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Capítulo 3: Muros de Hielo

Luciana llegó a la casa de Alexander Varnell al día siguiente con una mezcla de determinación y un leve atisbo de ansiedad. Algo en su conversación anterior la había inquietado. “Una vez amé a alguien. Y me destruyó.” La confesión había sido rápida, casi un susurro en la brisa, pero el peso en su tono le dijo que esas palabras cargaban años de heridas.

Sin embargo, no estaba allí para jugar a la psicóloga con un hombre que claramente se esforzaba en mantener a la gente fuera de su vida. Su único trabajo era ayudarlo a escribir. Nada más.

Respiró hondo antes de cruzar la puerta y se encontró con Margot, la asistenta, quien la miró con algo que parecía ser una pizca de compasión.

—Te ves diferente hoy —comentó Margot con una media sonrisa.

—¿Diferente cómo? —preguntó Luciana, frunciendo el ceño.

Margot se encogió de hombros.

—Más… decidida. Como alguien que va directo a una batalla.

Luciana dejó escapar una risa seca.

—Lo tomaré como un cumplido.

—Buena suerte con él —dijo Margot, y luego desapareció por el pasillo.

Luciana ajustó su chaqueta y entró al estudio de Alexander. Allí lo encontró sentado en su escritorio, con la mirada fija en la pantalla de su laptop, los dedos inmóviles sobre el teclado.

—Estás aquí temprano —dijo sin mirarla.

—¿Y tú estás escribiendo? —disparó ella con un tono entre irónico y esperanzador.

—No.

La frustración golpeó a Luciana con más fuerza de la esperada.

—Entonces, ¿qué estás haciendo?

—Mirando el cursor parpadear —respondió Alexander, su tono seco.

Luciana avanzó unos pasos y se apoyó en el borde de la mesa.

—Eso es lo más triste que he escuchado en mi vida.

Él levantó la mirada por primera vez. Sus ojos azules eran fríos, pero algo en su expresión la retó.

—Si vienes a sentir lástima por mí, puedes irte por donde viniste.

—No siento lástima por ti —respondió ella, con firmeza—. Pero siento lástima por ese cursor.

Alexander arqueó una ceja.

—¿Perdón?

Luciana cruzó los brazos.

—Debe ser deprimente ser ese cursor, ¿sabes? Queriendo moverse, pero atrapado en una pantalla vacía porque su dueño no tiene el coraje de escribir una m*****a palabra.

Los ojos de Alexander se entrecerraron.

—Cuidado con lo que dices, Ferrer.

Luciana no se inmutó.

—¿Por qué? ¿Vas a echarme? Hazlo, y no tendrás a nadie a quien culpar por tu propio fracaso.

La habitación quedó en un silencio tenso. Alexander la miró como si evaluara si valía la pena destrozarla con palabras afiladas, pero Luciana no bajó la mirada.

Y entonces, algo cambió en su expresión.

Interés.

—Tienes agallas —murmuró Alexander.

Luciana no respondió, solo sostuvo su mirada.

Él fue el primero en apartar la vista.

—Vamos a trabajar.

Ella sonrió, sabiendo que había ganado otra batalla.

El Bloqueo No Era Solo Creativo

Los siguientes días fueron una rutina de resistencia mental. Alexander se encerraba en su estudio durante horas, escribía tres líneas y luego las borraba. Luciana se mantuvo cerca, observándolo sin interferir demasiado.

Pero había algo en su forma de actuar que no le cuadraba.

No era solo un bloqueo creativo.

Era miedo.

Miedo a escribir algo que no estuviera a la altura. Miedo a dejarse llevar demasiado. Miedo a abrirse.

—Tu problema no es que no puedas escribir, es que tienes miedo de lo que saldrá si lo haces —dijo ella una tarde, sin mirarlo directamente.

Alexander dejó su bolígrafo sobre la mesa con un ruido seco.

—Otra vez con la psicología barata.

Luciana giró la cabeza hacia él.

—No es psicología barata. Es observación.

Alexander la miró fijamente, su mandíbula tensa.

—No tengo miedo.

—¿No? —replicó ella, cruzando los brazos—. Entonces prueba que me equivoco. Escribe algo. Lo que sea.

Él no respondió de inmediato. Luego tomó un papel y un bolígrafo y comenzó a escribir. Por primera vez en semanas, su mano se movió sin titubear.

Luciana lo observó en silencio, casi sin respirar.

Finalmente, después de varios minutos, Alexander dejó el bolígrafo y deslizó el papel hacia ella.

—Léelo.

Luciana tomó el papel con curiosidad.

Lo que leyó la dejó helada.

“La primera vez que vi su sonrisa, supe que estaba condenado. No tenía derecho a sentir nada, no cuando el amor ya me había roto una vez. Pero allí estaba ella, como una m*****a chispa en medio de mis cenizas. Y, por primera vez en mucho tiempo, tuve miedo de volver a arder.”

Luciana levantó la vista, su corazón golpeando contra su pecho.

—Esto… es increíble.

Alexander no sonrió. Su expresión era dura, su mirada helada.

—Por eso no escribo.

Luciana frunció el ceño.

—¿Por qué?

Alexander se puso de pie y la miró con una frialdad que la atravesó como un cuchillo.

—Porque cada palabra que escribo me recuerda que el amor no es como en los libros.

Luciana tragó saliva.

—¿De quién hablas?

Él apretó la mandíbula, sus ojos nublados por algo que ella no podía descifrar.

—Alguien que ya no importa.

Luciana no creyó una sola palabra de eso.

Pero no insistió.

Por ahora.

El Pasado Que No Deja Morir

Esa noche, mientras revisaba sus notas en su apartamento, Luciana sintió que estaba en la punta de un iceberg enorme.

Alexander Varnell no era solo un escritor con bloqueo. Era un hombre con cicatrices que se negaban a cerrar.

Y lo peor de todo…

Esas cicatrices aún sangraban.

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