El bosque estaba en calma, pero Diego sentía en su interior que algo no estaba bien. Desde que comenzaron a entrenar a Emma, su instinto de Alfa le advertía que no estaban solos. Había algo en el aire, un olor tenue, una presencia que parecía deslizarse entre los árboles como una sombra. Y ahora, después de que Emma regresara a su cabaña agotada por el entrenamiento, Diego patrullaba los límites del territorio con Jack y Edward. —¿Lo sientes? —preguntó Jack en voz baja mientras caminaban en silencio entre la maleza. —Sí —respondió Diego, con la mandíbula apretada—. Nos están observando. Edward olfateó el aire y frunció el ceño. —No están solos. Hay al menos tres, pero podrían ser más. Diego asintió. Su lobo rugía en su interior, ansioso por salir y cazar a los intrusos. —No ataquen todavía —ordenó—. Quiero saber qué están buscando. Se movieron con sigilo entre los árboles, sus sentidos agudizados, sus cuerpos tensos. De pronto, un ruido en la distancia los alertó.
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