Empresas K&R era uno de los mejores lugares para trabajar en la ciudad, así lo había dicho una prestigiosa revista de negocios el año pasado, y el anterior. Con un empleado asesinado, otro revelándose como lobo y posible culpable, policías yendo y viniendo interrogando a todo el mundo, difícilmente mantendrían el lugar este año. El efecto ya se dejaba ver en la caída del precio de sus acciones. Y ligeramente en su humor. "Podría ser mucho peor", le habían dicho los analistas, "podríamos tener la soga al cuello". Misael Overon se aflojó la corbata. —Hazlos pasar, Clarisa. —No están aquí, señor. Me llamó Adela, están en su casa. Adela era su ama de llaves. Una mujer de unos cincuenta años, diligente y con expresión severa. —¿Por qué me avisan a mí que ellos están allá y no a ellos que estoy acá? Se aflojó más la corbata. —Adela se los dijo, pero insisten en verlo allá. Misael suspiró pesadamente, mirando una vez más el reloj. —Díganles que me desocuparé en tres horas, tengo mu
—Estaba completamente ebrio —dijo Max—, Rodolfo podría hasta haberse caído solo. Sara revisaba el informe de sustancias químicas. El de la autopsia estaría por la tarde. Un toque en la puerta. El oficial de los retratos hablados tenía listo el de la mujer. —Una belleza —dijo Max—. No le doy más de treinta años. Por ahora enfoquémonos en encontrarla a ella, Rojas. El fantasma sigue estando sólo en tu nariz. Iré con los de narcóticos, tal vez alguno la conozca. Tú espera aquí por novedades del laboratorio. Sara leyó una vez más el informe. Se dio una vuelta por el laboratorio, intentando ver las posibilidades de soborno. Estaban atestados de trabajo. —Trajimos unas muestras de cabello humano y también pelos que creemos puedan ser de animal —le dijo ella a uno de los forenses. —Hay un catálogo de pelos animales, puedes compararlo. ¿Sabes usar los equipos? Sara asintió. Evitó decir las excelentes calificaciones que había tenido en laboratorio forense. Si quería que dejaran de trata
Luego de dar aviso a Max, Sara se dirigió a la ubicación que Aníbal le había enviado. Siguiendo las indicaciones de la aplicación de navegación GPS, llegó a un barrio residencial en los suburbios. La calle, solitaria, estaba iluminada a intervalos por los focos de anaranjada luz artificial. Por cada uno bueno había dos malos. La casa en cuestión estaba en una de esas manchas sombrías, que daban el aspecto de estarlo observando todo a través de gruesos barrotes. Nadie había por allí a esas horas, salvo un gato, que cruzaba tranquilamente la calle aprovechando la soledad. Se contactó con la central para averiguar algo respecto a la casa y sus ocupantes. No tardaron en decirle que el dueño tenía cargos por receptación y robo. La idea de ir y pedirle amablemente que le entregara el teléfono fue bastante breve. Sin embargo, la serie de eventos burocráticos que le permitirían hacerse con el aparato ya había iniciado. Dos horas estuvo esperando hasta conseguir una orden para allanar y poli
—¡¿Me escuchas, Rojas?! Pasado el estupor de la dramática confesión que habían presenciado, Max acompañaba a Sara en la enfermería. —¡¿Me escuchas?! —Sí... un poco despacio... Hay un pitido. —No se aprecia trumatismo interno —dijo el oficial médico de turno, revisándole los oídos—. Si el tinnitus continúa mañana, tendrás que ir a un hospital. Sara leyó en sus labios "hospital". El resto habían sido murmullos por debajo del pitido. Max le acercó su teléfono. Había escrito lo dicho por el médico.—¿Qué es tinnitus? —preguntó ella. "Ese pitido que escuchas".Sara asintió. Era bastante molesto. Se sentía como un televisor viejo que no acababa de sintonizar un canal. Emitían un sonido similar que pocos oían. "¿Cómo lo hacías en las prácticas de tiro?", escribió él. —Uso tapones. Además, en lugares abiertos el sonido se dispersa. Esto de ahora fue una explosión. Y vaya que lo había sido. Los sesos del hombre habían decorado gran parte de la pared del costado y del escritorio de Max
En una fría mañana gris de otoño, el segundo disparo retumbó hasta desvanecerse entre las nubes. Las ramas de los árboles se agitaron cuando las aves emprendieron raudas el vuelo. Un disparo más y silencio. Los oficiales, elegantemente uniformados y de rostros entrenados para mantenerse inexpresivos, bajaron sus armas. Sara se quitó los tapones. Aun con ellos puestos había oído los tiros, lejanos y tenues, seguidos una vez más de la cabeza del Álvarez volando por los aires. Al menos así lo había hecho la mitad de arriba. En la de abajo, que siguió pegada al resto del cuerpo, su lengua moribunda se agitaba como una babosa a la que han tirado un puñado de sal. Tal vez pronunciaba palabras mudas. Sus recuerdos involuntarios retrocedían unos segundos, antes de que el cañón centelleara contra la sien. Ella lo miraba a los ojos, esos que no parpadeaban y que se habían teñidos de rojo. Estaban fijos, muy fijos en un punto que no había sido su rostro ni el de su compañero. Y de pronto, cua
En cuanto Sara vio los arces empinarse hacia el cielo a ambos lados del camino, supo a dónde se dirigían. Las hojas teñidas de rojo la recibían, sacudiéndose en lo alto igual como entonces. Parecían dos ríos rojos deslizándose fuera de las ventanas del auto. "Es como viajar dentro de una vena", había pensado la primera vez. "¿Llegaremos al corazón?"."¿Acabaremos salpicados contra un muro o estampados sobre el frío asfalto de un estacionamiento".—¿Ya sabes a dónde vamos? —preguntó él, conduciendo con sus manos enguantadas. —A la casa de veraneo de tu familia, junto al lago.Los recuerdos desplazaron todo lo demás en su cabeza. *—¿Y quién estará allí? —preguntó Sara, fascinada con el colorido espectáculo de los arces. Bajó la ventanilla. Cada aroma debía tener un nombre y acababa de descubrir el olor del otoño. Penetrante, ocre, tierra seca y todavía guardando en su seno el tenue calor del verano. —El señor Frederick, el señorito Misael... —¡No lo llames señorito, mamá! Es Misael
En el mullido sofá de la casa del lago que parecía una bestia ciclópea, el cuerpo de Sara se hundió con el de Misael encima. El calor de las llamas que ondeaban tentativamente en la chimenea rivalizaba en ardor con el de sus sangres. Se les agolpaba en la cabeza y bombeaba con fuerza hacia sus genitales, mientras oían un leve zumbido, imperceptible para oídos humanos. Eran susurros. Los susurros de las bestias que aullaban con nostalgia hacia la luna. Los besos y caricias se volvían una danza ya aprendida. Y no importaba cuántas veces se repitieran los mismos pasos, siempre los sacudían con un sabor distinto. Esa era la trampa que les impedía apartarse. —Ella va a oírnos —dijo Sara en un momento en que su cabeza pudo pensar. Perdida todavía entre la bruma que la sofocaba, ahora más tibia, pero igual de pegajosa, ella mantenía el contacto con Misael para no desintegrarse en la nada. Ese era el efecto que sus feromonas de macho alfa predestinado le provocaban, una intensa sedación me
La plácida sonrisa que el buen dormir de Trinidad le había dibujado en el rostro se interrumpió con el sonido de su teléfono. Los amantes prohibidos, que se reunían furtivamente sólo en sus sueños, volvían a estar otra vez más lejos que nunca. Era su jefe quien la llamaba, pidiéndole una taza de leche chocolatada caliente a las tres de la mañana. Ella había tenido muchos trabajos antes de llegar con Misael Overon. Nunca consideró ser sirvienta hasta que vio la suculenta suma que él magnate le ofrecía. Un hombre soltero que se pasaba la mayor parte del tiempo en el trabajo, sin niños ruidosos que cuidar y sin esposas quejumbrosas y consentidas pintaba bastante bien. Lo único que la abrumó al principio fue el tamaño de la casa, pero con las demás sirvientas, las labores se distribuían equitativamente y para nada se sentía explotada. El resto fue acostumbrarse a la algo excéntrica personalidad de su jefe. Lo que más le costó fue caminar sin hacer mucho ruido, pero lo consiguió con el