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LXIII La tortura de la luz
La radiante mañana devolvió a la ciudad su apariencia renovada y lustrosa. El humo ya no se olía en el aire ni opacaba el cielo, donde el sol anunciaba desde ya que desplegaría todo su fulgor. El aliento de las flores había vuelto a ser la esencia que predominaba de fondo, entre los gases vehiculares y los aromas naturales de cada ser vivo.

Y en una temporada donde la naturaleza pregonaba su visual atractivo, estar impedido de apreciarla era uno de los peores castigos.

—¡Overon, el desayuno!

Sólo el sonido de sus pasos acompañó al guardia Jorge hasta que se detuvo frente a la celda. Su bastón seguía en su sitio.

—Buenos días —le dijo Misael.

El hombre deslizó la bandeja por la ranura que había a mitad de los barrotes: cereal, pan, jugo. Tendría que empezar a ejercitarse o se pondría obeso.

—Afuera es una hermosa mañana y como no puedes salir a ver las flores, te traje una hasta aquí. —De un bolsillo sacó un papel doblado—. Esta es la carta que más nos ha hecho reír. Después de las asq
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