El silencio del espacio era engañoso. Afuera, el vacío parecía eterno, pero dentro de la nave, el aire estaba cargado de tensiones invisibles. Alea se concentraba en los controles, escaneando cualquier anomalía en los radares. Desde que habían ingresado al sector prohibido, todo había cambiado. Las estrellas parecían más lejanas, y el espacio, más hostil. —Estamos en zona roja, —advirtió Eryon desde su posición en el asiento trasero. Su voz era firme, sin rastro de la cercanía que había mostrado horas antes. —Lo sé, —respondió Alea, más fría de lo que pretendía. —Si lo sabes, ¿por qué sigues? Alea giró la cabeza, lanzándole una mirada afilada. —Porque no tengo opción. Igual que tú. Eryon no respondió de inmediato. En lugar de eso, se inclinó hacia adelante, y Alea sintió de nuevo ese calor extraño que siempre parecía emanar de él. —Todos tenemos opciones, Alea, —murmuró, su tono bajo
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