42.

La aldea de la Gente del Bosque estaba más lejos de lo que habíamos imaginado. Corrimos toda la noche y toda la mañana, y entrando el atardecer del segundo día de viaje, tuvimos que detenernos a descansar. Ángel y yo éramos más rápidos y más fuertes, pero el resto de nuestros acompañantes estaban quedándose rezagados.

— Ya habíamos decidido que eran tres días de viaje — dijo Ángel mientras se acurrucaba entre la nieve y metía la punta de la nariz entre su estómago — . El viento que venía desde la tormenta eterna sacudía su pelaje oscuro.

Yo me senté entre el hielo para descansar un rato. Levanté el hocico y olfateé el aire, pero no había ningún aroma conocido: un ciervo en las inmediaciones, la sangre de un conejo que era devorado por un lobo cerca de la orilla del río.

— Creo que podemos descansar — le dije a los demás — . Nos hemos esforzado mucho.

Los lobos cesaron, se dejaron caer en la nieve y se acurrucaron. Tal vez era un lugar un poco expuesto. Pensé que debimos habernos
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