Infidelidad

Pasó la noche más larga de su vida, una noche que se suponía sería la más linda, porque después de todo, no se cumplían diez años de matrimonio todos los días. Sin embargo, Humberto había elegido justamente ese día para demostrarle lo poco que le importaba y lo fea que le parecía.

Adeline amaneció con sus ojos hinchados y con un dolor insoportable en su corazón, era como un pinchazo que no dejaba de doler, incesante. 

«Cerdo»

«Cerdo»

«Cerdo»

Sentía que la palabra se repetían como un mantra, una y otra vez, y otra vez…

—Gustavo—murmuró Adelina, sorbiendo por la nariz. Su hermano acababa de llamarla. 

—Ade, ¿qué pasa? No te escucho bien, esta mañana—se preocupó él de inmediato. 

«Que bien la conocía», pensó la mujer, suspirando. 

—No es nada, Gustavo—ella agradeció el hecho de que no pudiera verla, porque de lo contrario le sacaría la verdad, así no quisiera—. Solo he tenido un poco de gripe. Ya sabes. 

—Ade, ¿estás segura?—su tono era suave.

—Sí—trato de que su voz sonara más convincente—. ¿Cuéntame cómo va la rehabilitación?

—Esto es una mierda—soltó de malhumor, cambiando de tema—. Dudo que pueda volver a caminar, Adeline. Seré para siempre un maldito parapléjico. 

—No digas eso, Gustavo—lo regañó. 

—Es la verdad—su resignación era evidente en cada palabra—. Nuestros padres murieron y ni siquiera puedo hacerme cargo de la empresa por estar postrado en esta m*****a silla. No sé qué sería del destino de la empresa de nuestra familia sin Humberto.

—Ah—su voz se quebró, pero Gustavo no lo notó—. Sé que mejorarás, hermano. Saldrás de esto. 

—Gracias por mantener la fe en mí, Adeline—suspiró—, pero es momento de aceptar las cosas como son. 

Luego de esas palabras, Gustavo se despidió, mientras tanto Adeline se quedó sumida en eso último que había dicho. 

«Aceptar las cosas como son», pensó, tratando de analizar cada palabra. 

¿Debía entonces aceptar que su matrimonio había llegado a un punto irreparable?

¿Debía aceptar que el divorcio era la única alternativa que le quedaba?

La idea era dolorosa en sí misma, nadie se casaba con el deseo de divorciarse. Ella no lo hizo. Se casó enamorada. Humberto era un hombre diez años mayor, pero supo meterse en su corazón y ganarse su confianza. Eran un matrimonio feliz hacía apenas veinticuatro horas. No debería darse por vencida tan fácilmente. 

Con eso en mente, Adeline llevó a sus hijos al colegio y luego hizo un desvío hacia los edificios corporativos de la empresa de su familia. Necesitaba hablar con su marido.

—Buenos días, señora Carson—le saludó la recepcionista. 

—Buenos días, Sofía—contestó con una sonrisa.

Ella no necesitaba ser anunciada, era socia en esa compañía, socia mayoritaria, por no decir la dueña de la misma. Sus padres habían heredado las acciones en partes iguales entre ella y su hermano, sin embargo, su abuelo siempre había tenido un favoritismo especial hacia ella, por lo que le dejó cinco por ciento más de acciones que a Gustavo. 

Con la cabeza en alto atravesó los pasillos de la empresa, hasta que llegó al área de presidencia. 

“Presidente Ejecutivo: Humberto Carson”, leyó en la puerta de la oficina de su marido, un instante antes de escuchar una serie extraña de sonidos. Eran como… jadeos.

—¡Humberto!—chilló, cuando abrió la puerta y vio la escena que se desarrollaba en el interior. 

Una mujer estaba acostada sobre el escritorio, sin falda ni ropa interior, mientras tanto su esposo estaba acomodado entre sus piernas. 

—Adeline—dijo él, con asombro, girándose luego de abrocharse el pantalón. 

—¿Qué significa esto?—murmuró con estupefacción. Aunque todo estaba lo suficientemente claro. 

—Nada, cariño—negó y le hizo un gesto a la susodicha para que se largara. La mujer trastabilló, mientras se colocaba la falda y recogía su ropa interior y se la guardaba en el bolsillo. 

—Con permiso—dijo al salir, evidentemente apenada. 

—No es lo que tú piensas—escuchó la voz de su marido. 

—¿Y qué crees que estoy pensando?—preguntó ella, sin poder creerse su descaro. 

—Estaba muy angustiado por nuestra discusión de ayer, Adeline. No pude dormir y me vine al trabajo—explicó apresurado—. Eloísa llegó temprano esta mañana y me encontró dormido. Ella siempre ha tenido una fantasía empleada-jefe, así que me provocó en medio de mis sueños. Soy hombre, Adeline, no pude resistir la tentación y el resultado fue este. Pero te garantizo que no significa nada para mí, la única que importa eres tú. 

—¡No puedo creerlo, Humberto! ¡No puedo creerlo!—lloró, tapando su rostro entre sus manos. 

Ya no eran solamente sus desalentadoras palabras de ayer, sino que se agregaba una infidelidad a la mezcla.

—Vamos, cariño. Eres la única que quiero—se acercó y trató de agarrarle el rostro, justo después de haber tenido sus manos sobre esa mujer. 

—¡No me toques!—lo apartó, bruscamente. 

Humberto se alejó y la miró fijamente, su expresión cambió por un momento, de nuevo estuvo allí la evidencia del asco, era como si sintiera repulsión hacia ella.

—Estoy haciendo un esfuerzo por este matrimonio, Adeline. No lo arruines—sus palabras sonaron a amenazas. 

—¿Esta es tu definición de hacer un esfuerzo? ¿Siendo infiel?

—¡Sí!—explotó—. ¡No sabes lo difícil que es soportarte cada día! Por favor, solo mírate en un espejo—la señaló con desdén—. Ya no me provocas ni siquiera un mal pensamiento. Tu cuerpo, tu cara, tú… eres desagradable a la vista.

El sonido de un golpe seco retumbó en la oficina. Adeline no supo de dónde sacó el valor, pero acababa de darle una cachetada a su marido. 

—Eres una basura, me das asco—le dijo. 

—Puedo ser una basura y todo lo que quieras, amor, pero estás casada conmigo—la sujetó del brazo con fuerza, haciéndole daño. 

—Pero no por mucho más tiempo—se zafó de su agarre—. Está de más decir que quiero el divorcio, Humberto—dijo antes de darse media vuelta. 

—¿Ah, quieres el divorcio?—se mofó—. ¿Y entonces qué será de tu querida empresa, Adeline? Porque no creo que tú o el inválido de tu hermano puedan sacarla adelante. Así que piénsalo.

Las palabras hicieron ruido en su mente por un momento, pero rápidamente las alejó. Si bien Gustavo no podía tomar el liderazgo por su discapacidad, ella podía encontrar otra solución, después de todo había estudiado finanzas. Sus padres siempre habían querido que se mantuvieran en el negocio familiar, pero luego ella simplemente se casó y desechó la idea. Terrible error, por cierto. 

—Deja que me preocupe yo, por eso—dijo un instante antes de cerrar la puerta.

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