—¿Perdonarla por qué?
—¡Por todo lo que te hice! —exclamó, inquieta, sin poder mirarme a la cara. Se sentía, lo percibía en lo más hondo de sus ojos, que rememorar todo aquello la avergonzaba. Tenía que aprovechar ese momento, tenía que llevar esa conversación al máximo de crueldad posible.
—¿Cómo qué? —pregunté explorando su rostro, como si quisiera sacarle las respuestas con mi mirada—. Dígame qué fue lo que me hizo para recordarlo, porque ya se me olvidó.
Ahora me miraba fijamente, moviendo los labios como si quisiera hablar pero no podía.
—Ah que mal —dije, haciendo un puchero—. ¿Ya no recuerda todas las marcas y moretones en mis brazos, en mis piernas, en mi espalda y hasta en mi cara? ¿Todas las humillaciones a las que me sometió en el cuarto de
Adal era como el buen vino, pasaban los años y él estaba cada vez mejor. Se bajó del auto que conducía Jordán, sonriendo, como siempre, llenando todo de luz con su esplendidez. Vestía una chaqueta marrón cerrada hasta el cuello, una bufanda negra, jeans oscuros y botas de montaña. Esa altura que me dominaba, ese cuerpo grueso y robusto, el cabello largo cubriendo las orejas, su barba negra y espesa. Luego de dos años, lucía más guapo. Rápidamente un grupo de trabajadores se acercó para recibirlo, incluidas algunas mujeres de la cocina. Me sentí de pronto como la primera vez que lo vi entre los trabajadores en el patio, con mi angustia y mi desesperación, no revolcada en barro pero sí bañada en lágrimas, no como una niña de doce años pero sí como una mujer de veinticuatro. Mujeres y niños empezaron a pasar delante de él o a a
Tenía que devolverle la confianza que por mi causa había perdido—. Él es un hombre sumamente ocupado, no tiene tiempo para estas cosas...—Te quiero, Claret —me interrumpió rápidamente y yo cerré los ojos, conteniendo un suspiro tembloroso, sintiendo al mismo tiempo pena por él, por mí. No quería lastimarlo, no quería herirlo. Lo último que quería era causarle daño otra vez.—Yo también te quiero, Jimmy, no lo dudes jamás. —Y durante el momento que callamos, pensé odiosamente en tía Amanda—. Jimmy, ¿qué piensas acerca del matrimonio? —Él emitió un raro sonido gutural, quizá sorprendido por la rapidez con que cambié de tema.—No lo sé... yo creo que funciona en los cuentos de hadas.—¿Y en la vida real? —Se hizo un silencio s
Me miró indignado, moviendo la cabeza con triste ademán y en un arranque de furia, espetó:—Es increíble en lo que te has convertido...—Y tú eres un malagradecido... —solté, clavándole mi mirada vidriosa—. ¡Infame!Me lanzó una mirada dura y salió de la casa, obstinado, terminando así con mi entusiasmo. Confusa, con lágrimas en los ojos, me senté a la mesa y lloré por todas las cosas que en años no había llorado. Luisa se me acercó y acarició mi cabeza tiernamente. Se ofreció a ayudarme a recoger la mesa y no la dejé, sabía que debía volver a cuidar el lecho de tía Amanda. “Lo haré yo, viejita —le dije—. Ve con ella”. Pasó un buen rato cuando me vi de nuevo en el lugar donde podía escapar de mis
Y me estrechó con fuerza entre sus brazos y nos besamos con furia, intensamente, y aun con Jimmy clavado en mi mente, mis manos temblorosas empezaron a desabrocharle la camisa mientras él desnudaba mi pecho para sentir mis senos calientes contra él.—Sabes que estoy con Jimmy, que llevo mucho tiempo con él —jadeé.—Jamás te pediré que lo dejes...—Pero, ¿por que no me lo pides? Yo quisiera que...Y ahogó mis palabras con sus besos desenfrenados, redoblando el ataque, sentándome sobre la mesa con un afán inmoderado. No supe qué hacer, sus besos, sus caricias, la presión de su cosa erecta sobre mi sexo, me llevaban irremediablemente al vicio infernal que era el hecho de amarnos con la carne.—No puede haber otra forma, Claret, no puedo pedirte semejante cosa —dijo él sin dejar de besarme, avivando el fuego que ard&iacu
¿Qué es lo realmente valioso en la vida y cómo conservarlo? Quien no se haya planteado espontáneamente esta pregunta, bien sea por una corazonada o intuición, terminará haciéndosela de todas formas, obligado por alguna desgracia o un revés atroz, por la enfermedad o la muerte. Aunque al final, la vida es la que enseña a vivir, seguiremos equivocándonos del mismo modo sin comprender que no hay reglas que versen sobre la manera de vivir, porque no hay ciencia en la vida, simplemente transcurre, indescifrable y misteriosa. Vivimos con una sensación de permanente miedo y zozobra, cuando en realidad todo lo que nos sucede es tan habitual y natural como el hecho de que se repite miles de veces en nuestra existencia. Entonces ¿por qué no podemos habituarnos a la naturalidad inevitable de lo que nos pasa? Día a día se producen noticias despiadadas que suceden en el mundo común: in
Súbitamente la voz de Adal se transformó. Ahora parecía fría y despectiva. Me estremeció.—Por Dios... —tartamudeó tía Amanda, sobresaltada.—Sí, es cierto. A partir de ese día ella empezó a correr peligro, ¿sabe? Estaba rondando apenas los trece años cuando puse mis ojos en ella. —Suspiró—. La sentí como el despertar de un susurro imperceptible, una pluma en el viento que se acercaba hasta mí. Me resistí, lo confieso, pero ni yo mismo me di cuenta que mis redes ya estaban tendidas, esperándola. Su piel era de cielo, su cabello de río y sus ojos eran como el sol, toda ella era una naturaleza salvaje y espléndida que me sacudía. Bueno, se veía triste y falta de cariño aquella tarde en el puente. Había algo dentro de ella... no lo podría definir, solo sé que mi red esta
—¿En qué?—En despedirte —solté, lanzándole una mirada desafiante—. ¡Eres un experto en despedidas! —Una expresión pasmada y ofendida se dibujó en su rostro. Frunció el ceño, fulminándome con la mirada—. Desde que llegaste a mi vida no has sido más que una despedida, un recuerdo vacío y sin esperanza.—¡Así han sido las cosas entre nosotros, Claret! —replicó, enérgicamente—. No puede haber otra forma. ¿Quieres que te demuestre por qué un amor como el nuestro jamás funcionaría?—¡Por supuesto que sí! —contesté, irguiéndome con aires de superioridad—. ¡Demuéstramelo!Y lo miré fijamente a los ojos y los suyos rehuyeron hacia el suéter blanco que tenía puesto. Con él llevaba unos jeans
Estaba recogiendo mis cosas para marcharme. Visitaría a mi familia en compañía de mi madre, quien movida por la repentina muerte de tía Amanda, había venido desde la aldea para estar presente en el funeral. Mientras sacaba mi ropa del closet, tenía momentos de verdadera desesperación. Lloraba de a ratos. Mi sentimiento de frustración era tan grande que me sentía desmayar. En otros, me sentaba en la cama, como distraída por mi pena, fijándome en los pequeños detalles de la habitación: la puerta rústica con herrajes artesanos hechos en forja de fragua, una ventana antigua de gran tamaño con sus maderas gastadas por el tiempo y que tenía a un lado, un reloj antiguo cuyas pulsaciones de tiempo marcadas por su péndola, me llevaban al borde de la más profunda decepción. En eso, Emiliana puso un pie en el umbral de la puerta, vistiendo de negro y me sonri&oac