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Capítulo 2 —Un pacto con el diablo

Capítulo 2 —Un pacto con el diablo

Narrador:

La sangre goteaba lenta desde el costado de Franco, mezclándose con el suelo sucio de la bodega. Su pecho subía y bajaba con dificultad, pero su mirada seguía fija, desafiante, en los ojos fríos de uno de sus torturadores. Los golpes habían dejado su rostro casi irreconocible, y sus manos atadas tras la silla eran una masa de carne herida. Aún así, no había emitido ni un solo grito. No les daría ese placer.

—Admítelo, chico —gruñó uno de los hombres mientras limpiaba la hoja ensangrentada de su cuchillo. —Nadie resiste tanto. Dime, ¿por qué no te quiebras?

Franco no respondió. Apenas podía sostenerse despierto, pero su silencio era su única arma. Los hombres intercambiaron miradas, frustrados. Habían intentado todo: golpes, cortes, incluso amenazar con mutilarlo. Pero Franco seguía siendo una roca. Su temple comenzaba a incomodarlos, como si el chico supiera algo que ellos ignoraban.

—Podemos seguir toda la noche, ¿sabes? —dijo otro de los hombres, un tipo corpulento con cicatrices que cruzaban su rostro —Pero nadie aguanta para siempre. Todos terminan rogando.

Franco escupió sangre al suelo, su único gesto de desafío. Sentía el cuerpo al borde del colapso, pero algo en su interior se negaba a ceder. Si iba a morir, lo haría como un hombre, no como un perro. La puerta se abrió con un chirrido, dejando entrar una figura imponente. Don Enzo Barone, el capo que todos temían, avanzó con pasos calculados. Sus zapatos resonaban en el silencio como el eco de una sentencia de muerte. A su entrada, los torturadores retrocedieron de inmediato, como si su presencia absorbiera todo el aire de la habitación.

—¿Es este el ni*ño que tanto problema nos ha dado? —preguntó Enzo, encendiendo un cigarro mientras examinaba a Franco. Había algo perturbador en su calma. Los hombres asintieron nerviosos, sin atreverse a mirarlo directamente. Enzo se agachó frente a Franco, observándolo con detenimiento. Sus ojos oscuros buscaban algo más allá del dolor y la sangre. Franco, aún atado y medio inconsciente, sostuvo la mirada de Enzo con la única fuerza que le quedaba. —Te han roto los huesos, pero no el espíritu. Eso… eso es raro en este mundo. ¿Por qué no gritas, chico?

Franco, con los labios partidos y la voz ronca, finalmente respondió:

—Porque si muero… no será rogándoles.

El silencio que siguió fue casi insoportable. Los hombres de Enzo intercambiaron miradas, como si no pudieran decidir si el chico era valiente o simplemente un idiota. Pero Enzo… Enzo sonrió. No una sonrisa cálida, sino una cargada de respeto mezclado con peligro.

—¡Libérenlo!— ordenó de repente. Los hombres lo miraron con incredulidad, pero nadie se atrevió a contradecirlo. —Cúrenlo. Y denle algo de comer. Si se atreve a sobrevivir a esto, quizá valga más vivo que muerto. —Las cuerdas que sujetaban a Franco se aflojaron, y su cuerpo cayó al suelo como un saco de huesos. Lo levantaron a la fuerza, y mientras sus piernas tambaleaban, logró mantenerse de pie, aunque apenas. Enzo se inclinó una vez más, murmurando lo suficientemente bajo para que solo él lo escuchara: —Si piensas en traicionarme algún día, chico, piensa en esta noche. Y recuerda que te dejé vivir y te también puedo hacer que mueras.

Los hombres llevaron a Franco a otra sala, donde lo dejaron caer sobre una camilla improvisada. Sentía cada músculo de su cuerpo arder, pero su mente no dejaba de trabajar. Mientras una dorctora con manos suaves cosía sus heridas, Franco recordó el momento en que perdió todo: el sonido de los disparos, los gritos de su madre, y la frialdad de las calles que lo acogieron después.

—Eres un afortunado —dijo la doctora sin emoción, mientras cerraba un corte profundo en su costado —Don Enzo no suele perdonar. Más te vale no desperdiciar esto.

Franco no respondió. Pero en su mente, una pregunta empezó a formarse: ¿Por qué él? ¿Qué vio Enzo Barone en alguien que no tenía nada que perder? Mientras lo arrastraban fuera de la habitación, su mirada se perdió en el vacío, pero una idea comenzó a germinar: si Enzo quería algo de él, entonces tenía algo de poder. Horas más tarde, Franco despertó en una pequeña habitación. Las paredes estaban desnudas, y lo único que había era una cama estrecha y una mesa con un vaso de agua. Sus heridas seguían doliendo, pero al menos no estaba muerto. Una puerta se abrió y uno de los hombres de Enzo entró, dejando caer un traje sobre la cama.

—El jefe quiere verte. Ponte esto. —Sin esperar respuesta, el hombre salió, cerrando la puerta tras de sí.

Franco se levantó con esfuerzo, notando cada pinchazo de dolor en su cuerpo. Observó el traje, negro y perfectamente planchado. Apenas entendía qué estaba pasando, pero una cosa era clara: su vida había cambiado para siempre. Cuando llegó al despacho de Enzo, el capo estaba sentado detrás de un enorme escritorio de caoba, sosteniendo un vaso de whisky.

—Siéntate —ordenó Enzo, señalando una silla frente a él. Franco obedeció, aunque cada movimiento le costaba un mundo. —Hay algo en ti que no puedo ignorar, chico. —Enzo dejó el vaso sobre la mesa y lo miró fijamente— Podría haberte dejado morir, pero decidí apostar por ti. Ahora me toca a mí decidir si vales lo suficiente como para quedarte aquí. —Franco no dijo nada, pero su mandíbula se tensó. No iba a darle la satisfacción de parecer débil. —Trabajarás para mí, Franco. Serás mis ojos y mis oídos. Pero si fallas, si me traicionas… —Enzo se inclinó hacia él, con una sonrisa peligrosa —Desearás que nunca te hubiera salvado. —Antes de que Franco pudiera responder, Enzo sacó un sobre grueso de su cajón. Lo arrojó sobre la mesa, y su contenido se desparramó frente a Franco: fotografías, informes, nombres. Cada imagen era un retrato del caos que gobernaba las calles donde Franco había crecido. Pandillas, jefes pequeños, hombres que alguna vez lo habían perseguido, traicionado o vendido. —Conozco tu historia, chico —dijo Enzo, su voz un susurro que cortaba como una navaja —Conozco cada callejón donde sangraste y cada hombre que intentó matarte. Ahora dime… —hizo una pausa, encendiendo otro cigarro —¿qué estás dispuesto a hacer para demostrar que mi apuesta no fue un error?

¿Qué precio tendrá que pagar Franco por esta segunda oportunidad, y qué planea realmente Enzo con él?

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