Inicio / Mafia / Danza con el Diablo / El hombre de la esquina
El hombre de la esquina

El club nocturno estaba repleto. La música vibraba en cada rincón, mezclándose con las risas, el humo de los cigarros y el tintineo de vasos contra la barra. Hombres de trajes caros y miradas depredadoras se apostaban en los sofás de cuero, observando a las bailarinas con una mezcla de deseo y aburrimiento, para unos mientras que otros deseosos de obtener más que una visión fantaseaban con ir más allá. Para los que todo era lo mismo, miraban el baile de las bailarinas como un desfile de cuerpos que se movían según la melodía, ofreciendo un espectáculo que, ya no tenía ningún misterio.

Excepto para él.

Desde su mesa en la penumbra, Viktor Koval permanecía con un vaso de whisky en la mano, observando la escena con la indolencia de quien ya lo ha visto todo. Sus ojos afilados escudriñaban a cada mujer que subía al escenario, analizándolas con frialdad quirúrgica. Sabía exactamente cómo se movían, cuándo sonreían por obligación y cuándo fingían una chispa de placer para alimentar el ego de los hombres que las observaban. Nada en ese lugar podía sorprenderlo.

Repasó a cada una con la mirada afilada de un cazador midiendo a sus presas. Evaluaba con frialdad cada detalle: la postura, la expresión, la manera en que se movían y ofrecían sus cuerpos al público. Para él, no eran más que mercancía, piezas de un catálogo que debía revisar con precisión.

Con un gesto casi mecánico, comenzó a descartar. Una equis mental tachaba a cada mujer que no cumplía con sus estándares: demasiado artificial, demasiado vulgar, demasiado desesperada. Pocas lograban superar su primer filtro de exigencias. Sus cuerpos podían ser atractivos, pero en sus ojos no veía nada más que vacío, un reflejo monótono de lo que ya había visto demasiadas veces.

Para Viktor, el interés no radicaba en la belleza evidente, sino en algo más sutil, más difícil de definir. Buscaba una esencia distinta, algo que sobresaliera entre el desfile de cuerpos que parecían cortados por la misma tijera. Su paciencia era implacable; si no encontraba lo que quería esta noche, simplemente esperaría. Después de todo, él nunca se conformaba con menos de lo que merecía.

Hasta que la vio a ella.

Una mujer de estatura mediana y figura delicada captó su atención de una forma inesperada, casi abrupta. No era como las demás. Había algo en ella, algo que rompía con la monotonía de cuerpos y rostros vacíos. No esperaba encontrar nada que lo sorprendiera esa noche, pero sus ojos le regalaron una imagen distinta, algo que su mente aún no lograba descifrar del todo.

Era distinta. Su cabello dorado brillaba bajo las luces néon, cayendo en ondas sobre sus hombros desnudos. Sus ojos azules no reflejaban la coquetería de las demás mujeres, sino algo diferente: miedo, incertidumbre, una tristeza tan densa que parecía envolverla como una segunda piel. Se movía con torpeza, como si su cuerpo rechazara el papel que le habían impuesto. Sus piernas largas y esbeltas no poseían la cadencia provocativa de sus compañeras, sino la gracia contenida de alguien que pertenecía a otro mundo.

—Interesante… —murmuró Viktor para sí mismo, dejando su vaso sobre la mesa sin apartar la mirada.

Desde su mesa vio como Alina intentaba acompasar sus movimientos con la música, pero sus gestos carecían de la fluidez calculada que el resto de las bailarinas dominaba a la perfección. Era como un cisne arrojado a una jauría de lobos, intentando desesperadamente encajar en un entorno al que no pertenecía.

—Se ve nerviosa —comentó uno de los hombres a su derecha, un empresario de mediana edad con los ojos pegados a las piernas de Alina—. Esa chica es nueva, ¿cierto?

Viktor no respondió. Su interés no residía en lo obvio, sino en lo que se ocultaba tras esa expresión de fragilidad. Las mujeres que trabajaban en aquel lugar sabían lo que hacían. Dominaban el arte de la seducción, eran depredadoras disfrazadas de presas. Pero ella era diferente. Había algo en su mirada, algo que despertaba un curioso sentimiento en él. No empatía, no ternura, ni siquiera deseo. Era más bien… fascinación.

—La inocencia no dura mucho en este sitio —señaló otro hombre con una risa socarrona—. En una semana será como las demás.

Viktor giró la cabeza ligeramente. No. Esa chica no se transformaría tan fácilmente. Podía ver la lucha interna en cada uno de sus movimientos, el asco contenido en su expresión cuando las manos sudorosas de los clientes se extendían hacia ella. 

Se preguntó ¿Qué la había llevado hasta ese lugar?

Alina, ajena a la atención que había captado, intentaba ignorar el sudor frío que se deslizaba por su espalda. Sus piernas temblaban, su garganta estaba seca. Quiso cerrar los ojos y pretender que no estaba allí, que todo era una pesadilla de la que pronto despertaría. Pero cuando se atrevió a alzar la vista, sus ojos tropezaron con unos tan oscuros como la misma noche. Unos ojos que la diseccionaban con una intensidad casi inhumana.

Se congeló.

Él no era como los demás. Había algo en su presencia que le erizó la piel, como si su sola mirada pudiera despojarla de cualquier armadura que intentara levantar. No sonreía, no gesticulaba, no le lanzaba insinuaciones burdas como los otros clientes. Simplemente la miraba, analizando cada uno de sus movimientos como un científico observando un experimento fallido.

—Esa mirada… —susurró Alina para sí misma.

El pánico la golpeó de repente. La certeza de que aquel hombre la había visto de verdad, de que podía ver a través de su fachada improvisada, la hizo dar un paso atrás.

Viktor percibió su reacción, el sutil endurecimiento de su postura, el modo en que su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas. Miedo. Lo conocía bien. Lo olía, lo sentía vibrar en la piel de sus víctimas antes de quebrarlas. Pero el de ella… el de ella era distinto.

No era el miedo vulgar de una presa acorralada, ni el temblor ansioso de una mujer atrapada bajo una mirada que la despojaba de su voluntad. No era el miedo al deseo ajeno, a ser poseída sin su consentimiento. Viktor percibió que era un miedo más profundo, más personal. Un terror silencioso, tal como el de alguien que sabe que está al borde de una caída y que, aun así, no puede detenerse. 

«¿Será posible que él pueda infundir en ella esa clase de temor?» se preguntó con mente calculadora. 

Ese pensamiento hizo que una sombra de entretenimiento cruzara fugazmente su mente. Lo vio como algo interesante y tentador. Algo nuevo para él. Normalmente las mujeres suelen temerle a él, a su presencia, a la posibilidad de que les arrebate la vida con la misma facilidad con la que otros apagan un cigarrillo. Pero ella… sintió que ella le temía a otra cosa.

«¿A qué?», cuestionó en su mente

A lo que estaba haciendo. A la forma en que se movía en ese escenario ajeno a su esencia. A lo que la mirada de los otros hombres podía convertirla. A lo que ella misma podía transformarse si cruzaba ciertos límites.

Viktor apoyó la barbilla en su mano, observándola con renovado interés. ¿Cuánto tardaría en romperse? ¿Cuánto aguantaría antes de que esa lucha interna la consumiera?

Eso no importaba. No era cuestión de “si” sucedería. Era cuestión de “cuándo”. Y de algo estuvo seguro en ese momento y era de que él estaría ahí para verlo.

—Interesante —dijo en voz baja y se llevó el borde del vaso a los labios mirando a Alina con curioso interés.

Justo en ese instante, iba pasando un mesero desde la distancia, le hizo seña.

—Dime su nombre —ordenó en voz baja al mesero que se acercó a su mesa.

El hombre se inclinó ligeramente y respondió:

—Alina. Recién contratada.

Viktor repitió el nombre en su mente, probándolo en silencio, dejándolo deslizarse en su lengua como un veneno dulce: Alina. Era simple, suave, casi inocente. Un nombre que no encajaba con ese lugar ni con lo que él estaba acostumbrado a consumir y desechar. Su mirada se clavó en ella, analizándola con la precisión de un cirujano y la frialdad de un depredador.

Había algo en ella, algo que lo inquietaba, aunque no de la manera en que solían hacerlo las mujeres. No era deseo. No era interés genuino. Era una especie de curiosidad retorcida, un impulso oscuro que se agitaba dentro de él. Quería verla temblar, quería descubrir qué tan fácilmente podía romperla, qué tan rápido podía borrar esa luz que parecía asomarse tímidamente en su mirada.

Evidentemente era inexperta a ese mundo, lo supo en seguida, pero ¿Hasta donde llegaba esa inexperiencia? ¿Podría él acercarse y lograr quebrarla como se veía en el escenario? 

Su mandíbula se tensó. La idea le provocó una punzada de anticipación, pero también lo frustró. No debía ser diferente. No debía verlo diferente. Era solo otra mujer en un mar de cuerpos desechables. Y sin embargo, ahí estaba él, mordiéndose el interior de la mejilla, repitiendo su nombre como si fuera el principio de un juego que aún no comprendía.

Se reclinó en su asiento, permitiéndose una sonrisa imperceptible.

Esa noche, Viktor Koval había encontrado un nuevo interés. Y cuando algo captaba su atención, nunca lo dejaba escapar.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP