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Capítulo 3 —Cincuenta por la tarde entera

Capítulo 3 —Cincuenta por la tarde entera

Narrador:

El amanecer pintaba el cielo de tonos naranjas y rosados mientras Nadia se incorporaba lentamente de la banca. Sus músculos protestaron con cada movimiento, su espalda rígida por haber dormido en una posición incómoda.

—Bien, Nadia… sigues viva —susurró para sí misma, frotándose el rostro con las manos.

Se enderezó y miró a su alrededor. La plaza todavía estaba tranquila, con algunos indigentes removiéndose bajo sus mantas improvisadas. El estómago le rugió con un vacío punzante. Tenía hambre. Y, más urgente aún, necesitaba un baño. Se puso en pie y comenzó a caminar. Tal vez encontraría algún lugar donde pudiera entrar al menos a lavarse la cara. Pero cada intento fue peor que el anterior.

—No damos caridad aquí.

—No puedes usar este baño.

—Largo.

Cada rechazo se sentía como un golpe directo a su dignidad. Finalmente, con la desesperación mordiéndole los talones, encontró una zona con arbustos altos y, con el rostro ardiendo de vergüenza, se obligó a hacer lo que tantas veces había jurado que jamás haría.

—Bienvenida a la mie*rda de vida que te tocó —murmuró con amargura mientras salía de su escondite, limpiándose las manos en los jeans gastados.

Con el orgullo hecho trizas, caminó sin rumbo, alejándose del centro de la ciudad. Las calles comenzaron a ensancharse, los edificios dando paso a casas grandes, algunas de ellas descuidadas, otras completamente abandonadas. Sus ojos recorrieron las fachadas con atención. No era la primera vez que escuchaba de personas que ocupaban viviendas vacías. Se detuvo frente a una en particular. No era una mansión, pero tenía una arquitectura exquisita, con detalles en hierro forjado y una entrada de mármol cubierta de maleza. El portón de hierro negro estaba invadido por enredaderas secas.

—Solo voy a mirar… —se dijo, como si eso hiciera que lo que estaba a punto de hacer fuera menos ilegal.

Empujó el portón con cuidado. Se movió con un chirrido oxidado, pero sin resistencia. El jardín estaba descuidado, con hierba alta cubriendo los senderos de piedra. Aún así, la casa no parecía en ruinas. No era un sitio abandonado a su suerte. Alguien la había dejado atrás… Subió los escalones de la entrada con cautela y probó la puerta. Cerrada. Por supuesto. Dudó por un instante, pero luego, con la determinación de alguien que ya no tenía nada que perder, comenzó a revisar las macetas del porche.

—Vamos, vamos… alguien tuvo que ser lo suficientemente descuidado… —Sus dedos rozaron algo frío y metálico bajo una de ellas. Una llave. Su corazón latió con fuerza. La tomó con manos temblorosas, la insertó en la cerradura y giró. El sonido del seguro cediendo fue el más hermoso que había escuchado en días. Empujó la puerta y el interior de la casa la envolvió en penumbras polvorientas. Era hermosa. El suelo de madera crujió bajo sus pies mientras avanzaba con cautela. El mobiliario estaba cubierto con sábanas blancas, dándole a la estancia un aspecto fantasmal. Un gran salón se extendía ante ella, con una escalera majestuosa que conducía al piso superior. Se quedó en medio de la estancia, sintiendo cómo el aire cargado de polvo llenaba sus pulmones. —Si esto fuera una película de terror, ahora mismo me mataría un fantasma —murmuró, dándose una media sonrisa. Pero no había fantasmas. Solo una casa olvidada. Y una oportunidad. Sus pasos la llevaron hasta la cocina. Cuando abrió las alacenas, el aire se le atascó en la garganta. Latas de comida. Alguien había dejado la despensa abastecida y nunca volvió. Abrió el grifo. El agua salió con un rugido inicial, pero pronto fluyó con normalidad. Presionó el interruptor de la luz. La lámpara titiló y luego iluminó la habitación con una luz amarilla. —Esto es demasiado bueno para ser cierto… —susurró, mordiéndose el labio inferior. Pero si todo funcionaba, significaba que podía quedarse. Al menos por ahora. Subió las escaleras con cautela y encontró un dormitorio amplio con una chimenea de piedra blanca. La cama estaba cubierta con una sábana protectora, pero el colchón se sentía firme. No pudo evitar sonreír. —Creo que acabo de encontrar un palacio. —Lo primero que hizo fue darse un baño. El agua caliente le quemó la piel, pero no le importó. Se frotó el cuerpo con desesperación, como si con eso pudiera borrar los últimos días. Cuando salió de la ducha, se sintió humana otra vez. Se vistió con ropa limpia de su escasa muda y dejó la sucia remojando en el lavabo. Luego, encendió la chimenea con leña del depósito y tomó una de las latas de guisado. La calentó sobre el fuego y se sentó frente a él, con el plato en las manos. Cada bocado supo a gloria. El calor del hogar, el estómago lleno y la sensación de estar a salvo hicieron que, por primera vez en mucho tiempo, los músculos de su cuerpo se aflojaran. El cansancio la golpeó de lleno. Bostezó y se deslizó bajo las sábanas con un suspiro. —Un día más… —murmuró antes de que el sueño la arrastrara al vacío. Por primera vez en mucho tiempo… durmió profundamente.

El sonido del teléfono que Ismael le había dado para mentenerse en contacto, vibrando sobre la mesita de noche la sacó bruscamente del sueño. Nadia entreabrió los ojos, confundida por unos segundos. No estaba en la calle. No estaba en la banca de la plaza. Estaba en la casa. El teléfono seguía vibrando. Lo tomó con dedos torpes y deslizó la pantalla sin mirar el nombre.

—¿Sí?

—Nadia, buenos días.

El sonido de su voz la hizo despertar de golpe, anque era el único que podía llamarla, pues no tenía otro contacto.

—Ismael… ¿qué sucede?

—¿Te gustaría ganar un poco de dinero fácil? —preguntó con tono casual.

Nadia se incorporó en la cama.

—Eso suena sospechoso.

Ismael rió.

—Tranquila, es algo legal. Vamos a pintar el salón de la ONG y necesitamos manos extra. Te pagaré por tu tiempo si vienes a ayudarme.

Pintar. No era precisamente la forma en la que imaginaba ganar dinero, pero no estaba en posición de rechazarlo.

—¿Cuánto?

—Cincuenta por la tarde entera.

—Estoy en camino.

Se levantó rápidamente, se lavó la cara y se vistió con la ropa más cómoda que tenía. Si iba a pasar horas pintando, lo último que necesitaba era sentirse atrapada en prendas ajustadas. El lugar estaba más animado de lo normal cuando llegó. Un par de voluntarios ya estaban organizando las cosas, cubriendo los muebles con plásticos y asegurando las esquinas con cinta adhesiva. Ismael la recibió con una sonrisa.

—Sabía que vendrías.

—Por cincuenta, haría mucho más que pintar —bromeó ella, aunque en el fondo, la desesperación por el dinero no era un chiste.

Él le tendió una brocha.

—Vamos, ponte manos a la obra.

Las primeras horas pasaron rápido. Había música de fondo, risas ocasionales y un ambiente casi agradable. Nadia incluso sintió que podía relajarse un poco. Hasta que escuchó la puerta abrirse. Y la voz.

—Espero que la pintura sea de buena calidad.

Su cuerpo se congeló. Esa voz… El cubo de pintura en su mano tembló. Se giró lo suficiente para verlo desde el rabillo del ojo, sin moverse demasiado. Allí estaba él, Massimo. Con un jean oscuro y una camisa ne*gra que resaltaba el poder de su cuerpo. Tenía las mangas ligeramente remangadas, dejando al descubierto sus antebrazos fuertes. Y lo peor de todo. Sonreía. No la sonrisa fría y calculada con la que la había atrapado del brazo días atrás. No. Era una sonrisa relajada, como si realmente estuviera disfrutando del momento.

—Massimo, no tienes que ensuciarte las manos —bromeó Ismael —con que hayas pagado la pintura es más que suficiente.

—Si voy a pagar por algo, me gusta ver que se haga bien —respondió él con un encogimiento de hombros.

Nadia sintió que su respiración se volvía superficial. No podía estar allí. No podía dejar que él la viera, no sabía el porqué, pero si que no quería cruzarse con él. Sin pensarlo dos veces, dejó el cubo de pintura con la mayor discreción posible y caminó hacia la parte trasera del salón. Buscó una salida, cualquier cosa que la alejara de su presencia. Encontró la puerta del baño. Se deslizó dentro y cerró con suavidad, apoyando la espalda contra la puerta. Su corazón latía con fuerza. No podía creer que estuviera huyendo de él.

—Eres patética —se susurró a sí misma, frotándose la cara con ambas manos.

No podía quedarse allí para siempre. Tenía que salir eventualmente, pero… no ahora. No mientras él estuviera allí, con esa sonrisa y esos ojos que parecían verlo todo. Se quedó quieta, escuchando el sonido de las voces afuera. Esperó. Y cuando notó que la atención de todos estaba en otra cosa, abrió la puerta lo suficiente para asomar la cabeza. Massimo estaba concentrado en una conversación con Ismael, dándole la espalda a la salida. Era su oportunidad. Salió del baño con pasos rápidos, sin voltear atrás, cruzó el pasillo y llegó hasta la puerta principal. Un respiro más profundo. Un último vistazo alrededor. Y luego, sin hacer ruido, se deslizó fuera del edificio, perdiéndose en la calle antes de que alguien notara su ausencia.

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