Tenía la cara barbada. Había dejado crecer una barba negra y espesa en su hermoso rostro juvenil. Parecía un vagabundo de los que recogen latas, abandonado a su suerte en alguna calle húmeda y cubierta de hojas de periódicos. “Jimmy, ¿qué es lo que te has hecho?” pregunté en un tono tranquilo que anunciaba tormenta.
—¿Te gusta mi nuevo estilo, nena?
—No, no me gusta —respondí fulminándolo con la mirada, sintiendo el olor desagradable de un cuarto y un cuerpo que no habían sido aseados por meses—. ¡¿Qué mierda es lo que estás haciendo con tu vida, Jimmy?!
—¡Me importa un bledo lo que pienses, Claret! —replicó—. ¡Esta es mi nueva vida y mi nuevo estilo y si no te gusta no puedo hacer nada! ¡No eres nadie para decirme lo que debo hacer!
Lo miré fijamente, con ganas
De lo único que estaba convencida desde mi llegada a la ciudad, era que no quería volver a ver a Tía Amanda nunca más. Sin embargo, la visita de Pedro movió mis cimientos. Corrí a saludarlo al verlo parado a la puerta, con las más rara figura que pudiera imaginar. Había venido cargado de un pequeño bolso, una chaqueta arrugada y curtida que hacía juego con sus anchos pantalones pardos, el cabello en el más desconsolado abandono que haya visto, aquella tez pálida y rosácea, y los botines de cuero lustrados que parecieron sorprender mucho a Roberto. Me apresuré a descargarlo de toda la información, aprovechando para mirar severamente a Roberto quien sentado en unos de los sofás de la sala, miraba a Pedro como si fuera una atracción circense, cosa que por poco nos hace pasar de insolentes. Ofrecí a Pedro asiento, mientras escuchaba con el alma en vilo lo que vin
Las palabras escapadas, mitad obscenidades, mitad frases de amor, que farfullaba a mi oído segundos antes de perderse en el torbellino de su orgasmo. La habitación donde maltratada, quedaba tendida sobre una almohada, al borde de la cama, sin fuerzas y llorando de felicidad contra Adal, que satisfecho, encendía un cigarrillo con la habitación aún latiendo y regresando a la normalidad.El solo hecho estar allí me estremecía de una manera inexplicable y por eso traté de controlar a mi corazón cuando Emiliana se marchó. Mientras me adormecía, empecé a pensar lo que me diría tía Amanda, lo que le diría. Estaba segura de que me pediría perdón porque se sentía culpable, pero no sabía lo que haría yo. Querría hacerle daño, sin duda, insultarla y después matarla con mis propias manos y no me sentiría culp
—¿Perdonarla por qué?—¡Por todo lo que te hice! —exclamó, inquieta, sin poder mirarme a la cara. Se sentía, lo percibía en lo más hondo de sus ojos, que rememorar todo aquello la avergonzaba. Tenía que aprovechar ese momento, tenía que llevar esa conversación al máximo de crueldad posible.—¿Cómo qué? —pregunté explorando su rostro, como si quisiera sacarle las respuestas con mi mirada—. Dígame qué fue lo que me hizo para recordarlo, porque ya se me olvidó.Ahora me miraba fijamente, moviendo los labios como si quisiera hablar pero no podía.—Ah que mal —dije, haciendo un puchero—. ¿Ya no recuerda todas las marcas y moretones en mis brazos, en mis piernas, en mi espalda y hasta en mi cara? ¿Todas las humillaciones a las que me sometió en el cuarto de
Adal era como el buen vino, pasaban los años y él estaba cada vez mejor. Se bajó del auto que conducía Jordán, sonriendo, como siempre, llenando todo de luz con su esplendidez. Vestía una chaqueta marrón cerrada hasta el cuello, una bufanda negra, jeans oscuros y botas de montaña. Esa altura que me dominaba, ese cuerpo grueso y robusto, el cabello largo cubriendo las orejas, su barba negra y espesa. Luego de dos años, lucía más guapo. Rápidamente un grupo de trabajadores se acercó para recibirlo, incluidas algunas mujeres de la cocina. Me sentí de pronto como la primera vez que lo vi entre los trabajadores en el patio, con mi angustia y mi desesperación, no revolcada en barro pero sí bañada en lágrimas, no como una niña de doce años pero sí como una mujer de veinticuatro. Mujeres y niños empezaron a pasar delante de él o a a
Tenía que devolverle la confianza que por mi causa había perdido—. Él es un hombre sumamente ocupado, no tiene tiempo para estas cosas...—Te quiero, Claret —me interrumpió rápidamente y yo cerré los ojos, conteniendo un suspiro tembloroso, sintiendo al mismo tiempo pena por él, por mí. No quería lastimarlo, no quería herirlo. Lo último que quería era causarle daño otra vez.—Yo también te quiero, Jimmy, no lo dudes jamás. —Y durante el momento que callamos, pensé odiosamente en tía Amanda—. Jimmy, ¿qué piensas acerca del matrimonio? —Él emitió un raro sonido gutural, quizá sorprendido por la rapidez con que cambié de tema.—No lo sé... yo creo que funciona en los cuentos de hadas.—¿Y en la vida real? —Se hizo un silencio s
Me miró indignado, moviendo la cabeza con triste ademán y en un arranque de furia, espetó:—Es increíble en lo que te has convertido...—Y tú eres un malagradecido... —solté, clavándole mi mirada vidriosa—. ¡Infame!Me lanzó una mirada dura y salió de la casa, obstinado, terminando así con mi entusiasmo. Confusa, con lágrimas en los ojos, me senté a la mesa y lloré por todas las cosas que en años no había llorado. Luisa se me acercó y acarició mi cabeza tiernamente. Se ofreció a ayudarme a recoger la mesa y no la dejé, sabía que debía volver a cuidar el lecho de tía Amanda. “Lo haré yo, viejita —le dije—. Ve con ella”. Pasó un buen rato cuando me vi de nuevo en el lugar donde podía escapar de mis
Y me estrechó con fuerza entre sus brazos y nos besamos con furia, intensamente, y aun con Jimmy clavado en mi mente, mis manos temblorosas empezaron a desabrocharle la camisa mientras él desnudaba mi pecho para sentir mis senos calientes contra él.—Sabes que estoy con Jimmy, que llevo mucho tiempo con él —jadeé.—Jamás te pediré que lo dejes...—Pero, ¿por que no me lo pides? Yo quisiera que...Y ahogó mis palabras con sus besos desenfrenados, redoblando el ataque, sentándome sobre la mesa con un afán inmoderado. No supe qué hacer, sus besos, sus caricias, la presión de su cosa erecta sobre mi sexo, me llevaban irremediablemente al vicio infernal que era el hecho de amarnos con la carne.—No puede haber otra forma, Claret, no puedo pedirte semejante cosa —dijo él sin dejar de besarme, avivando el fuego que ard&iacu
¿Qué es lo realmente valioso en la vida y cómo conservarlo? Quien no se haya planteado espontáneamente esta pregunta, bien sea por una corazonada o intuición, terminará haciéndosela de todas formas, obligado por alguna desgracia o un revés atroz, por la enfermedad o la muerte. Aunque al final, la vida es la que enseña a vivir, seguiremos equivocándonos del mismo modo sin comprender que no hay reglas que versen sobre la manera de vivir, porque no hay ciencia en la vida, simplemente transcurre, indescifrable y misteriosa. Vivimos con una sensación de permanente miedo y zozobra, cuando en realidad todo lo que nos sucede es tan habitual y natural como el hecho de que se repite miles de veces en nuestra existencia. Entonces ¿por qué no podemos habituarnos a la naturalidad inevitable de lo que nos pasa? Día a día se producen noticias despiadadas que suceden en el mundo común: in