El suelo se acerca a una velocidad imposible. El viento ruge en mis oídos, devorando cualquier sonido, cualquier pensamiento, cualquier miedo. Todo lo que existe en este instante es la caída. Y Lena. La veo en mi periferia, suspendida en el aire, el cabello salvaje contra la noche, su risa aún enredada en el viento. Hasta que deja de reír. Hasta que su paracaídas falla. Hasta que la veo forcejear con las correas, su cuerpo girando en una espiral descontrolada. Y el terror se me clava en el pecho como un puñal helado. —¡Lena! —grito, pero el viento me roba la voz. Ella sigue cayendo. Demasiado rápido. Demasiado lejos. Mi mente colapsa en un solo pensamiento: no la voy a alcanzar. Pero eso no es una opción. Tiro de las correas con una fuerza sobrehumana, cerrando la distancia entre nosotros. Mi cuerpo vuelve a acelerar, mi estómago se revuelve con la gravedad que se desploma sobre mí, pero no me importa. No la voy a perder. No puedo perderla. Extiendo la mano. Casi. Ca
El reloj marca las 00:00. Y yo sigo aquí. Sentado junto a Lena, con los codos apoyados en la cama, con los ojos fijos en su rostro inmóvil, con el miedo apretándome el pecho como un puño implacable. El hospital es un mausoleo de murmullos apagados, de luces pálidas que proyectan sombras alargadas en las paredes. Afuera, la ciudad respira, pero aquí dentro el tiempo se ha detenido. Aquí, en este rincón estéril y helado, Lena y yo existimos atrapados en una burbuja de incertidumbre. Ella sigue sin moverse. Su piel se ve tan pálida bajo la luz blanquecina. Tan frágil. Tan… lejana. Un sonido metálico resuena en el pasillo y me sobresalto, pero no aparto la vista de ella. Me aferro a su imagen como si pudiera sujetarla, como si pudiera evitar que el mundo nos arrancara lo que nos queda. No sé cuántas horas han pasado. No sé cuántas veces he parpadeado. Solo sé que la observo, memorizando cada detalle, luchando contra el miedo que me carcome por dentro. Espero. Espero. Espero.
El silencio de la habitación se ve interrumpido por un débil murmullo; es como si la vida, tras haber sido suspendida en el abismo del olvido, comenzara a reavivarse poco a poco. El monitor parpadea, marcando lentamente cada latido, y el sonido rítmico de la máquina se funde con mi respiración agitada. Siento que cada segundo pesa como una eternidad, y en mi interior, el miedo se transforma en una mezcla de esperanza y desesperación. Lena... Lena, mi Lena. Su rostro, pálido y frágil, ha comenzado a cambiar. Sus párpados se mueven con lentitud, como si la vida estuviera intentando regresar a ese lugar donde aún existía su luz. Cada pequeño movimiento suyo es una victoria contra el olvido, un triunfo de la memoria sobre la amnesia que nos amenaza a ambos. Mi mente se llena de recuerdos mientras la observo: sus risas compartidas en noches interminables, sus lágrimas en momentos de dolor, el eco de sus susurros en la penumbra de nuestras noches. Todo eso se agolpa en mi mente, recordán
La habitación está vacía. El eco de mi respiración es el único sonido que resuena entre las paredes blancas del hospital. Lena no está. Por un instante, el pánico me devora desde dentro. Miro la cama revuelta, las sábanas aún tibias, el rastro de su fragancia impregnado en el aire. La puerta se queda entreabierta, como si alguien hubiese salido apresuradamente, dejando atrás solo el vacío. Mis latidos se disparan. No puede haber desaparecido. No ahora. Salgo al pasillo con pasos torpes, casi tropezando con mi propio miedo. La gente sigue con su rutina: enfermeras y médicos caminan de un lado a otro, pacientes murmuran en voz baja, y el sonido constante de carritos con bandejas llena el ambiente. Todo sigue su curso, como si el mundo no hubiera colapsado en este preciso instante; como si nadie supiera que me han arrancado la única razón por la que aún existo. —¿Dónde está Lena? —pregunto a la primera enfermera que veo. Mi voz sale áspera, desesperada, cargada de una angustia
El frío de la madrugada me cala hasta los huesos mientras salgo del hospital con el corazón hecho trizas. Cada paso en la acera mojada parece un grito silencioso en el vasto vacío de mi existencia. La imagen de Lena, de su risa y sus ojos llenos de vida, se dibuja en mi mente como un faro que se apaga lentamente. No puedo permitir que ese faro se extinga, y en mi interior arde la determinación de encontrarla, aunque el mundo parezca haberla borrado por completo. Recuerdo cada palabra que compartimos en esos momentos de intimidad, cada promesa susurrada en medio de la penumbra. “No me olvides”, le dije, y ahora esa frase retumba en mi mente como un eco incesante. ¿Cómo puede ser que en la última noche, cuando juramos que jamás nos olvidaríamos, Lena desapareciera sin dejar rastro? No solo se llevó consigo su presencia física, sino también la esencia de lo que nos unía. Y yo, condenado a vagar por las calles, siento que mi existencia se disuelve en el olvido. Empiezo mi búsqueda en la
El insomnio es una tortura. Me mantiene despierto, dejándome a solas con mis pensamientos, con la certeza de que Lena está en algún lugar, perdida en un mundo que ha decidido olvidarla. Mi cuerpo está agotado, mi mente al borde del colapso, pero no puedo rendirme. No cuando aún siento su presencia en cada resquicio de mi alma.Las calles están desiertas. Camino sin rumbo fijo, guiado por la desesperación y la esperanza entrelazadas en un mismo suspiro. No tengo pruebas de que ella siga aquí, de que no haya sido devorada por el vacío de la existencia, pero algo en mí se aferra a la certeza de que el amor no puede desaparecer sin dejar rastro.Y entonces lo veo.Un grafiti en la pared de un callejón estrecho, trazado con tinta roja que gotea como si la pintura aún estuviera fresca."No me olvides."Mis latidos se detienen un instante.El mundo podría jugar conmigo, intentar romperme con ilusiones vacías, pero esta frase no es un accidente. Es nuestra promesa. La promesa que le hice cuan
El amanecer tiñe de oro la ciudad, pero en mi interior todo sigue sumido en la penumbra. Tras días de búsqueda incesante y noches llenas de dolor, finalmente llegué a un pequeño centro comunitario en el que, según rumores, Lena había sido vista. Mi corazón, aún marcado por la ausencia de su recuerdo, late con la fuerza de mil promesas rotas. No podía rendirme; cada instante sin ella me recordaba lo que habíamos vivido, lo que habíamos jurado jamás olvidar. Al entrar al centro, la cálida luz de un reloj de pared y las risas de algunos niños jugando contrastaban fuertemente con la soledad que sentía. Caminé entre la gente sin intención, mis ojos siempre alerta en busca de aquel rostro que me había sido arrancado de la memoria colectiva. Allí, entre una multitud de desconocidos, la vi sentada en un banco del pequeño parque interior del centro comunitario. Su mirada estaba perdida en un libro, pero había algo en su semblante que me hizo detener en seco. —Lena… —dije en voz baja, casi co
El sol de la mañana inunda la ciudad y, en cada rincón, las voces del mundo parecen murmurar mi nombre. Pero ya no es solo mi voz la que resuena, sino la de aquellos que, sin saberlo, han recordado que existo. Desde que Lena despertó y nuestro amor volvió a brillar, la gente empezó a hablar. No son simples comentarios: se difunden rumores, se hacen preguntas en las redes, y de repente, mi imagen se vuelve polémica. Mientras salgo del hospital, aún con el recuerdo de aquella noche que casi me hace perderla, me encuentro rodeado de gente. Algunos me miran con extrañeza, otros con una mezcla de admiración y desconcierto. En la calle, oigo fragmentos de conversaciones: —¿Viste a Elías? Dicen que es el hombre que desafió al olvido. —¿Por qué estará con Lena? Parece que solo él la recuerda. —Dicen que es un misterio, que su historia es tan intensa como un sueño… Cada palabra se clava en mi alma. Mi existencia, que durante tanto tiempo se había desvanecido en la penumbra, ahora está en