5. Una grieta en el mundo

El amanecer llega con un frío que se filtra por las grietas de la cabaña, pero no me importa. No quiero moverme. No quiero romper la burbuja en la que Lena y yo nos encontramos.

Ella sigue dormida a mi lado, su respiración tranquila, su rostro relajado. Su cabello se desparrama sobre mi brazo, y el calor de su cuerpo todavía se aferra al mío.

Anoche la besé.

Y ella me besó de vuelta.

No fue solo un beso. Fue un juramento. Una promesa silenciosa de que, sin importar lo que pase, encontraremos la forma de recordarnos.

Pero la realidad siempre regresa.

Y cuando Lena se remueve en sueños, cuando su ceño se frunce por un instante antes de abrir los ojos… siento el miedo reptar dentro de mi pecho.

—Buenos días —murmura, su voz ronca por el sueño.

Trago saliva.

—Buenos días.

Lena parpadea un par de veces. Luego, me mira.

Y entonces ocurre.

Esa fracción de segundo. Ese instante diminuto pero demoledor en el que su mirada se llena de incertidumbre.

Como si su mente estuviera intentando unir piezas que no encajan. Como si algo dentro de ella supiera que algo no está bien.

Mi corazón deja de latir.

—Lena… —mi voz es apenas un susurro—. ¿Me recuerdas?

Ella parpadea. Su confusión dura solo un instante. Luego, su expresión se suaviza y su boca se curva en una sonrisa.

—Qué pregunta más estúpida —murmura, y su risa me devuelve el alma al cuerpo.

Cierro los ojos por un segundo.

Todavía existo.

Por ahora.

La sombra del olvido

Nos obligamos a salir de la cabaña cuando el hambre comienza a reclamar su lugar. Las calles están más vacías que anoche. La Navidad ha pasado, y ahora solo quedan rastros de su existencia: envoltorios de regalo en la nieve, luces apagadas en los balcones, pinos de plástico en bolsas de basura.

Nos detenemos en una cafetería pequeña, una de esas que aún conservan la calidez de un negocio familiar.

El camarero nos recibe con una sonrisa y nos entrega el menú.

—¿Qué se les antoja? —pregunta con amabilidad.

Lena pide un café con leche y un croissant. Yo levanto la vista y abro la boca para pedir lo mismo…

Pero el camarero no me está mirando.

—Y para ti, ¿algo más, cariño? —le pregunta a Lena, sin siquiera notar mi presencia.

El mundo se detiene.

El aire se vuelve espeso.

—Eh… —Lena frunce el ceño y me mira—. ¿Elías?

Pero el camarero sigue sin reaccionar.

Mi garganta se cierra.

No.

No, no, no.

—¿Puede traerle un café a él también? —insiste Lena, su tono un poco más frío.

El camarero parpadea y, por fin, me mira. Pero su expresión es extraña. No de sorpresa. No de confusión. Es más bien… vacía.

Como si me estuviera viendo por primera vez.

—Por supuesto —responde después de un segundo demasiado largo.

Se aleja, y yo siento que el suelo se hunde bajo mis pies.

Lena me toma la mano por debajo de la mesa.

—¿Eso acaba de pasar o estoy loca?

Mi estómago se revuelve.

—No lo sé.

—Él… no te vio al principio.

Asiento, incapaz de hablar.

—Pero luego sí lo hizo. Como si su cerebro tardara en procesarlo. Como si…

Lena se interrumpe, y veo el momento exacto en que su rostro palidece.

—Como si tu existencia estuviera fallando —susurra.

La llamada que nunca debí hacer

Estoy perdiendo la batalla.

Lo siento en la forma en que la gente me mira… o no me mira. Lo noto en la manera en que, por un instante, parezco invisible.

Y necesito saber hasta dónde llega esto.

Así que hago lo que juré que no haría.

Lena y yo estamos de vuelta en su departamento cuando tomo su teléfono y marco un número que conozco de memoria.

Suena tres veces antes de que alguien conteste.

—¿Hola?

La voz de mi madre.

Un golpe en el pecho.

Tomo aire.

—Mamá —mi voz se rompe en la última sílaba.

Silencio.

—¿Quién habla?

Un puñetazo en el estómago.

Trago saliva.

—Mamá, soy yo… Elías.

Otro silencio.

Y luego, su risa nerviosa.

—Debe ser un error. No tengo ningún hijo llamado Elías.

El teléfono resbala de mi mano.

Las palabras se clavan en mi piel, en mis huesos, en lo más profundo de mi ser.

No.

Esto no está pasando.

—Elías… —Lena se acerca, con los ojos llenos de preocupación.

No puedo respirar.

Mi madre.

Mi propia madre.

No sabe quién soy.

La certeza del fin

Lena me abraza.

No sé cuánto tiempo pasa. No sé si estoy temblando o si es ella.

Solo sé que ya no hay dudas.

No es un simple olvido. No es solo un error en la memoria de los demás.

Mi existencia está desvaneciéndose.

Primero fueron mis documentos, mi nombre en los registros, mi pasado tangible.

Luego, la gente empezó a tardar en notar que estoy aquí.

Ahora, mi propia madre me ha borrado de su vida.

¿Qué sigue?

¿Cuándo será el día en que Lena despierte y ya no quede nada de mí en su mente?

Cuando la abracé esta mañana, aún olía a mi piel.

Cuando me besó anoche, aún sintió mi sabor.

Pero, ¿cuánto más podrá recordarme?

Lena se aparta y me mira fijamente.

—Vamos a encontrar la forma de detener esto —dice con una convicción que me duele.

Porque sé que no puede prometerlo.

Porque sé que cada segundo cuenta.

Y porque el miedo ya ha echado raíces en mi pecho.

El día en que Lena me olvide…

Ese será el día en que habré desaparecido para siempre.

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