Luciana caminaba por el borde del lago en Ginebra con el abrigo cerrado hasta el cuello. El frío no era lo que la estremecía. Era la voz de Camila, el archivo en su teléfono, y el vacío que ahora latía entre ella y Alexander. Aunque él seguía en la habitación, escribiendo su “confesión”, algo había cambiado entre ellos. Algo se había roto.Pasaron horas hasta que regresó al hotel. Cuando entró, lo encontró dormido sobre el escritorio, con el portátil a medio cerrar y una hoja impresa entre sus dedos. Se la quitó con cuidado. Era un fragmento del manuscrito.“Tener la verdad entre las manos y no usarla es más cruel que ignorarla por completo. Yo la usé. Y con eso maté parte de lo que podía haber sido.”Luciana sintió un nudo en el estómago. Se sentó junto a él y lo observó dormir. La línea entre redención y culpa era tan delgada que dolía.Cuando Alexander despertó, la encontró con la hoja en la mano.—¡No te oí entrar! —dijo, incorporándose rápido.—Estabas dormido. Y escribiendo cosa
Luciana releyó el nombre una y otra vez: Camila Duarte. Estaba al pie del manuscrito que acababan de recibir por correo, firmado con trazo firme, casi desafiante. El corazón le latía con violencia, pero no era miedo. Era traición. Era rabia. Era la sensación de que alguien había intentado borrar su historia y reescribirla con tinta ajena.(…)⸻Alexander cerró el sobre con la amenaza en la mano. La apretó con los dedos hasta deformarla. Luciana lo observaba desde el borde de la cama.—Ya no es solo un juego de poder literario. Esto es personal.—Siempre lo fue —respondió Luciana, sin moverse—. Desde el primer archivo. Desde el primer silencio comprado.Alexander se acercó, el sobre ya arrugado.—Tienes que salir de Ginebra. Hoy mismo. Yo puedo quedarme a enfrentar lo que venga. Pero no quiero que te conviertas en un objetivo.Luciana lo miró con frialdad y firmeza.—No me iré. No ahora. No después de haber llegado tan lejos. Si Camila cree que puede asustarme con un documento firmado
El silencio en la habitación se volvió insoportable. Luciana sostenía el teléfono con la imagen congelada de Alexander y Camila abrazándose. Una escena del pasado, pero que ahora se sentía como una traición recién cometida.—¿Cuándo fue esto? —preguntó, sin apartar la vista de la pantalla.Alexander se acercó despacio, como si cada paso pudiera romper algo más.—Fue antes de todo esto. Antes de ti. Antes del libro. Antes de que yo entendiera lo que estaba en juego.Luciana lo miró por fin.—Pero no fue antes de la verdad. Esa ya la conocías.Alexander no supo qué decir. Y en su silencio, Luciana sintió algo que dolía más que el engaño: la decepción.Ella se levantó del sillón. Caminó hacia la ventana mientras las luces de la ciudad iluminaban las cortinas con un tono dorado y distante. Se abrazó a sí misma, no para consolarse, sino para contener todo lo que no gritó.—Luciana… —intentó Alexander.—No —lo detuvo ella, girándose con firmeza—. No me expliques. No me expliques lo que fue.
EpílogoAños después, el manuscrito original fue guardado en una vitrina de cristal en la Biblioteca Nacional, bajo la sección de “Literatura que cambió una generación”. Nadie lo tocaba sin guantes blancos. Nadie lo leía sin lágrimas.Luciana, ya lejos del bullicio mediático, seguía escribiendo. Su cabello tenía algunas hebras plateadas, pero su mirada era aún más aguda. Su historia, una vez filtrada, tergiversada, expuesta… ahora era suya. Entera. Íntegra. Inquebrantable.Vivía frente al mar, en una casa blanca de paredes cubiertas por libros y fotografías. No daba entrevistas. No asistía a premiaciones. Solo dejaba que sus palabras hablaran por ella, como siempre había querido.Una periodista le preguntó en una entrevista final:—¿Por qué tituló su novela Bajo el mismo contrato?Luciana sonrió, y por primera vez en años, respondió sin vacilar:—Porque todos, en algún momento de la vida, firmamos un contrato invisible. No con editores ni amantes. Con nosotros mismos. Un contrato de l
Luciana Ferrer se encontraba en una cafetería del centro de la ciudad, rodeada de manuscritos rechazados y una taza de café frío. La luz tenue del atardecer se filtraba por las ventanas, creando sombras que reflejaban su estado de ánimo. Había pasado los últimos años intentando sin éxito que alguna editorial aceptara sus novelas. La frustración y la duda comenzaban a pesarle. Mientras revisaba por enésima vez una carta de rechazo, su teléfono vibró sobre la mesa. Era un correo electrónico de una editorial reconocida. Con el corazón acelerado, abrió el mensaje. Estimada Srta. Ferrer, Hemos revisado su perfil y nos gustaría ofrecerle una oportunidad como asistente personal de uno de nuestros autores más destacados. Si está interesada, por favor, acuda a nuestra oficina mañana a las 10 a.m. Atentamente, Eleanor Graves La sorpresa la dejó sin palabras. Aunque no era la oferta que esperaba, podría ser la puerta que necesitaba para entrar en el mundo literario. Decidida, respondi
Luciana llegó temprano a la casa de Alexander Varnell al día siguiente, con una libreta en mano y su determinación más firme que nunca. La noche anterior había estado repasando cada entrevista, cada artículo y cada libro que Alexander había publicado en busca de entender su proceso creativo. Si iba a ser su asistente, necesitaba descubrir cómo funcionaba su mente.Cuando cruzó la entrada principal, se encontró con la asistenta doméstica, una mujer mayor de cabello entrecano llamada Margot, quien le dedicó una mirada de advertencia antes de hablar.—Si va a trabajar con él, ármese de paciencia. El señor Varnell no es fácil.Luciana esbozó una sonrisa que pretendía transmitir seguridad.—Gracias por el consejo, pero puedo manejarlo.Margot arqueó una ceja con escepticismo antes de señalar el estudio.—Ya la está esperando.Respiró hondo antes de entrar en la habitación que ahora se había convertido en su oficina temporal. Alexander estaba sentado en su escritorio, con una expresión de c
Luciana llegó a la casa de Alexander Varnell al día siguiente con una mezcla de determinación y un leve atisbo de ansiedad. Algo en su conversación anterior la había inquietado. “Una vez amé a alguien. Y me destruyó.” La confesión había sido rápida, casi un susurro en la brisa, pero el peso en su tono le dijo que esas palabras cargaban años de heridas.Sin embargo, no estaba allí para jugar a la psicóloga con un hombre que claramente se esforzaba en mantener a la gente fuera de su vida. Su único trabajo era ayudarlo a escribir. Nada más.Respiró hondo antes de cruzar la puerta y se encontró con Margot, la asistenta, quien la miró con algo que parecía ser una pizca de compasión.—Te ves diferente hoy —comentó Margot con una media sonrisa.—¿Diferente cómo? —preguntó Luciana, frunciendo el ceño.Margot se encogió de hombros.—Más… decidida. Como alguien que va directo a una batalla.Luciana dejó escapar una risa seca.—Lo tomaré como un cumplido.—Buena suerte con él —dijo Margot, y lue
El viento nocturno azotaba las ventanas de la casa de Alexander Varnell, y en su estudio, el silencio era tan denso como la tensión entre él y Luciana Ferrer. Había pasado una semana desde la última vez que Alexander había escrito algo, y aunque la escena que había plasmado en papel aún resonaba en la mente de Luciana, él no había vuelto a escribir una sola línea desde entonces.Pero hoy, algo cambiaría.Luciana entró al estudio sin esperar una invitación, encontrándolo nuevamente en su escritorio, pero esta vez con una botella de whisky a medio consumir junto a él.—¿Otra vez con esto? —dijo, cruzando los brazos.Alexander levantó la vista con su típica expresión de indiferencia.—¿Con qué?—Con la autodestrucción —respondió ella sin rodeos—. No escribir, beber antes del mediodía, aislarte del mundo como si estuvieras atrapado en una maldita tragedia griega.Alexander la miró fijamente, sus ojos fríos como el hielo.—Si no te gusta cómo manejo mi vida, la puerta está abierta.Luciana