Al regresar a casa, nos apresuramos a encender el televisor justo a tiempo para ver el discurso de la Reina. Mi madre se sienta en el sofá, expectante, mientras papá se acomoda en el sillón, todavía con un brillo de emoción en los ojos por el paseo. Yo, por mi parte, tomo un lugar junto a mamá, sintiendo cómo la calidez de mi hogar contrasta con el frío que dejamos afuera. El discurso transcurre en silencio reverencial, como cada año. Mamá asiente de vez en cuando, mientras papá murmura comentarios que respaldan las palabras de la Reina, manteniendo siempre ese respeto que, según él, «un evento de tal solemnidad merece». Cuando la transmisión termina, la calma se transforma en movimiento. Nosotras, como en aquellas Navidades durante mi adolescencia, nos ponemos a preparar la cena navideña juntas. Mamá se mueve con soltura por mi cocina, como si la conociera de hace años, guiándome como lo hacía cuando era pequeña, mostrándome cada paso en la preparación de su famoso pavo relleno. Yo
Ya sé cómo tratar con Yonel. Conozco su debilidad: el sadismo es su pasión, algo que parece escaparse del radar de Murgos. Pero claro, ¿cómo podría saberlo si es un gusto tan oculto, tan privado? Murgos ha planeado esta presentación minuciosamente, sin que Yonel tenga idea de lo que le espera. Hoy es mi primer cliente. Aprovechando que Yonel va a pasarla en una de sus lujosas suites, debo infiltrarme en su apartamento con la ayuda de Murgos, quien ha pagado una generosa suma a una de las mucamas del hotel para asegurarnos acceso. Según ella, no fue complicado; la mucama ya la conoce, dado que Gabriel tiene una suite en el mismo lugar, y es bien sabido que son familia.Y aquí estoy, dentro de una caja de regalos que está forrada con papel blanco y adornada con un lazo rojo brillante. Hace un minuto, Murgos llamó desde una cabina telefónica y me alertó: Yonel acaba de llegar al hotel. No hay tiempo que perder. Me tapo la boca con un pañuelo y ato mis muñecas con unas cadenas, lo suficie
No me conviene decirle a Yonel que voy a trabajar en la empresa de su familia. Revelar eso ahora podría complicar mi contratación, tal vez incluso hacerme perder la oportunidad. Así que, cuando me sigue pidiendo información, tratando de averiguar en qué empresa trabajaré, decido mantenerme firme.—No tengo por qué darte ese tipo de detalles —le respondo con frialdad mientras me inclino a recoger el disfraz navideño que quedó tirado en el suelo. Lo doblo con cuidado y lo guardo en la maleta, que dejé al pie de la cama—. Confórmate con saber que te di el mejor sexo de tu vida, Yonel.Luego de un corto silencio, responde en un tono desafiante:—¿Sabes?... No importa a dónde vayas. Nadie te respetará. Todos te van a reconocer como la famosa puta del club «La rana que baila».Tengo que salir rápido de aquí antes de que se me escape algún dato de mi contratación.—¿Dónde está el baño? —pregunto, ignorando su provocación—Que te quede claro, Mimarie. Esta no será la última vez que te coja, p
Y empezaron a darnos como martillo sobre clavo en la pared. Yo, la segunda en la fila, no puedo evitar sentirme incómoda con el tipo de servicio que me está tocando dar. No parece que esté atendiendo a un solo cliente, sino a siete; todos están pendientes de cada movimiento, de lo que haga o diga. Apenas comienzan las penetraciones, los gemidos de las otras chicas llenan el aire, y me doy cuenta de que tengo que acoplarme al grupo. Así que finjo gemidos, falsos, porque la verdad es que no lo estoy disfrutando en lo absoluto.Al principio, es solo una actuación. Pero, después de un minuto, algo empieza a cambiar. Las sensaciones se intensifican, recorriendo todo mi cuerpo, y no puedo evitar empezar a sentir de todo. Una mezcla de placer que no quiero experimentar. Quisiera reservar estas sensaciones solo para Giovanni, para alguien que realmente ame. Pero es imposible resistirlo. El ambiente lascivo no me da tregua: las cálidas manos del cliente aferrándose a mis caderas, el sonido de
Ayer fue un día de locos. Me ha costado dormir sin que mi mente me lleve de regreso a cada escena de esa orgía. Ser tocada por varias personas a la vez fue una experiencia agridulce, porque lo que sentí no fue algo común; lo que ocurrió estuvo en otro nivel. Es apenas martes, pero ya estoy deseando que llegue el viernes. Será mi última noche en este mundo de prostitución, el último cliente antes de poder dedicarme finalmente a mi verdadera profesión, aquella que he estado esperando ejercer, que está alineada con mi carrera universitaria. Hoy no tengo nada programado, ningún cliente que atender. Solo me quedan dos por cumplir, el de mañana y el del viernes, y luego seré libre. Entre mis planes para hoy está entregarle el regalo de Navidad a Giovanni y a Danna. Mi amiga ya me respondió la primera llamada del día y me dijo que no pudo contactarse conmigo porque estuvo visitando a unos familiares que viven en un área rural, y que allá aún no llegan las líneas telefónicas, pero a Giovann
La mancha de sangre sobre la alfombra se extiende lentamente, como si quisiera invadir cada rincón de la habitación. Los ojos del hombre muerto están fijos, abiertos de par en par, su boca entreabierta, congelada en un último intento de emitir palabras que jamás salieron. Quizá, en el segundo antes del disparo, quiso preguntar quién era el intruso o tal vez suplicó por su vida. Pero el asesino no dio margen para nada. Su muerte fue instantánea. —¿Qué has hecho, Giovanni? —mi voz apenas se escucha mientras miro el cadáver. Mis piernas flaquean, y un temblor violento sacude todo mi cuerpo. Estoy aterrada. —Puttana asquerosa... —su insulto me atraviesa como un cuchillo al rojo vivo. Levanto la mirada hacia él. Sus ojos son como brasas encendidas, llenos de odio. Pero lo que más me aterra es el arma que sigue apuntándome, temblando levemente en su mano. —G-Giovanni... por favor... baja el arma —suplico, mi voz rota y temblorosa. En lugar de escucharme, da unos pasos hacia mí, cerrando
No he dormido nada. A lo lejos, escucho la voz de Bárbara llamándome, pero mis ojos pesan tanto que no puedo ni pensar en abrirlos. No solo mis ojos, todo en mí está hundido, quebrado. Mi autoestima, mi alma… hasta respirar se siente como un esfuerzo doloroso. El aire entra a mis pulmones denso, pesado, como si el mundo entero estuviera aplastándome. Bárbara dice algo, me pregunta si estoy drogada. Qué absurdo. No puedo permitirme otra mancha más, ya es suficiente con la prostitución como para que piensen que soy una adicta. Abro los ojos, despacio. Todo está borroso, pero poco a poco la silueta de Bárbara se va aclarando frente a mí. Aún siento el peso sobre mis párpados, y mi cuerpo... mi cuerpo está atrapado en una neblina densa, como si no fuera completamente mío. —Giovanni me odia —susurro, mi voz apenas un eco, rasgada por el cansancio y el dolor. Me incorporo lentamente en el sofá, cada movimiento es una lucha, cada músculo protesta—. Para él, no soy nada. —Pe-Pero, ¿qué pas
Murgos y yo estamos sentadas en una pequeña mesa de un restaurante que apenas conocíamos. Es uno de esos lugares que siempre parecen estar ahí, pero que nunca consideramos entrar hasta ahora. Hay un par de clientes dispersos, el sonido de platos y cubiertos acompaña el murmullo de la música de fondo, suave, casi imperceptible. No es nuestro sitio habitual, y quizá por eso se siente más frío, más ajeno. Justo como la conversación que está a punto de suceder. Siento la tensión apretarse en mi pecho mientras revuelvo el café en mi taza, aunque ya está frío. Murgos, frente a mí, no tiene la misma paciencia. Ella se ha quedado en silencio, con la mirada fija en mí, esperando que diga lo que vine a decir. Lo sabe. Siempre lo sabe. Respiro hondo y, sin mirarla directamente, dejo salir las palabras. —Murgos, ya no voy a seguir trabajando contigo. El sonido de la cuchara que cae al plato es lo único que interrumpe el momento. Murgos me mira en silencio, con esa expresión inescrutable que t