Divorcio

—Niños, mamá y papá ya no podrán seguir juntos—informó Adeline con tristeza, aquella tarde, luego de haber hablado con el abogado que tramitaría su divorcio.

—¿Por qué, mamá?—preguntó Camilo, el mayor de ellos.

—Es difícil de explicar, cariño—comenzó, tratando de encontrar las palabras adecuadas para decirlo—, pero cuando las personas ya no se aman, lo mejor es alejarse para no hacerse daño mutuamente. Algo así pasó con nosotros, ya no nos amamos como antes y no queremos lastimarnos en el proceso.

«Mentira», pensó. Humberto ya la había lastimado lo suficiente.

—¿Quiere decir que no veremos más a papá?—Lucio no pudo ocultar el temor en su voz, era el más menor y amaba a sus padres por igual.

—No, cariño—Adeline acarició su mejilla—. Claro que no. El hecho de que nosotros ya no nos entendamos no tiene nada que ver con ustedes. Son nuestros hijos y siempre los amaremos y estaremos disponibles para cada uno. Así que no tienen que tener temor. Todo estará bien, mis pequeños—dicho eso, los abrazó.

Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero la reprimió sin que sus hijos se dieran cuenta. No quería que la vieran llorar, no quería que la vieran débil.

Días después, Adeline recibió la llamada de su hermano. En esta ocasión el tema a tratar no era simplemente un saludo o ponerse al día con los pormenores de sus vidas, Gustavo estaba muy molesto.

—Adeline, cómo es posible que no me hayas informado de tu divorcio—reclamó, conteniendo apenas el enojo en su voz—. Tuve que enterarme por el abogado de la familia, prácticamente lo soborne para qué me explicará qué estaba sucediendo. Se supone que eres mi hermana y deberías de confiar en mí.

—Lo siento—murmuró. No se trataba de un tema de confianza, solamente no quería que su hermano se involucrara y conociéndolo, iría a reclamarle a Humberto—. Sé que debí llamarte antes, pero estos días han sido demasiado complicados, Gustavo. No sabes lo mal que me siento—no pudo contener un sollozo.

—Adeline—su hermano sintió que se le rompía el corazón al escucharla hablar de esa manera.

—Esto es muy difícil—continuó sollozando a través del teléfono—. Los niños están tan tristes, no sé cómo mostrarme fuerte ante ellos, siento que me derrumbo más y más con cada día.

—¿Pero qué pasó, Ade?—quiso saber su hermano—. ¿Por qué esa decisión tan de repente?

—Humberto me fue infiel, Gustavo. Y ha sido muy doloroso—las lágrimas caían como cascada por todo su rostro—. Duele mucho, de verdad duele.

Esos últimos días no había dejado de verse en el espejo con aprehensión, hasta su propio reflejo parecía burlarse de ella. “Gorda” “fea”, sentía que le gritaba cada vez que intentaba mirarse. Ahora no soportaba ni siquiera verse a sí misma, su autoestima estaba por el suelo.

—¡Es un malnacido! ¡Le haré pagar por esto!

—No, Gustavo, por favor—suplicó con voz trémula—. Justo por esto no quería decirte.

—Adeline, no vuelvas a ocultarme nada, nunca más.

Suspirando tuvo que prometer que no lo volvería a hacer. Esa misma tarde sintió la necesidad de darle un giro a su vida y ese deseo la dirigió a la peluquería.

—¿Cuénteme que desea hacerse, señora?—le preguntó el peluquero.

—Por favor, quisiera mejorar mi apariencia de alguna manera. ¿Podría ayudarme con eso?—pidió poniendo todas sus esperanzas en ello.

Adeline salió del salón de belleza convertida en una mujer diferente. Su cabello, que antes era lacio, ahora estaba adornado con suaves rizos. Su color cobrizo natural se había mantenido, pero su nuevo estilo le daba más soltura a su melena.

—Estás lista para firmar el divorcio, querida—dijo el encargado de dejarla de esa manera.

—Gracias.

Al día siguiente, Adeline asistió a la oficina del abogado en compañía de su hermano. “No pienso dejarte sola en esto”, había dicho él, tajante, sin darle derecho a réplica.

—Pero miren a quienes tenemos aquí—se burló Humberto en cuanto los vio llegar al edificio—. ¡Al dúo eficiente!—completo con un aplauso lleno de sarcasmo.

—Más te vale mantener tu boca bien cerrada, Humberto. A menos que no desees volver a usarla nunca más—le amenazó Gustavo. Sus ojos relucían con furia, un tipo de furia que era muy difícil de contener.

—Oh, amenazas de mi cuñadito—continuó mofándose—. ¿Pero qué piensas hacer, Gustavo? ¿Siquiera puedes pararte de esa silla?

Gustavo cerró los puños con fuerza, mientras deseaba tener la habilidad de ponerse de pie. Si no fuese por ese maldito accidente que lo dejó en silla de ruedas, estaría en ese mismo instante agarrando a su ex cuñado a golpes y dejándolo desfigurado en el proceso.

—No necesito rebajarme a tu nivel—dijo con voz calmada, peligrosamente calmada—. Hay otras maneras de garantizarme de que tu vida sea miserable. Afortunadamente, tengo el poder y tú, en cambio, siempre has sido un don nadie.

—Pues ustedes dos me deben todo—soltó Humberto afectado por sus palabras—. Si no fuera por mí, su querida empresa estuviese en la ruina. Y estoy seguro de que no necesitarán mucho tiempo para que finalmente quede completamente en la quiebra, después de todo, ¿quién la va a manejar? Un inválido y una triste y fea ama de casa.

—¡Maldito!

La silla de ruedas se agitó y Adeline tuvo que sostenerla fuertemente, para que su hermano no se lanzara al suelo por el esfuerzo que hacía.

—Basta de habladurías—dijo ella, firme—. A lo que vinimos—y pasó a la oficina del abogado, más segura que nunca de su decisión. Lo único que lamentaba era no haberse dado cuenta antes de la basura de hombre que tenía por esposo.

Una vez dentro de aquellas cuatro paredes la tensión se volvió casi asfixiante, las miradas venenosas iban de parte y parte.

—Deben firmar aquí—indicó el abogado.

Adeline tomó la pluma y garabateó su firma en medio de muchos pensamientos de superación. Le demostraría a Humberto, y a todos los que la menospreciaron lo valiosa e inteligente que era. Les demostraría que ella sí podía manejar una empresa…

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