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Capítulo 2 — Sin hogar, sin destino

Capítulo 2 — Sin hogar, sin destino

Narrador:

La noche era espesa, el aire cargado de humedad y el asfalto aún retenía el calor del día. Nadia caminaba con pasos erráticos, su bolso colgando del hombro como un lastre, su ropa pegándose a su piel por el sudor frío que la cubría. No miraba atrás, no quería hacerlo. Si miraba atrás, tal vez se derrumbaría. No tenía a dónde ir. No tenía a quién llamar. No tenía nada. Solo el eco de aquella voz repugnante resonando en su cabeza.

—Anda, bonita… ven a sentarte en la falda de papi, que quiere hacerte unos cariños…

La bilis le subió a la garganta, pero la tragó de vuelta. No podía permitirse flaquear. No ahora. No cuando por fin había escapado.

Había pasado toda su vida encerrada en un infierno del que parecía imposible huir. Una madre que no era más que una sombra vacía, con el aliento apestando a alcohol y los ojos nublados por la dependencia. Y él… ese asqueroso bastardo que la acechaba como un lobo esperando el momento perfecto para saltar sobre su presa. Años de esquivar sus manos, de cerrarle la puerta en la cara, de dormir con un cuchillo bajo la almohada. Años de soportar el silencio cómplice de su madre, quien, cuando la oía llorar, solo se limitaba a tomar otro sorbo de su botella y girar la cabeza. Años de terror.

Pero ya no más. Ya no era su víctima. Ya no era su prisionera. Ahora era… nada. Porque la libertad sin un destino era solo otra forma de condena. La plaza en la que se dejó caer parecía un refugio suficiente por esa noche. Buscó la sombra de un árbol, evitando el resplandor de los faroles. No quería que nadie la viera. No quería preguntas. Sus dedos se aferraron a su bolso con fuerza. Era lo único que tenía. Una muda de ropa. Un viejo monedero vacío. Ni una moneda. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro tembloroso. No podía ir a un refugio. Su madre la buscaría allí. Y si la encontraba, la arrastraría de vuelta, la entregaría a ese malnacido con una sonrisa de complacencia, como si fuera una ofrenda. Un escalofrío la recorrió y se abrazó a sí misma. Un sonido tras ella la hizo tensarse.

—No te asustes —dijo una voz dulce y serena —No te haré daño. —Giró la cabeza con un sobresalto. Era una joven, de su edad o quizá un poco mayor. Tenía el cabello en una coleta desordenada y sostenía dos vasos de cartón con ambas manos. —¿Quieres algo caliente de beber? Tengo café y té —continuó con una sonrisa amable. Nadia no respondió. Solo la miró, analizando si podía confiar en ella. —Hace frío —insistió la chica, alzando un poco uno de los vasos—. Te vendría bien aceptar mi ofrecimiento.

Nadia asintió lentamente y tomó el vaso. El calor le quemó los dedos, pero fue una quemadura reconfortante.

—Gracias… —murmuró, su voz ronca.

La chica dejó un envoltorio a su lado.

—Es pastel de manzana. Lo hizo mi madre. Si tienes hambre, tómalo. Si mañana sigues aquí, te traeré más. Y si quieres, podemos conversar un rato.

Nadia la miró sin comprender.

—¿Por qué haces esto?

La sonrisa de la chica se amplió.

—Porque alguien lo hizo por mí una vez.

Y sin esperar respuesta, se alejó, repitiendo su gesto con cada persona en la plaza. Nadia observó la escena en silencio. Y fue en ese momento cuando la realidad la golpeó con la fuerza de un tren en movimiento. Ella ya no era parte del mundo que conocía. Ahora pertenecía a la casta de los invisibles.

La noche avanzó lenta y cruel. El hambre retorció su estómago, pero el miedo a que alguien intentara robarle el pastel la obligó a comerlo rápidamente, escondiéndolo en la manga de su chaqueta mientras lo devoraba. No sabía cómo funcionaban las reglas de la calle. Pero lo aprendería. Y lo aprendió rápido.

—Estás sentada en mi cama.

La voz ronca y amenazante la hizo saltar.

Un hombre, de unos treinta o cuarenta años, con la ropa hecha harapos y el rostro surcado por la mugre, la miraba con expresión severa.

—Lárgate, si no quieres que te lastime.

El hedor que desprendía era suficiente para hacerla retroceder, pero no quería problemas.

—Lo siento —murmuró, poniéndose de pie—. No sabía que dormías aquí.

El hombre la estudió por un momento, luego señaló otra banca con un movimiento de cabeza.

—Allí dormía Azucena. Pero hace un par de días no despertó. Se la llevaron en una ambulancia y no volvió.

La sangre de Nadia se heló.

—¿Murió?

El hombre se rascó la cabeza con desgano.

—Eso parece. Pero no creo que le moleste que ocupes su cama.

Nadia tragó saliva y asintió.

—Gracias.

Se acomodó en la banca vacía, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. Azucena. No sabía quién era. No sabía su historia. Pero su vida había terminado en una banca, sola y sin nadie que llorara por ella. ¿Ese era su destino también? El cansancio la venció antes de que pudiera responderse. Pero el sueño no fue reparador. Fue solo una pausa antes de la siguiente batalla. La madrugada estaba aún oscura cuando sintió que algo cálido cubría su cuerpo. Abrió los ojos con un sobresalto. Alguien le había puesto una manta encima. Levantó la mirada y vio a un joven arrodillado junto a ella. Estaba limpio, con el cabello oscuro y bien peinado.

—Hola —saludó él con una sonrisa—. Supuse que tenías frío.

Nadia entrecerró los ojos con desconfianza.

—¿Quién eres?

—Ismael.

Le extendió una tarjeta.

—La noche es dura para la gente como nosotros. Si necesitas un lugar donde quedarte, trabajo o ayuda, ven aquí.

Nadia tomó la tarjeta con dedos temblorosos y la leyó.

"Grupo de apoyo.

  Si no tienes trabajo, qué comer o dónde dormir.

  Nosotros podemos ayudarte.

  Abierto las 24 horas."

Su primer instinto fue arrugarla y tirarla. No era una adicta. No era una de ellos. Pero la realidad la golpeó de nuevo. No era diferente. Ella también estaba allí. Cuando levantó la vista, Ismael ya se había marchado. La tarjeta seguía en su mano. Y por primera vez desde que escapó, sintió que tal vez, solo tal vez… No estaba completamente sola.

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