Cortafuegos

Edward

New York, Estados Unidos.

La imponente ciudad se extendía debajo, un laberinto de acero y cristal que en aquel momento, paradójicamente, se sentía lejano y ajeno.

El café estaba frío, terriblemente frío. Un brebaje amargo y desprovisto de cualquier cualidad reconfortante. Había pasado tanto, tantísimo tiempo desde el momento en que lo había pedido con alguna esperanza de obtener un estímulo, que la espuma, que en su momento quizás había dibujado un efímero diseño, hacía mucho que se había desvanecido. Ahora la taza era solo un recordatorio, tangible y poco grato, de que mi cuerpo imploraba descanso, un sueño reparador y profundo, en lugar de una nueva dosis de cafeína que solo prolongaría la agonía.

Apoyé los codos sobre la pulida mesa de la sala de juntas, sintiendo la frialdad del mármol traspasar la tela de mi camisa. La vista panorámica de Manhattan, usualmente inspiradora, se percibía al fondo como una imagen difusa y borrosa, casi como un reflejo distorsionado en un vidri
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