Capítulo 3 —La encontramos

Capítulo 3 —La encontramos

Narrador:

El estruendo de la puerta al derrumbarse llenó la casa, seguido de los gritos desesperados de su madre. Lorena, con solo ocho años, se escondió bajo la mesa del comedor, apretando contra su pecho una vieja muñeca de trapo. Sus pequeños dedos temblaban mientras trataba de silenciar su respiración. Los pasos resonaban como martillazos en el suelo, acercándose cada vez más.

—¡Lorena, corre! —gritó su madre desde la entrada, pero Lorena no pudo moverse. Estaba paralizada por el miedo, aferrándose a la esperanza de que si permanecía quieta, todo desaparecería.

Dos hombres armados la arrastraron desde del pasillo hasta el centro de la habitación principal. Uno de ellos tenía una sonrisa cruel, mientras el otro mantenía un rostro inexpresivo, casi aburrido. La madre de Lorena forcejeaba, gritándoles que se fueran, que no había nada que pudieran llevarse.

—Esto no es un robo, señora —dijo uno de los hombres con frialdad, empujándola al suelo —Esto es un mensaje para su esposo —Estas últimas palabras acompañarían a Lorena por el resto de su vida.

Lorena apretó los ojos, deseando que todo acabara rápido. Pero los gritos se hicieron más fuertes, y entonces llegó el disparo. Un solo tiro que perforó el aire como un cuchillo. El cuerpo de su madre cayó pesadamente al suelo frente a ella, los ojos abiertos en un silencio eterno. Y pronto, un charco de sangre, se desparramo alrededor de la cabeza de su progenitora. Lorena no pudo contener un sollozo que escapó de sus labios, atrayendo la atención de los hombres.

—Aquí está la pequeña —dijo uno de ellos, agachándose para agarrarla de un brazo. Lorena pataleó, lo golpeó y lo mordió, pero era apenas una ni*ña para detenerlos. La muñeca cayó al suelo, empapándose de sangre, quedando abandonada junto al cuerpo de su madre.

La subieron a la parte trasera de una camioneta negra, donde la dejaron tirada como si fuera un paquete. Lorena lloró en silencio, acurrucada contra la pared del vehículo, mientras escuchaba a los hombres reír y bromear como si nada hubiera pasado. El viaje fue largo, y cuando finalmente se detuvieron, la arrastraron hacia un sótano oscuro y maloliente. Su nueva prisión. El sótano tenía paredes de cemento desnudo, y el único mueble era un viejo catre con un colchón roídas por las ratas. La luz que entraba era mínima, y el silencio solo era interrumpido por el sonido ocasional de pasos en el piso superior. Lorena se sentó en el suelo, abrazándose las piernas y temblando. No entendía por qué estaba allí ni qué querían de ella. Solo sabía que estaba sola. Durante los primeros días, lloraba constantemente, llamando a su madre entre sollozos ahogados. Pero pronto se dio cuenta de que las lágrimas no cambiarían nada. Aprendió a callar, a esconder sus emociones. Cada vez que la puerta del sótano se abría, su cuerpo se tensaba, temiendo lo peor. Pero los hombres solo entraban para dejarle un plato de comida insulsa y luego se iban sin decir una palabra. Pasaron semanas, y luego meses. Lorena contaba los días dibujando líneas con un clavo en la pared. Su único consuelo era una manta vieja que encontró en un rincón del cuarto, con la que se cubría mientras lloraba en silencio cada noche. Soñaba con su madre, con los paseos que solían dar juntas, con su risa. Pero esos recuerdos se volvieron dolorosos con el tiempo, un recordatorio de lo que había perdido. Una noche, cuando la oscuridad lo cubría todo, un sonido la sobresaltó: pasos más ligeros que de costumbre. La puerta del sótano se abrió lentamente, dejando entrar una figura que no reconoció de inmediato. Era una mujer joven, de rostro serio y manos temblorosas. Sin decir una palabra, dejó un pequeño trozo de pan junto a Lorena y se fue. Fue la primera vez en meses que alguien hizo algo que no parecía cruel. Lorena no sabía si era una aliada o simplemente alguien con lástima, pero ese gesto encendió una chispa de esperanza. Hubo un momento en que intentó escapar. Una noche en la que los pasos en el piso superior cesaron por horas, y el silencio reinaba en toda la casa. Con manos temblorosas, empujó la puerta, que sorprendentemente no estaba cerrada con llave. Lorena subió las escaleras, pisando con cuidado para no hacer ruido. Alcanzó a ver la puerta principal, apenas iluminada por la luz de la luna que se filtraba por las grietas. Su corazón latía con fuerza mientras se acercaba, pero antes de que pudiera alcanzarla, un hombre la sujetó por el cabello, tirándola al suelo.

—¡Creíste que podrías escapar? —gruñó, arrastrándola de regreso al sótano. Los golpes que siguieron fueron brutales, y desde ese día, Lorena perdió toda esperanza de libertad. El tiempo pasó lentamente y Lorena, aún una ni*ña pequeña, se acostumbró al ambiente hostil, viendo caras desconocidas que entraban y salían, pero ninguna que le mostrara compasión. Su corazón se endureció, y poco a poco, la ni*ña que había sido se transformó en alguien silenciosa y desconfiada. Sin embargo, en el fondo de su corazón, creía que su padre la había olvidado. Esa era la herida que más dolía. Mientras tanto, Don Enzo Barone no había dejado de buscarla. Su obsesión por encontrar a su hija se había convertido en una cruzada personal. Contrató a los mejores investigadores, sobornó a informantes, y eliminó a cualquiera que se interpusiera en su camino. Cada pista falsa lo llenaba de rabia, pero nunca abandonó la esperanza. Lorena era su único legado que realmente importaba, y no descansaría hasta recuperarla. Una noche, en su despacho, Don Enzo recibió una llamada. La voz al otro lado de la línea habló con cautela, pero sus palabras fueron como un disparo en la oscuridad:

—La encontramos —era aquella mujer que había motrado un poco de compación por ella, dejándole un trozo de pan

Don Enzo se puso de pie de inmediato, su mano apretando el teléfono con fuerza. Apenas podía creerlo.

—¿Está segura?

—Tanto como se puede en estas circunstancias, hay pasado muchos años, Don Enzo, es dificil reconocerla, pero estoy segura de que es ella. Pero no será fácil.

—Nada que valga la pena lo es —respondió Don Enzo, con la determinación de un hombre dispuesto a todo.

La llamada terminó, y Don Enzo se quedó mirando el mapa sobre su escritorio. Su hija estaba viva, pero el capo rival que la tenía no iba a ceder sin luchar. Encendió un cigarro y exhaló el humo lentamente, mientras sus pensamientos se alineaban como piezas de ajedrez. Una guerra estaba por comenzar, y Don Enzo ya había elegido a su pieza clave para liderarla: Franco.

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