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LXVIII El verdadero destino

Por más veces que Sara abrió y cerró los ojos, no cambió el panorama frente a ella: la pulcra habitación blanca, la luz grisácea del techo, la mano en su vientre que no veía, pero que sentía.

Recordó el choque. Tal vez se había dañado la columna. El terror fue tan intenso que podría haberle dado un infarto si su corazón fuera capaz de agitarse. Se balanceaba en calma, su lento latir monótono era como el de un reloj.

Como el del reloj de Misael.

Lo único que podía hacer era contar el paso del tiempo. Imaginó que así se sentiría un insecto a medio pisar o uno descabezado, con el cuerpo deshecho y desconectado, pero no del todo. Podía doler todavía. Dolería hasta el final.

En cuanto a los aromas, le recordó a la sala de un hospital: limpieza, desinfección, medicamentos inyectables. La confirmación de que no estaba en un hospital fue el silencio. Un silencio inexplicable en un recinto de salud, con gente yendo de un lado a otro, con pacientes quejándose, rogando o agradeciendo por su vida
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