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Capítulo 4 - La misión de Franco

Capítulo 4 - La misión de Franco

Narrador:

Los intentos de negociar habían fracasado. Durante días, Don Enzo Barone había tratado de convencer al capo rival para que liberara a su hija. Las reuniones se prolongaban en interminables intercambios de amenazas veladas y ofertas que parecían no satisfacer a nadie. Finalmente, Enzo decidió que era suficiente.

—Si no entienden razones, entenderán la fuerza —murmuró, con el ceño fruncido y una mirada que podía helar el aire a su alrededor. —Llamó a Franco al despacho, donde el ambiente era pesado y cargado de tensión. Enzo estaba sentado tras su imponente escritorio de caoba, un cigarillo encendido en una mano y un vaso de licor en la otra. —Franco, esta será tu primera misión importante. Es hora de demostrarme de qué estás hecho —dijo, su voz grave resonando en la habitación —Quiero que entres a esa m*****a mansión, encuentres a Lorena y la traigas de vuelta. Viva y sin un rasguño. Pero escucha bien: si fallas, ni te molestes en regresar.

Franco asintió con la cabeza, la determinación grabada en su rostro. Sabía que no había margen de error. Este no era solo un rescate; era una prueba. La noche era oscura y silenciosa cuando Franco se acercó a la mansión del rival. El edificio era un monstruo de ladrillo y hierro, con guardias armados patrullando el perímetro. Franco había estudiado cada detalle del lugar durante días; sabía exactamente cómo moverse sin ser detectado. Con movimientos calculados, desactivó las alarmas y se deslizó por una ventana lateral. Dentro, la atmósfera era pesada y opresiva, cada sombra parecía un enemigo al acecho. Bajó las escaleras en silencio, sus pasos amortiguados por la alfombra gruesa. Cuando finalmente encontró la habitación donde retenían a Lorena, se detuvo un momento para escuchar. Había un leve murmullo, seguido por un silencio inquietante. Empujó la puerta con cuidado, y allí estaba ella. Lorena había crecido desde la última vez que la vio. Ahora, era una adolescente de unos 13 años, que sostenía un cuchillo improvisado en las manos temblorosas, sus ojos claros brillando con miedo y determinación.

—Aléjate —gruñó, su voz rota pero firme.

Franco levantó las manos en un gesto de paz, su voz calmada pero autoritaria.

—No soy uno de ellos. Estoy aquí para sacarte de este lugar.

Lorena no bajó el cuchillo. Sus manos temblaban más, pero sus ojos no se apartaban de los de Franco.

—¿Por qué debería creerte?

Franco dio un paso adelante, despacio, manteniendo la mirada fija en ella.

—Tu padre me envió. No tenemos tiempo para esto. Si quieres salir de aquí viva, necesitas confiar en mí.

La desconfianza en los ojos de Lorena no desapareció por completo, pero bajó el cuchillo lo suficiente para que Franco pudiera acercarse. Con un movimiento rápido, le quitó el arma y la guardó en su cinturón.

El camino hacia la salida fue una mezcla de sigilo y tensión constante. Cada crujido del suelo, cada sombra que se movía, hacía que el corazón de Lorena se acelerara. Franco, por su parte, se movía con una calma calculada, como si el peligro fuera una segunda naturaleza para él. Cuando llegaron al patio trasero, creyeron que habían logrado escapar. Pero justo cuando estaban a punto de cruzar la verja, una luz se encendió, y un grito resonó en la oscuridad.

—¡Allí están! ¡Deténganlos!

Los disparos comenzaron de inmediato. Franco empujó a Lorena al suelo, cubriéndola con su cuerpo mientras buscaba una salida. Uno de los guardias se acercaba demasiado rápido, y Franco sacó su arma, disparando con precisión. Pero en medio del caos, un disparo alcanzó su hombro, haciéndolo tambalear.

Lorena lo miró horrorizada mientras él se sostenía el brazo, intentando mantenerse de pie.

—Corre —le ordenó, su voz cargada de dolor —¡Corre y no mires atrás!

Pero Lorena no se movió. La desconfianza que había sentido hacia él comenzó a desmoronarse ante la forma en que la protegía. Las lágrimas llenaron sus ojos mientras tomaba una decisión. Lorena miró a Franco, quien tambaleaba pero seguía intentando mantenerla a salvo. La elección era clara: confiar en él y arriesgarse, o entregarse nuevamente a sus captores. En un movimiento desesperado, Lorena tomó el cuchillo del cinturón de Franco y lo sostubo con fuerza.

—No pienso dejarte aquí —dijo, con una determinación que no había sentido en años.

Las luces de los guardias se acercaban rápidamente, y el destino de ambos colgaba de un hilo. Él se llenó de ternura, nunca nadie había tratado de defenderlo y menos con esa fiereza, pero no había tiempo para sentimentalismos. La tomó de la muñeca con firmeza y tiró de ella mientras corrían hacia el coche que los esperaba al otro lado de la verja. La respiración de Lorena era un jadeo constante, pero no soltó la mano de Franco, incluso cuando tropezó con una piedra y estuvo a punto de caer.

—¡No te detengas! —gritó Franco, forzándola a levantarse.

Cuando llegaron al coche, Luigi, el hombre de confianza de Franco, estaba al volante. Su rostro estaba tenso, y sus ojos pasaron de Franco a Lorena rápidamente.

—¿Están bien? —preguntó Luigi, abriendo la puerta trasera.

—Nos persiguen. ¡Arranca! —ordenó Franco mientras ayudaba a Lorena a subir al coche. Luego se dejó caer en el asiento junto a ella, su mano presionando la herida en su hombro, mientras la sangre seguía manando.

Lorena lo miró con pánico.

—Está sangrando mucho —dijo, su voz quebrada por el miedo —¿No tienes algo para detener la hemorragia?

Luigi buscó rápidamente algo en el coche y le pasó una franela usada.

—Es lo único que tengo. Úsalo para presionar la herida.

Lorena tomó la franela con manos temblorosas y se volvió hacia Franco.

—Quítate la camisa. Necesito ver la herida.

Franco intentó sonreír, pero el dolor lo hizo fruncir el ceño.

—Eres muy mandona para ser una ni*ña rescatada.

—Cállate y hazlo —respondió Lorena con una firmeza inesperada.

Franco soltó una risa débil y, con esfuerzo, desabotonó su camisa. Lorena quedó inmóvil al ver su torso cubierto de tatuajes y cicatrices. Por un momento, no pudo moverse, como si estuviera procesando todo lo que aquel hombre había vivido.

—¿Qué? ¿Nunca has visto a alguien como yo? —dijo Franco, con un tono entre bromista y cansado.

Lorena negó con la cabeza, recuperando la compostura. Colocó la franela sobre la herida y presionó con fuerza, arrancándole un gruñido de dolor a Franco.

—Lo siento, pero no voy a dejar que te desangres —dijo, más para sí misma que para él. —Franco la miró, y una sonrisa leve se formó en sus labios antes de que su cabeza cayera hacia un lado, desmayado por la pérdida de sangre. Lorena lo sostuvo rápidamente, acomodando su cabeza en su regazo. —¡Está inconsciente! —gritó a Luigi.

—¡Lo sé! Aguanta, ni*ña, estoy yendo lo más rápido que puedo —respondió Luigi mientras pisaba el acelerador.

El coche rugió mientras avanzaban a toda velocidad por la carretera. Lorena, con el corazón desbocado, mantuvo su mano firme sobre la herida de Franco, rezando para que llegaran a tiempo.

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