Capítulo 8 - La Emboscada

Capítulo 8 - La Emboscada

Narrador:

El regreso a la finca había comenzado en silencio. Lorena cabalgaba detrás de Franco, dejando que el viento alborotara su cabello mientras trataba de procesar todo lo que estaba sucediendo. Cada crujido de las hojas bajo los cascos de los caballos parecía amplificar la incomodidad que flotaba entre ellos.

—¿Siempre eres así de aburrido? —preguntó finalmente, su tono cargado de sarcasmo.

Franco no se giró. Su postura, erguida y firme sobre el caballo, no dio indicios de que hubiera oído, aunque su respuesta no tardó en llegar.

—¿Siempre eres así de molesta? —respondió sin emoción.

Lorena soltó una risa corta, pero la frialdad de sus palabras la hizo sentir pequeña por un momento. Sin embargo, se recuperó rápidamente.

—Bueno, considerando que me están obligando a pasar tiempo contigo, creo que tengo derecho a serlo.

Franco apretó las riendas ligeramente, pero mantuvo su voz calmada.

—Nadie te está obligando a hablar.

—Ah, claro —replicó Lorena, inclinándose ligeramente hacia adelante en su silla de montar —Porque el silencio siempre resuelve todo, ¿verdad? —Antes de que Franco pudiera responder, levantó una mano, deteniendo a ambos caballos. Lorena frunció el ceño, tirando de las riendas para detenerse. —¿Qué pasa ahora? —preguntó con irritación.

Franco no respondió de inmediato. Sus ojos recorrieron los árboles que rodeaban el sendero, y su postura se tensó. El crujido de ramas quebrándose y el sonido de pasos apresurados entre los arbustos confirmaron sus sospechas.

—Bájate del caballo —ordenó, su voz baja pero cargada de urgencia.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Lorena, alarmada.

—Hazlo ahora —repitió Franco con un tono que no dejaba lugar a discusión. Lorena obedeció, aunque no sin murmurar algo sobre lo mandón que era. Apenas sus pies tocaron el suelo, Franco la tomó del brazo y la empujó detrás de un árbol cercano. —Quédate aquí y no te muevas —le ordenó, sus ojos oscuros fijos en los de ella.

—¿Qué está pasando? —susurró ella, su voz temblorosa.

—Alguien está a punto de cometer un error —respondió él, sacando su arma con movimientos precisos.

Un grupo de hombres apareció de entre los árboles, sus armas listas. Franco salió de su escondite con calma, enfrentándolos sin titubear. Su presencia era imponente, incluso con la amenaza frente a él.

—Franco Mancini, la mascota de Don Enzo Barone —dijo uno de los hombres, un tipo alto con una cicatriz en el rostro —Sabíamos que tarde o temprano saldrías de tu escondite.

—Aquí estoy —respondió Franco, apuntándoles con su arma —Si saben lo que les conviene, se darán la vuelta ahora mismo.

El hombre con la cicatriz sonrió con burla.

—Tenemos órdenes, Franco. Y sabes lo que significa eso...

Franco no esperó a que terminara de hablar. Disparó al suelo frente a ellos, obligándolos a retroceder momentáneamente. En el caos, se giró hacia Lorena.

—¡Corre! —le gritó.

—¡No voy a dejarte! —respondió ella desde su escondite.

—¡Haz lo que te digo! —gruñó él, volviendo a enfrentar al grupo.

El enfrentamiento terminó en un instante que se sintió eterno. Los cuerpos de los atacantes yacían en el suelo, pero Franco apenas se mantenía en pie. La sangre brotaba de su brazo izquierdo, tiñendo su camisa y goteando sobre el suelo. Lorena salió corriendo de su escondite, ignorando por completo sus órdenes previas.

—¡Franco! —gritó, deteniéndose frente a él.

Él la miró con los dientes apretados, su rostro pálido pero aún desafiante.

—Te dije que no salieras —murmuró, intentando dar un paso hacia atrás, pero tambaleándose.

—¡Cállate! —espetó ella, sosteniéndolo por la cintura antes de que pudiera desplomarse —Si continúas perdiendo sangre, no quedará mucho de ti para seguir dando órdenes.

Lorena miró a su alrededor desesperadamente, buscando algo para detener la hemorragia, pero no había nada útil en el claro del bosque. Fue entonces cuando tomó una decisión rápida y sin pensar demasiado. Se giró de espaldas a Franco, con un solo movimiento llevó las manos por detrás de su espalda, deslizando los dedos bajo la camiseta para alcanzar el broche del brasier. Un suave chasquido rompió el silencio cuando lo desabrochó y, con un ligero giro de muñeca, lo deslizó hacia adelante por debajo de la tela, sacándolo sin esfuerzo.

—¿Qué haces? —preguntó él, su voz débil pero cargada de incredulidad.

—Salvándote la vida, damisela en apuros —respondió Lorena, sin mirar atrás. Al quitarse el brasier, liberó los elásticos que sostenían las copas. Franco apenas pudo procesar lo que estaba viendo antes de que ella volviera a inclinarse sobre su brazo. Si bien Franco había desviado la mirada instintivamente mientras Lorena se desabrochaba el brasier con movimientos decididos, cuando volvió a mirarla, sus ojos se encontraron con un detalle imposible de ignorar. Bajo la tela blanca de su camiseta, ahora sin la protección del sostén, los redondos y marcados pezones de Lorena se dibujaban claramente, desafiando su autocontrol. Él apartó la vista bruscamente, apretando la mandíbula, pero el leve calor que le subió al rostro lo traicionó. —Quédate quieto —ordenó mientras envolvía el elástico alrededor de su antebrazo, justo por encima de la herida —Esto servirá como torniquete. —Franco observó en silencio mientras ella ajustaba el improvisado vendaje con fuerza. Sus manos temblaban ligeramente, pero su rostro estaba cargado de determinación. Cuando finalmente terminó, se permitió un momento para respirar. —Ahí tienes —dijo, apartando un mechón de cabello de su rostro mientras lo miraba con una mezcla de exasperación y alivio —No es perfecto, pero al menos no te desangrarás. —Franco bajó la vista hacia su brazo vendado con el elástico del brasier. Sus labios se curvaron en una sonrisa cansada, pero llena de ironía.

—¿De verdad hiciste esto?

—Míralo por el lado positivo —replicó Lorena, apoyando una mano en su cadera—. Ahora tendrás una nueva marca en tu haber que llevará mi nombre. La primera en el hombro, y esta en el antebrazo. Te acordarás de mí para siempre.

Franco soltó una breve risa, aunque el sonido se quebró por el dolor. Sus ojos, oscuros y profundos, se encontraron con los de ella.

—Eres un caso perdido, ¿lo sabías?

—¿Y tú qué excusa tienes? —dijo Lorena con una sonrisa que no pudo contener.

El momento de ligereza fue breve. Franco intentó enderezarse, pero un espasmo de dolor lo obligó a apoyarse en un árbol cercano.

—Tenemos que movernos —dijo él, su voz volviendo a ser severa —No tardarán en venir más.

—No vas a ir a ninguna parte en este estado —replicó ella, cruzando los brazos —Apenas puedes mantenerte en pie, haz perdido mucha sangre.

—No hay tiempo para discutir, Lorena —gruñó Franco, haciendo un esfuerzo por mantenerse firme, pues la sangre perdida lo había debilitado mucho —Si no nos movemos, ambos terminaremos muertos.

Lorena lo miró con frustración, pero finalmente cedió. Se posicionó junto a él, pasando un brazo por debajo del suyo para ayudarlo a caminar. El contacto del cuerpo de Lorena contra el suyo lo tomó por sorpresa. Su calor, tan cercano e ineludible, sumado a la imagen persistente de sus pezones delineados bajo la camiseta, comenzó a provocarle una incomodidad que no podía disimular. Franco apretó los dientes, tratando de concentrarse en el dolor de su brazo herido, pero su mente traicionera insistía en llevarlo de regreso a aquel instante. La tensión le recorrió el cuerpo como un latigazo, una sensación desconocida que lo irritaba tanto como lo perturbaba. Se obligó a apartar esos pensamientos, atribuyéndolos a la adrenalina del momento y nada más.

—No puedes seguir así mucho más tiempo —murmuró mientras avanzaban lentamente entre los árboles.

Franco no respondió. Su respiración era pesada, pero sus pasos eran firmes. A pesar del dolor, no se permitía mostrar debilidad. Lorena lo observó de reojo, sintiendo una mezcla de admiración y desesperación. —¿Siempre tienes que ser tan terco? —preguntó finalmente.

—¿Siempre tienes que hablar tanto? —replicó él, aunque su tono carecía del filo habitual.

El intercambio silenció a ambos por un momento, pero las palabras no eran necesarias. Lorena lo sostenía con fuerza, y Franco, por primera vez, se permitió apoyarse en alguien más.

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