Ginebra los recibió con un cielo gris, el tipo de gris que no prometía tormenta pero tampoco paz. Desde el aeropuerto, una comitiva oficial los trasladó directamente al hotel cinco estrellas donde se hospedarían junto a otros oradores del Congreso Internacional de Derechos Humanos. El evento se perfilaba como uno de los más importantes del año: presidentes, premios Nobel, activistas y periodistas de todo el mundo estarían allí.Pero Luciana sabía que no estaban siendo celebrados. Estaban siendo observados.Apenas llegaron a la suite, Alexander activó un bloqueador de señal. Habían aprendido a tomar precauciones desde que las amenazas se volvieron parte de la rutina. El arreglo floral que los esperaba sobre la mesa tenía un lazo dorado. Luciana no lo tocó.—No confíes ni en las flores, ¿eh? —intentó bromear Alexander.—No confío en las flores que llegan sin nombre —respondió ella, abriendo la maleta sin apartar la vista del ramo.La primera reunión fue con los organizadores del Congres
Luciana no durmió esa noche. Después de la llamada, se encerró en el baño con el teléfono pegado al oído mientras Alexander dormía, agotado. Camila hablaba en susurros, como si alguien pudiera estar escuchando incluso desde otra ciudad.—Luciana, escucha. No te llamé para manipularte. Lo juro. Pero hay cosas que no sabes de Alexander. Cosas que él no te dijo porque… porque cambiarían todo.Luciana no respondió. Dejó que hablara. Su corazón latía tan fuerte que apenas podía oírsele a sí misma.—El archivo que él dice que recibió incompleto… no fue así. Él sabía lo que contenía. Y lo usó. No para ayudar a las sobrevivientes. Lo usó para limpiar su nombre en el mundo literario. Fue parte de un acuerdo. Una transacción.Luciana se apoyó en el lavamanos. Todo parecía girar.—¡Estás mintiendo! Él me lo explicó. Fue una víctima también.—Lo fue. Al principio. Pero después tuvo una opción. Y eligió callar. No te pido que me creas. Te estoy enviando los correos. Las firmas. Las fechas.Luciana
Luciana caminaba por el borde del lago en Ginebra con el abrigo cerrado hasta el cuello. El frío no era lo que la estremecía. Era la voz de Camila, el archivo en su teléfono, y el vacío que ahora latía entre ella y Alexander. Aunque él seguía en la habitación, escribiendo su “confesión”, algo había cambiado entre ellos. Algo se había roto.Pasaron horas hasta que regresó al hotel. Cuando entró, lo encontró dormido sobre el escritorio, con el portátil a medio cerrar y una hoja impresa entre sus dedos. Se la quitó con cuidado. Era un fragmento del manuscrito.“Tener la verdad entre las manos y no usarla es más cruel que ignorarla por completo. Yo la usé. Y con eso maté parte de lo que podía haber sido.”Luciana sintió un nudo en el estómago. Se sentó junto a él y lo observó dormir. La línea entre redención y culpa era tan delgada que dolía.Cuando Alexander despertó, la encontró con la hoja en la mano.—¡No te oí entrar! —dijo, incorporándose rápido.—Estabas dormido. Y escribiendo cosa
Luciana releyó el nombre una y otra vez: Camila Duarte. Estaba al pie del manuscrito que acababan de recibir por correo, firmado con trazo firme, casi desafiante. El corazón le latía con violencia, pero no era miedo. Era traición. Era rabia. Era la sensación de que alguien había intentado borrar su historia y reescribirla con tinta ajena.(…)⸻Alexander cerró el sobre con la amenaza en la mano. La apretó con los dedos hasta deformarla. Luciana lo observaba desde el borde de la cama.—Ya no es solo un juego de poder literario. Esto es personal.—Siempre lo fue —respondió Luciana, sin moverse—. Desde el primer archivo. Desde el primer silencio comprado.Alexander se acercó, el sobre ya arrugado.—Tienes que salir de Ginebra. Hoy mismo. Yo puedo quedarme a enfrentar lo que venga. Pero no quiero que te conviertas en un objetivo.Luciana lo miró con frialdad y firmeza.—No me iré. No ahora. No después de haber llegado tan lejos. Si Camila cree que puede asustarme con un documento firmado
El silencio en la habitación se volvió insoportable. Luciana sostenía el teléfono con la imagen congelada de Alexander y Camila abrazándose. Una escena del pasado, pero que ahora se sentía como una traición recién cometida.—¿Cuándo fue esto? —preguntó, sin apartar la vista de la pantalla.Alexander se acercó despacio, como si cada paso pudiera romper algo más.—Fue antes de todo esto. Antes de ti. Antes del libro. Antes de que yo entendiera lo que estaba en juego.Luciana lo miró por fin.—Pero no fue antes de la verdad. Esa ya la conocías.Alexander no supo qué decir. Y en su silencio, Luciana sintió algo que dolía más que el engaño: la decepción.Ella se levantó del sillón. Caminó hacia la ventana mientras las luces de la ciudad iluminaban las cortinas con un tono dorado y distante. Se abrazó a sí misma, no para consolarse, sino para contener todo lo que no gritó.—Luciana… —intentó Alexander.—No —lo detuvo ella, girándose con firmeza—. No me expliques. No me expliques lo que fue.
EpílogoAños después, el manuscrito original fue guardado en una vitrina de cristal en la Biblioteca Nacional, bajo la sección de “Literatura que cambió una generación”. Nadie lo tocaba sin guantes blancos. Nadie lo leía sin lágrimas.Luciana, ya lejos del bullicio mediático, seguía escribiendo. Su cabello tenía algunas hebras plateadas, pero su mirada era aún más aguda. Su historia, una vez filtrada, tergiversada, expuesta… ahora era suya. Entera. Íntegra. Inquebrantable.Vivía frente al mar, en una casa blanca de paredes cubiertas por libros y fotografías. No daba entrevistas. No asistía a premiaciones. Solo dejaba que sus palabras hablaran por ella, como siempre había querido.Una periodista le preguntó en una entrevista final:—¿Por qué tituló su novela Bajo el mismo contrato?Luciana sonrió, y por primera vez en años, respondió sin vacilar:—Porque todos, en algún momento de la vida, firmamos un contrato invisible. No con editores ni amantes. Con nosotros mismos. Un contrato de l
Luciana Ferrer se encontraba en una cafetería del centro de la ciudad, rodeada de manuscritos rechazados y una taza de café frío. La luz tenue del atardecer se filtraba por las ventanas, creando sombras que reflejaban su estado de ánimo. Había pasado los últimos años intentando sin éxito que alguna editorial aceptara sus novelas. La frustración y la duda comenzaban a pesarle. Mientras revisaba por enésima vez una carta de rechazo, su teléfono vibró sobre la mesa. Era un correo electrónico de una editorial reconocida. Con el corazón acelerado, abrió el mensaje. Estimada Srta. Ferrer, Hemos revisado su perfil y nos gustaría ofrecerle una oportunidad como asistente personal de uno de nuestros autores más destacados. Si está interesada, por favor, acuda a nuestra oficina mañana a las 10 a.m. Atentamente, Eleanor Graves La sorpresa la dejó sin palabras. Aunque no era la oferta que esperaba, podría ser la puerta que necesitaba para entrar en el mundo literario. Decidida, respondi
Luciana llegó temprano a la casa de Alexander Varnell al día siguiente, con una libreta en mano y su determinación más firme que nunca. La noche anterior había estado repasando cada entrevista, cada artículo y cada libro que Alexander había publicado en busca de entender su proceso creativo. Si iba a ser su asistente, necesitaba descubrir cómo funcionaba su mente.Cuando cruzó la entrada principal, se encontró con la asistenta doméstica, una mujer mayor de cabello entrecano llamada Margot, quien le dedicó una mirada de advertencia antes de hablar.—Si va a trabajar con él, ármese de paciencia. El señor Varnell no es fácil.Luciana esbozó una sonrisa que pretendía transmitir seguridad.—Gracias por el consejo, pero puedo manejarlo.Margot arqueó una ceja con escepticismo antes de señalar el estudio.—Ya la está esperando.Respiró hondo antes de entrar en la habitación que ahora se había convertido en su oficina temporal. Alexander estaba sentado en su escritorio, con una expresión de c