17. El día que no existí

El reloj marca las 00:00.

Y yo sigo aquí.

Sentado junto a Lena, con los codos apoyados en la cama, con los ojos fijos en su rostro inmóvil, con el miedo apretándome el pecho como un puño implacable.

El hospital es un mausoleo de murmullos apagados, de luces pálidas que proyectan sombras alargadas en las paredes. Afuera, la ciudad respira, pero aquí dentro el tiempo se ha detenido. Aquí, en este rincón estéril y helado, Lena y yo existimos atrapados en una burbuja de incertidumbre.

Ella sigue sin moverse.

Su piel se ve tan pálida bajo la luz blanquecina. Tan frágil. Tan… lejana.

Un sonido metálico resuena en el pasillo y me sobresalto, pero no aparto la vista de ella. Me aferro a su imagen como si pudiera sujetarla, como si pudiera evitar que el mundo nos arrancara lo que nos queda.

No sé cuántas horas han pasado.

No sé cuántas veces he parpadeado.

Solo sé que la observo, memorizando cada detalle, luchando contra el miedo que me carcome por dentro.

Espero.

Espero.

Espero.

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