sobre un paciente. —bromeó. Acepté sin dudarlo y juntas nos dirigimos al área de comida estilo bufet. El aroma a platos recién preparados flotaba en el aire y no podía esperar para servirme algo sustancioso. Mientras seleccionábamos nuestros menús, una voz grave y varonil resonó detrás de nosotras. Era el tipo de voz que exigía atención sin esfuerzo, con un tono maduro y seguro. Irene y yo nos giramos casi al mismo tiempo, como si hubiéramos ensayado la sincronizaci