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Viktor Koval, el verdugo

La luz tenue del atardecer se filtraba a través de las enormes ventanas del ático, iluminando las elegantes líneas de un lugar diseñado para impresionar. Alfombras persas cubrían el suelo, muebles de madera oscura se alineaban con impecable simetría, y cuadros de artistas renacentistas adornaban las paredes. La perfección estaba en cada rincón de la estancia, pero lo que más destacaba era la quietud, el silencio absoluto que reinaba en ese espacio. La misma calma que caracterizaba a Viktor Koval.

En la cama, una mujer sollozaba. Su cuerpo temblaba bajo las sábanas de seda, completamente desnuda, mientras sus ojos se llenaban de terror. Sus labios temblaban, pero no emitían sonido alguno. Viktor, de pie junto a la cama, la observaba con una fría indiferencia. Su mirada era helada, como si estuviera viendo a una simple pieza en un juego que no tenía reglas. Su rostro, impasible, reflejaba la perfección de un hombre que no tenía cabida para la compasión.

—¿Pensaste que significabas algo para mí? —la interrogó Viktor en un susurró que lejos de transmitir paz daba temor, casi con desdén, mientras limpiaba lentamente la hoja de su cuchillo con un pañuelo blanco. No había prisa. No la necesitaba. La sangre aún caía en un charco rojo, contrastando con el blanco puro de las sábanas. Su rostro no mostraba emoción alguna, como si estuviera observando el trabajo de un artesano que había completado una obra maestra.

La mujer intentó hablar, sus labios entreabiertos buscaban desesperadamente las palabras, pero Viktor no la dejó continuar. No le importaban las súplicas. No les daba lugar en su mente. Con un movimiento preciso y mortal, levantó la hoja del cuchillo y la hundió en su cuello. En el segundo que tardó en caer, ella ya había dejado de existir. La sangre brotó en una última exhalación, manchando las sábanas de manera casi artística.

Viktor se apartó lentamente de la escena. No había arrepentimiento, solo una sensación de vacío que ya era su compañía constante. La sensación de satisfacción que experimenta en el momento mismo de ejecutar el último acto, es decir, ese momento en el que disfruta con despegar una vida del cuerpo que le toque despachar al otro mundo, desaparece al segundo de hacerlo y se convierte en eso un vacío inmenso. Nada siente, y a nadie compadece. Como si todo lo que había hecho fuera parte de una rutina establecida, un trabajo que no requería esfuerzo. La muerte era su única forma de encontrar algo de satisfacción.

Después de cumplir con el encargo, Viktor se retiró del ático con la misma tranquilidad con la que había llegado. No había nada extraordinario en lo que acababa de hacer, nada que mereciera una reflexión o una emoción. La muerte era solo una herramienta, un medio para alcanzar el control, y el control era todo lo que le importaba. Había sido eficiente, como siempre, y eso le bastaba.

Caminó con pasos firmes hacia la puerta del ático, dejó atrás la escena macabra que él mismo había creado, sin una pizca de remordimiento, como si todo hubiera sido un simple trámite más en su rutina diaria. Cuando salió al pasillo, la quietud del lugar le resultó aún más reconfortante, pues sabía que en su mundo, el caos solo tenía cabida cuando él lo decidía.

Abrió la puerta principal sin prisa, y ahí, bajo la luz de los faros de su Lamborghini plateado, se sintió nuevamente invencible. El coche, una extensión de su voluntad, lo esperaba impaciente, listo para llevarlo hacia donde realmente se manejaban los hilos de su poder.

El rugido del motor al arrancar fue como un eco lejano en la ciudad, apenas perceptible en el aire pesado de la noche. Viktor giró la llave con una calma aterradora y, al instante, el vehículo tomó velocidad, deslizándose por las calles de la ciudad con una precisión implacable.

El trayecto hacia las afueras de la ciudad era largo, pero nunca le molestaba. El sol ya se había puesto, y el horizonte estaba sumido en la oscuridad, como si la misma noche tratara de engullir todo a su paso. No le importaba lo que pasaba fuera de su coche. Solo le importaba lo que tenía dentro: el control, la influencia, el miedo que sus ojos provocaban.

Su forma de manejar daba la impresión de que lo hacía sin rumbo aparente, pero cada curva, cada giro, lo llevaba a su destino final. Los galpones en las afueras no tenían nada que ver con los lujos del ático o con la fachada impecable de su empresa, pero eran tan esenciales como el aire que respiraba. Allí, en esas instalaciones, se manejaban los asuntos menos pulidos, los que no podían salir a la luz, los que requerían de manos firmes y discretas.

Deslizándose por la autopista, el sonido monótono del motor de su Lamborghini acompañaba a Viktor en su trayecto. La ciudad quedaba atrás, con sus luces parpadeantes y su constante bullicio. En su mente, todo estaba ordenado, calculado, como siempre. Sin embargo, al acercarse a la salida, un pensamiento fugaz cruzó su mente y lo hizo apretar el volante con más fuerza: la basura.

El detalle más importante. No podía permitir que quedara ni el más mínimo rastro.

Con una calma imperturbable, extendió su brazo para activar en el tablero de su auto la agenda de contactos vinculada a su móvil, deslizó su dedo por la pantalla hasta encontrar el contacto de su hombre de mayor confianza. La llamada se estableció con rapidez, y al tercer tono, la voz grave de su hombre le llegó al oído, con esa familiaridad que solo se gana a base de años de servicio y lealtad.

—Viktor... —La voz sonaba como siempre, firme y respetuosa, sin titubeos.

—Ya todo está listo para recoger la basura —dijo Viktor sin preámbulos, su tono era directo, sin emociones. La voz de su subordinado no tenía que mostrar nada, era solo un intercambio de instrucciones—. Ya sabes lo que debes hacer. Ni un rastro de una hebra de cabello quiero encontrar. Nada.

El "nada" colgó en el aire como una sentencia. Viktor no toleraba errores, y mucho menos que algo tan insignificante como un cabello pudiera arruinar la perfección de su plan. La obsesión con la limpieza, con la ausencia de cualquier huella, era casi enfermiza. No era la primera vez que alguien se encargaba de eliminar las pruebas de su trabajo, pero esta vez, todo debía ser absolutamente meticuloso. Había usado su casa para llevar a cabo tan elegante encargo.

El hombre al otro lado de la línea no dijo nada más. Sabía que era un aviso, no una conversación. No había lugar para dudas.

—Entendido —respondió él, y antes de que pudiera añadir más, Viktor ya había colgado la llamada con un simple toque en la pantalla.

El eco del click al finalizar la llamada resonó en el vehículo como un último recordatorio de que nada quedaría al azar.

El áurea de silencio volvió a envolverlo mientras continuaba su camino. Su mente regresó a su ático, el lugar donde todo había comenzado. Esa zona exclusiva de la ciudad, rodeada de mármol y cristal, era su refugio. El único espacio donde la frialdad del mundo exterior no podía penetrar. Allí no se permitía el caos. Todo debía estar en orden, todo debía estar en su lugar.

Sabía que al llegar no habría obstáculos. No los permitiría. Nadie podría perturbar su descanso. No esa noche. La misión de su organización había sido cumplida a la perfección, y ahora solo le quedaba un pequeño detalle por resolver. El final de un ciclo. La basura debía ser retirada con la misma precisión con la que él mismo había orquestado cada uno de sus movimientos.

Seguro de haber cubierto todos los flancos, se concentró en el camino. La autopista se extendía ante él, vacía y desierta, como el camino que había recorrido a lo largo de los años, construyendo una red de poder sobre la que ahora caminaba solo, sin miedo, sin remordimientos.

Al llegar, Viktor no tuvo que bajar del coche. Él no caminaba por lugares como ese. No lo necesitaba. En lugar de eso, uno de sus hombres se acercó a él, abriendo el portón de hierro con la seguridad de que nada podía salir mal. Los galpones, aunque en apariencia simples, eran la verdadera base de operaciones de su organización. Un lugar donde los hilos del poder se tejían de noche, cuando la ciudad estaba dormida y los rivales no podían ver lo que realmente ocurría en las sombras.

Dentro, el aire estaba cargado de una electricidad pesada, daba la sensación de que algo importante estaba por suceder. Los operativos no se hacían de día, ni con la presencia de autoridades o de miradas curiosas. La oscuridad, la hora de la noche, era el momento ideal. Los galpones se convertían en el epicentro de su dominio, donde se decidían los destinos de aquellos que se cruzaban en su camino.

Los hombres y mujeres que trabajaban allí lo sabían. Todos seguían las reglas de Viktor sin cuestionarlas. Él nunca pedía nada que no pudiera controlar. Y en ese espacio, las puertas se abrían solo cuando él lo decidía, cuando las piezas en el tablero estaban listas para moverse. Las operaciones de su organización tomaban forma y efectividad bajo su dirección.

Viktor entró a la oficina trasera, iluminada apenas por unas luces bajas que nunca dejaban ver todo con claridad, pero eso era lo de menos. Lo único que importaba era la claridad en sus decisiones. En la mesa, papeles y documentos con detalles sobre sus últimos movimientos. Nada más.

—Todo está en orden, Viktor. Nada ha fallado —le dijo uno de sus hombres, usando un tono respetuoso en su voz, pero también un poco temeroso. Sabía que cualquier error en ese lugar podría costar mucho más que una reprimenda.

Viktor solo asintió, sin decir una palabra. Su mirada se desvió hacia el mapa en la pared, donde marcaba el territorio de su influencia. Nada podía detenerlo.

En ese instante, una figura se acercó a la puerta. Era un hombre que traía información, algo que Viktor no esperaba en ese momento, pero que, inevitablemente, había de suceder. Algo siempre tiene que interrumpir la calma en su vida, y hoy era el día.

—¿Qué sucede? —preguntó Viktor, sin mover un solo músculo de su rostro, mientras sus ojos, fríos como el acero, observaban al recién llegado.

—Un imprevisto con la operación en la ciudad. Hay alguien que... —La voz del hombre vaciló, pero Viktor no dejó que terminara. Lo cortó al instante, sabiendo exactamente lo que debía hacer.

—Soluciónalo. Y asegúrate de que no quede rastro. —Su tono de voz no admitía discusiones. Era una orden, no una sugerencia.

El hombre asintió rápidamente, sin atreverse a añadir más, y salió con la misma rapidez con la que había llegado.

Viktor permaneció allí, en la penumbra, la quietud lo rodeaba como una segunda piel. Nada lo afectaba. Nada lo tocaba.

—La perfección, Viktor —se dijo a sí mismo, como si fuera un mantra. No importaba lo que los demás pensaran. No importaba lo que el mundo viera o supiera de él. Era del pensar que la perfección no necesitaba reconocimiento.

Él sabía que nadie podía pararlo. No ahora. No después de todo lo que había hecho. Viktor Koval era invencible.

Bien avanzada la noche uno de sus hombres le informó que un traidor de su organización lo esperaba en las frías bodegas que había en su galpón. El hombre llegó nervioso porque estaba seguro que las balas no bastarían para calmar la furia que Viktor sentiría al descubrir la traición. No tenía paciencia con los desleales. Y así fue, todos los que estaban presenciando la escena se compadecieron del traidor. Pensaban que porque mejor no se suicidó antes de permitirse llegar a esa posición, porque era mejor morir en manos propias que a manos de Viktor.

En una orden  pausada, sin mostrar ningún rastro de alteración lo obligó a arrodillarse. La  respiración del hombre estaba entrecortada, el miedo inundaba sus ojos. Viktor, con la calma habitual, le arrancó la lengua con una herramienta quirúrgica. El grito del traidor fue solo un susurro en la oscuridad. Viktor observó con precisión cada detalle de la tortura, disfrutando del sufrimiento ajeno. Cuando el hombre ya no podía más que arrastrarse en su propia sangre, Viktor lo dejó morir lentamente.

Después, se retiró a su oficina. El silencio seguía siendo su refugio. Allí, después de lavarse las manos como quien acababa de degustar un plato suculento en el mejor de los restaurantes, se miró al espejo, admirando el reflejo de un hombre intachable, exitoso, imponente. Nadie sospechaba que debajo de esa fachada de empresario de lujo, Viktor Koval era un verdugo, un asesino en serie que encontraba placer en despojar de la vida a aquellos que lo defraudaban, a aquellos que no cumplían con su regla no escrita: la traición se paga con sangre, y a aquellos que le llegaban por encargo; porque ese era el rubro más importante en su organización, despojar de la vida a quienes cuyos pedidos les llegaban por cualquiera de los medios que su organización tenía como medio de contacto. Todo estaba coherente y legalmente estructurado. Su organización hasta registro comercial tenía, operaba bajo la fachada de una ensambladora de transporte pesado y una naviera, actividades grandes que dejaban grandes ingresos, así como era quitarle la vida a cualquier desgraciado que haya caído en la lista de personas obstáculo. Tal como la rubia que dejó tendida en su cama. Una mujer valiosa por lo útil que fue en ella antes de que él cumpliera con su encargo como por lo perfectamente decorativa que se veía tendida en ella en un cuadro hermosamente dramático.  

Su teléfono sonó interrumpiendo sus recuerdos. Una llamada rutinaria. Contestó sin siquiera mirar la pantalla.

—El objetivo está listo. ¿Qué desea hacer, señor Koval? —La voz al otro lado era neutra, respetuosa, como si hablara con cualquier otra persona.

Viktor contestó sin dudar:

—Terminenlo. —La fría decisión cortó la conversación. No había necesidad de más explicaciones. No necesitaba justificar sus actos, y mucho menos ante esa persona. Era un hombre que no sentía, que no padecía. Los sentimientos, para él, no existían.

El amor era solo una palabra vacía. Un concepto creado para los débiles. Viktor Koval no era débil.

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