Ese lunes, por la noche, al volver de la agencia, casi a la medianoche, encontré, al fin, a Rudolph. Estaba en la cabecera de la mesa, sorbiendo su café. Tenía su rostro tranquilo, apacible, dulce como siempre. Quería correr y besarlo, pero me contuve. Tenía que aparentar que aún estaba muy molesta con él. -Tú nunca te habías comportado así-, le dije alzando mi naricita. Rudolph no me contestó, solo me miró, dejó la taza, se levantó desinhibido, se me acercó y me dio un besote en la boca. Lo sentí tan dulce, tan sabroso, tan delictual y maravilloso que cerré los ojos, mi corazón se alteró, levanté un tobillo extasiada y excitada y las lágrimas chorrearon de mis ojos, resbalando por mis mejillas. Fue una noche fantástica y maravillosa, romántica y candente, muy tórrida, con mucho fuego chisporroteando en nuestros cuerpos, incinerándonos, volviéndonos, casi de inmediato, en grandes pilas de carbón humeante. Rudolph me cargó con sus grandes brazos y sin dejar de besarme, me l
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