El encuentro de Jimmy Wayne con lo que Stacy denominaba como Los Observadores fue similar a lo que había sufrido el terrorista Ibrahim Al Khali. Mientras este último miraba su pierna destrozada por las fauces del gusano/lamprea, el reverendo Jimmy Wayne yacía hecho un ovillo dentro de una enorme caravana abandonada en la carretera. El suelo temblaba como si miles de camiones pesados estuvieran acercándose y Jimmy Wayne no tardó en darse cuenta que el temblor era acompasado, que parecía tener sincronía, ¡Peor aún! Parecía tener vida. El reverendo se refugió en la caravana y se cubrió de pies a cabeza con unas mantas que encontró allí. Las mantas tenían un olor desagradable, como si un perro se hubiera meado encima, pero en ese momento nada de eso importaba en lo absoluto.
Transcurridos unos minutos, el temblor se intensifico tanto, que el auto mismo saltaba unos cen
— Oh, Bill gracias a Dios que te encuentro — Sarah se acercó hasta el automóvil detenido a medio camino de la salida del estacionamiento. Bill la miraba atónito, incapaz de creer lo que estaba pasando. Todo en ella estaba perfectamente igual a como la recordaba. El cabello castaño le llegaba hasta los pechos ondeando en el viento como el pelaje de un pura sangre, la piel blanca y reluciente, ligeramente bronceada en el cuello, un bronceado que a Bill siempre le había encantado; Sarah llevaba una blusa blanca traslucida que resaltaba sus generosos pechos, una falda corta color negro y un par de calcetas blancas y largas completaban la vestimenta. Era el mismo atuendo que Bill había visto muchas veces en las clases que llegó a compartir con Sarah. — Sarah… que… — comenzó Bill — Es lindo ver un rostro conocido – dijo la chica posando sus hermosos ojos color verde en Bill. — ¡Oh! Lo siento, que maleducada soy – añadió mirando a las acompañantes de Bill. — ¿
Dean sobrevolaba las tierras yermas. El sonido del aleteó se unía a los sonidos de grandes explosiones, fuertes terremotos y al sonido ocasional de alguno que otro animal agonizante. El Sol a sus espaldas, parecía del doble de su tamaño normal, la temperatura media en la Tierra había alcanzado los 55 grados centígrados y en los grandes desiertos del mundo, el termómetro alcanzaba fácilmente los 80 grados centígrados (con rachas ocasionales de hasta 100 grados en los desiertos de Atacama y del Sahara). Pese al intenso calor, Dean seguía vestido con una casaca negra y unos pantalones del mismo color con raras incrustaciones que destellaban en cuanto el sol las tocaba. El caballero de la muerte giró a la derecha cuando escuchó una fuerte explosión proveniente de una ciudad cercana. La detonación había sido causada cuando el fuego hubo alcanzado una estación de gasolina. Miles
Martha despertó sobresaltada. Sobre la frente tenía una fina capa de sudor. A medio levantar, apoyada sobre los codos, miró de un lado a otro tratando de reconocer el lugar en el que se encontraba. Una cosa si sabía. Donde quiera que estuviera, el lugar era condenadamente frío; una corriente de aire helado se colaba por la ventana, agitando las cortinas y acariciándole la piel con dedos gélidos. La habitación estaba decorada con pósteres de bandas juveniles y con los flyers promocionales de algunas películas clasificación doble A; un par de lámparas de lava estaban frente al ancho mueble que contenía el televisor y media docena de cajones. El lugar olía a esencia de canela y sobre su cabeza, un ventilador de hélices acumulaba polvo y unas cuantas telarañas. Martha centró su atención en la puerta cuando escuchó voces provenientes de fuera. La p
Madeleine caminaba por la acera e iba tarareando una vieja canción que había escuchado en la radio cuando era una niña. No recordaba el título, pero sí que era una de las favoritas de su padre, que había muerto cuando ella apenas estaba en su más tierna infancia. Llevaba en su mano la bolsa con varios medicamentos de venta libre: analgésicos, aspirinas y antieméticos, además de un par de jeringas. No sabía porque las había comprado, pero su madre siempre solía tener jeringas de sobra en el pequeño botiquín de la casa. “Las inyecciones te curan más rápido, hija” – solía decirle cuando pequeña. A Madeleine le aterraban las agujas, pero, curiosamente, siempre que su madre solicitaba inyecciones, ella mejoraba notablemente. Las había tomado del anaquel más por un instinto que por una verdadera necesidad, pues r&aacu
— ¿Sabes dónde estás? – preguntó la voz de Setri.Brooke abrió lentamente los ojos. Se sentía adormilada, con las extremidades fatigadas como si hubiera caminado una enorme distancia. Asustada, miró alrededor. Su visión era un tanto borrosa y difuminada, pero reconocía perfectamente el lugar en el que estaba: Era una bahía. Una bahía solitaria de arena color ocre rodeada por enormes formaciones rocosas y de un oleaje escaso. Las aguas parecían estáticas por momentos, como si la luna hubiera dejado de ejercer su efecto de marea.Brooke reconoció la figura del hechicero de espaldas a ella y de frente al inmenso océano. Tenía el torso desnudo y las manos extendidas. Una trenza de enramado imposible le colgaba hasta la cintura. El hechicero se volvió y la miró con unos ojos que parecían más los huecos de una calavera. Solo
Martha abrió lentamente los ojos. Sentía una presión en el pecho que le impedía respirar con normalidad, aunado a ello, una sensación aplastante invisible presionaba con fuerza su cuerpo contra la cama. Ya no sentía dolor, pero aquello era casi igual de horrible. Lo último que recordaba era a Bill sosteniéndola entre sus brazos ¿Le había besado la cabeza, mientras ella lloraba y se lamentaba? Le pareció que así había sido, o que, en todo caso, había sido un sueño muy bello.La casa estaba extrañamente silenciosa, no había rastro de las risas y ocurrencias de Madeleine, ni de la voz de Bill, que tan reconfortante le resultaba. Trató de incorporarse, pero la fuerza invisible que se lo impedía parecía no ceder ni un segundo su aplastante presión. Trató de gritar y tampoco pudo, a duras penas brotó de su garganta un leve
El mar de las ánimas estaba embravecido. Sus aguas se agitaban violentamente, creando olas cada vez más grandes y avivando a las criaturas marinas que lo poblaban. Brooke yacía empapada en las arenas, muy cerca de la orilla. El cabello se le pegaba al rostro de tal manera que reducía considerablemente su campo de visión. El cielo estaba teñido de diferentes tonalidades naranjas y rojizas y en el cielo, la luna parecía mirarla, como burlándose de su sufrimiento aprovechándose de su privilegiada posición en el cielo. Las cadenas que la sujetaban estaban fuertemente adheridas a las rocas y Brooke estaba cansada de forcejear. El mar seguía haciendo crecer su furia y lanzó contra ella una ola enorme. Brooke la vio venir, respiró hondo y aguantó la respiración mientras el agua golpeaba con fuerza su delgado cuerpo. La fuerza de la ola, fue tal, que, de no haber sido por las cadenas, la
La multitud estaba congregada frente a la enorme torre. El balcón más próximo al suelo se hallaba a unos diez metros sobre las cabezas de cientos de habitantes en el reino de las criaturas de la noche. Algunos eran feos, de rostros deformes y jorobas prominentes, pero la mayoría tenía un aspecto humano casi perfecto. De hecho, por la salvedad de las enormes alas que llevaban a sus espaldas, la mayoría podrían pasar por humanos, tal y como lo habían hecho Rob, Dean y Brooke durante años. El pueblo estaba reunido y el murmullo de sus voces podía escucharse a varios kilómetros a la redonda. Esperaban ansiosos la salida de la reina al balcón, pues no solo presentarían a los nuevos miembros de la guardia real, sino que por fin habría novedades acerca del futuro del reino y claro, hablarían de la batalla que estaba por venir.Los machos iban vestidos con pesadas e intrincadas ar