—¿Podemos ir… al bosquecito de allá?—Está bien.Era una tarde tranquila y el lugar estaba vacío. Alejandro no esperó más, sus ojos fríos como el hielo.—¿Por qué no te quedaste en la villa Trébol? ¿Por qué no aceptaste la manutención? —Su voz era una mezcla de frustración y furia contenida.Luciana parpadeó, un tanto sorprendida, y luego sonrió suavemente.—Ya lo sabes todo, ¿verdad? —Dijo, masajeando su muñeca, algo resignada—. Te lo dije en el hospital, que no quería nada, pero como no aceptaste, no me quedó otra que actuar así. —Su voz se hizo más firme—. Te lo repito, Alejandro: no quiero nada.—Luciana…—Déjame terminar —lo interrumpió, su mirada titilando con una pizca de tristeza—. No puedo aceptar tu dinero.Lo miró con una sonrisa suave pero fría.—Primero, entre nosotros no hay amor, no hay nada de eso de que “me debas algo” —explicó, bajando la voz—. Segundo, mi hijo no es tuyo; tú no tienes ninguna obligación conmigo.Alejandro sintió que el pecho se le encogía, un dolor q
Luciana miró hacia la voz. Era Mónica.—Hola —respondió la dependienta, dispuesta a atenderla—. ¿En qué puedo ayudarle?Mónica sacó una lista y se la extendió.—Quiero todo esto.—Claro, enseguida —dijo la dependienta, revisando la lista, hasta que su expresión se tornó incómoda.—Todo lo demás está disponible… pero el pastel de espino se ha terminado. Solo tendremos más hasta mañana.—¿Terminado? —Mónica, con mirada aguda, vio los últimos pedazos en el mostrador y frunció el ceño—. ¿Y eso qué es?La dependienta miró a Luciana y, con una sonrisa, explicó:—Esta cliente los compró.—¿Ah? —Mónica entonces miró a Luciana, como si recién notara su presencia—. Oh, eres tú.Le hizo un pequeño gesto, casi una vaga señal de saludo, antes de girarse hacia la dependienta.—El pastel de espino lo quiero yo, ¿me escuchaste? —le ordenó en un tono imperativo—. ¿Qué esperas? Empácalo ya.La dependienta dudó, visiblemente incómoda.—Pero…La campanilla de la puerta sonó cuando Alejandro entró. Su mira
La dependienta quedó boquiabierta. ¿Era realmente Alejandro Guzmán? Al final, ¿qué podía decir?—Por supuesto, señor Guzmán. Lo arreglaré de inmediato.***Luciana regresó al departamento de Martina sin haber conseguido sus ansiados dulces de espino. Al pasar por una tiendita de snacks en la calle de atrás, compró algo al azar. Sin embargo, al abrirlo y probarlo, frunció el ceño: el sabor era terrible. También miró la comida que Martina le había dejado en la mesa para el almuerzo, pero no tenía apetito.Quizás era culpa de las hormonas del embarazo, pero de pronto, una tristeza inexplicable la invadió. Se tumbó en la cama, enterrando la cara en la almohada, y comenzó a llorar desconsolada.—¡Wuuu! ¡Wuuu! —sollozaba entre lágrimas.Martina entró al cuarto y se llevó un buen susto al verla así.—¿Luci, qué te pasa?—¡Marti! —lloriqueó Luciana, como una niña pequeña—. No puedo comer nada… ¿qué voy a hacer? —Sostuvo su vientre con las manos—. Si no como, ¿se me va a ir? ¿Y si lo pierdo por
Él la observó, en sus ojos una mezcla de incomprensión y, tal vez, arrepentimiento.—¿Por qué no? —insistió, con una voz quebrada por la tensión—. ¿No los querías?Alejandro sentía que la entendía bien; sabía que ella no era alguien a quien le importara mucho la comida. Si había ido hasta la tienda ese día, era porque realmente le apetecían. Pero su rechazo le daba a entender que, efectivamente, estaba molesta.Él respiró hondo, sintiendo un dolor sordo en el pecho, y se armó de paciencia para hablar con ella en tono conciliador.—¿Sigues enojada? Te dije que lo compartiríamos, ¿por qué te fuiste sin llevar nada?Luciana lo miró, incrédula, con sus ojos centelleando de rabia.—¿Me lo dices en serio? ¡Fui yo quien lo pidió primero! Pero llegaron ustedes a quitármelo como si fuera un favor dejarme algo. ¿Querías que agradeciera y me sintiera honrada?Alejandro se quedó en silencio, sorprendido, las palabras atrapadas en su garganta. Intentó explicarse, sin mucha seguridad:—No… no sabía
—Mhmm… —Luciana aspiró el aire y, sin poder evitarlo, su estómago reaccionó—. Huele tan ácido…Su boca se llenó de saliva al instante, y, casi sin pensarlo, tragó.Fernando, que la observaba con atención, sonrió con suavidad.—¿Quieres probar?Luciana asintió sin dudar.—Sí.Fernando le ofreció una cucharada. El sabor fue tan fuerte y ácido que Luciana entrecerró los ojos.—¿Está demasiado ácido? —preguntó Fernando, preocupado.—No, no. Está perfecto. —Luciana negó con la cabeza, sonriendo por primera vez en mucho tiempo.—Está delicioso. —Con la boca llena, preguntó—. ¿Qué es esto?—Ciruelas en vino.Fernando sonrió, satisfecho de verla comer.—Si te gusta, hay más frutas.Sacó otro recipiente con un poco de arroz con leche.—Ahora, come un poco de esto.Le ofreció la cuchara sin que Luciana tuviera que mover un dedo.—Ve despacio, no te fuerces. Si no puedes, no pasa nada.—Lo sé.Afortunadamente, esta vez, Luciana no rechazó la comida.Fernando la observaba con ansiedad.—¿Está bien
La noche del viernes, Alejandro llegó a la casa de Mónica para cenar con sus padres.Durante la comida, Clara, con una sonrisa que pretendía ser casual, miró a su esposo y sacó un tema.—Amor, tu cumpleaños está cerca. Aunque no sea el día exacto, no podemos dejarlo pasar. ¿Tienes alguna idea? ¿Quieres celebrarlo en casa o salir?No era una pregunta cualquiera, y Alejandro lo entendió de inmediato. Si tenía intención de mostrar su compromiso, esta era la oportunidad perfecta para encargarse de todo. Así, ellos quedarían bien y, de paso, ahorrarían dinero.No los decepcionó. Alejandro se quedó en silencio por unos segundos antes de asentir con seriedad.—El cumpleaños de don Ricardo no puede tomarse a la ligera. Si ustedes confían en mí, puedo encargarme de toda la organización.Clara fingió modestia, aunque sus ojos brillaban de satisfacción.—¿De verdad? Ay, no sé si está bien aceptar…—No es necesario. —Ricardo intentó rechazar la oferta, aunque su tono carecía de convicción—. Es un
Para él, no había límites: si era necesario ir al cielo o al fondo del mar, lo haría, siempre y cuando Luciana pudiera comer algo.Aquella mañana, Luciana había mencionado con nostalgia que tenía antojo de cerezas. Sin pensarlo dos veces, Fernando condujo dos horas hasta un campo de cultivo en una ciudad vecina. Allí, bajo el sol, las recogió personalmente, seleccionando solo las más frescas y maduras.De regreso, manejó otras dos horas con una única misión en mente: entregarle las cerezas recién cortadas a Luciana. Al llegar a la puerta del apartamento de Martina, cargaba con una canasta rebosante de fruta.—¡Wow! —exclamó Martina, impresionada—. ¡Qué frescas están!Las cerezas, grandes, rojas y relucientes, aún tenían gotas de rocío en su superficie. Luciana, parada cerca, las observaba con los ojos brillantes y tragaba saliva casi sin darse cuenta.—Voy a lavarlas para ti, no te muevas de ahí, ¿eh? —dijo Martina con una sonrisa, guiñándole un ojo antes de dirigirse a la cocina.—Mhm
La primera sensación al sostenerla fue un golpe en el pecho: «¿Por qué estaba tan delgada?»Luciana siempre había sido menuda, pero ahora parecía que el viento podría llevársela.No había tiempo para preguntas. Lo urgente era ocuparse de ella.—¿Traes azúcar? ¿Algún dulce? —preguntó, su voz tensa con preocupación.Luciana apenas logró asentir, débil. Con esfuerzo, abrió la boca y señaló una pastilla que ya tenía en su interior.¿Azúcar y aún así se siente así de mal?El rostro de Alejandro se oscureció. Sin pensarlo dos veces, la levantó en brazos.—No… —Luciana intentó protestar, pero su voz apenas fue un susurro—. Bájame…Su resistencia era tan débil que parecía insignificante.—¿Vas a decirme otra vez que no quieres aceptar la ayuda de un desconocido? —su voz tenía un tono frío, teñido de sarcasmo.Ella bajó la mirada, mordiéndose el labio. No dijo nada, pero su silencio fue suficiente respuesta.—Luciana Herrera —pronunció su nombre completo con severidad—. ¿Qué clase de persona cr