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La nieve allí nunca se derretía. Era el bosque del Invierno Eterno, así le llamaban, porque el invierno permanecía los 365 días del año. Siempre. Todo congelado. Por eso los árboles y los animales habían aprendido a sobrevivir también en ese lugar. Por eso no tuve que cavar un agujero en la tierra para enterrar el cadáver de mi amiga, porque la nieve bastaría para conservar su cuerpo por siempre.  

La cargué a través del hielo y escogí una hermosa colina desde donde se observaba el invierno eterno: el río congelado que atravesaba el valle y el atardecer. Escarbé con mis propias manos un enorme agujero en el hielo y dejé delicadamente su cuerpo adentro. Lo llené de flores, de los pétalos amarillos que había llevado para salvarle la vida… pero había llegado demasiado tarde. Flores y nueces que encontré en el bosque las puse en su tumba, y no pude evitar llorar mientras mis manos dejaban el hielo sobre su cuerpo hasta que estuvo completamente cubierta.  

Regresé a la cabaña un rato después, entumida, sola, vulnerable. Mi ropa aún estaba mojada y comenzaba a congelarse, pero extrañamente ya no sentía tanto frío como antes. Tenía tanta rabia en el cuerpo que me llenó de un calor que me hacía falta. Observé los restos de la cabaña, lo que alguna vez había considerado mi hogar y había considerado ser ya mi futuro, y sentí tanta rabia que emprendí mi camino hacia el bosque.  

Ya no tenía nada más. No tenía un hogar. No tenía una manada. No tenía una amiga. Había perdido todo. Lo único que me quedaba en la vida era la venganza. Eso era lo único que me quedaba, y fue lo único a lo que me aferré.  

Por eso corrí por el bosque con el cabello suelto, como una salvaje. Necesitaba encontrar a aquellos hombres, encontrar a los cazadores que habían matado a mi amiga. No sabía qué haría. No sabía cómo les vencería, pero tenía que hacerlo. Si fuese con mis propios puños, así muriera en el intento. Tal vez era lo mejor: que yo muriera, que ellos me mataran, que la persona que había mandado matarme lograra su cometido y así yo dejara de sufrir en este mundo.  

Encontré sus huellas que pasaban cerca del sendero. La pesada nieve dejaba perfectamente marcado el camino que los hombres habían transitado. Y la noche ya comenzaba a caer. Tenía que encontrarlos antes de que anocheciera, o estaría perdida en el bosque a oscuras.  

Pero lo hice. Seguí el rastro justo cuando mis ojos ya casi no lograban ver nada en la oscuridad, y vi la hoguera que habían formado cerca del asentamiento en donde estaban. Me recosté cerca de un árbol y los observé reírse y regodearse, sin importarles la muerte de Helen. Eran muchos, al menos diez.  

Y entonces, cuando caminé hacia ellos, cuando me dejé ver en las llamas del fuego, se pusieron de pie y me observaron.  

—¡Es ella! —gritó uno.  

Pero en el momento en el que lo hizo, lancé la piedra que tenía en la mano, golpeando con fuerza su nariz, que comenzó a sangrar de inmediato. Todos corrieron hacia mí, riendo como si creyeran que yo sería una presa fácil. Tal vez lo era. Tal vez era lo que yo había querido. Tal vez no había ido a buscar venganza… había ido a morir.  

Pero entonces me abalancé sobre uno de ellos y lo golpeé con fuerza. Con mis dientes, sujeté con fuerza la punta de su nariz y la arranqué. Tenía tanta rabia…  

Pero entonces, un fuerte golpe en mi cuello me lanzó al suelo. Otro de ellos me sometió.  

—Vamos a matarte porque nos lo ordenaron —dijo—, pero vamos a hacerte nuestra primero. Todos los hombres que estamos aquí te haremos nuestra, porque cometiste el error de venir a enfrentarnos.  

Comenzaron a quitarme la ropa. Podía sentir el frío de mi desnudez.  

—Morir es una buena idea —pensé—, pero ser usada hasta hacerlo… no.  

Entonces peleé. Peleé con mis uñas y mis dientes, pero eran demasiados hombres. Ya no podía hacer nada. Yo misma me había metido en esa situación, y tendría que pagar las consecuencias.  

Pero entonces, el cielo se despejó lo suficiente como para yo poder observar la luna a través de la tormenta eterna, y le supliqué con lágrimas en los ojos.  

Pero cuando sentí la frialdad de las manos de los hombres tocando mis muslos, grité con rabia, con miedo, con tanto dolor, que sentí una extraña sensación en el pecho. Tan fuerte que me hizo gritar del dolor. Sentí cómo de mí salía algo, algo expulsado violentamente, como una sensación fresca de liberación.  

Entonces perdí el conocimiento.  

Cuando desperté, pensé que estaba en el cielo. Una sensación cálida me rodeaba. Abrí los ojos, y la luz del día ya había embargado el bosque. Cuando miré mi cuerpo, estaba cubierto por un hermoso vestido blanco. ¿De dónde habría salido aquel vestido?  

Uno de los hombres que me había atacado estaba ahí, de pie a mi lado. Di un salto y quise apartarme, pero había algo extraño en él: estaba congelado. Completamente, absolutamente congelado.  

Me puse de pie, aterrada, y volteé a mi alrededor. Todos los hombres estaban igual. Todos los cazadores, cubiertos de hielo, el tipo de hielo fuerte que los envolvía. Estaba segura de que ninguno estaba vivo; podía verlo en sus ojos.  

¿Acaso yo había hecho eso? Era imposible. Pero esa sensación había salido de mi pecho.  

Corrí, muerta del miedo, por entre el bosque hasta que tropecé con una rama y rodé por una pendiente. Me golpeé la cabeza y el cuerpo. Me quedé ahí, entre la nieve. Tal vez era lo mejor morir de esa forma. Tal vez era lo mejor. Seguramente ese sería mi destino: morir así.  

Cerré los ojos y me dejé llevar por el frío.  

Pero tenía tanto cansancio que no me di cuenta en el momento en el que llegó la oscuridad.  

Cuando abrí los ojos, estaba en una hermosa habitación, con una cama suave y cálida. Traté de ponerme de pie, pero una mano se apoyó en mi pecho. Cuando volteé a mirar, había una mujer hermosa, de cabello blanco y ojos azules como el hielo. Me sonrió con alegría.  

—Bienvenida —me dijo.  

—¿Dónde estoy? —le pregunté—. ¿Quién eres?  

—Mi nombre es Artemisa. Soy tu madre, tu verdadera madre. Estás en la manada de los Ojos Blancos, tu verdadero hogar, el lugar al que perteneces. Ya estás en casa.  

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