Los campos de Enoc se hallaban envueltos en llamas, los ejércitos del poderoso reino de Vraelon terminaban de encender los pocos sembríos que quedaban en pie y llevaban a los esclavos hacia las mazmorras. La Reina Gretel miraba todo con satisfacción, de esa forma había vengado la muerte de su hijo a manos de los rebeldes. Su nieto, Edward, había sido el arma perfecta para la venganza, a sus 18 años, era sucesor del trono y por ende rey, el rey más joven que su pueblo había visto, además del más cruel. Uno de los soldados trajo consigo unas láminas de piedra con símbolos del aire, fuego, tierra y agua y en el centro tallada una llama que los unía a todos. —Esto es lo que conseguimos del templo de Salem. Gretel sonrió con satisfacción, tenía entre sus manos un poderoso conocimiento que debía profundizar. —Todos tus enemigos están bajo el estrado de tus pies, Edward, no hay enemigo que se ponga frente tuyo. —Ahora soy el rey del mundo. —Y tendrás todo el poder que siempre debió
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