—No, lo siento, pero encontraré una salida por cuenta propia. Estoy dispuesta a limpiar tu nombre; sin embargo, no a base de mentiras, no me parece bien—, Sebastián no podía creer que la chica frente a él estuviera negándose ante aquella propuesta.
—Después de dos días pensándolo, ¿esta es la respuesta que me tienes?—, le reclamó con voz dura y cortante, levantándose de su sillón de cuero.
Lizbeth, con los puños apretados a cada lado de su tembloroso cuerpo, veía la majestuosa oficina, sin valor para enfrentar a ese hombre frente a ella, que parecía una fiera embravecida.
Cuando Sebastián tiró un periódico sobre la superficie del escritorio, ella se sobresaltó.
—Mira, estamos en primera plana, ¡¿cómo piensas arreglar esto?!—, él señalaba la imagen de ambos en el periódico, y ella no se atrevió a leer porque no podía soportar que la estuvieran criticando; ya con la presión de su madre era suficiente.
—Usted es dueño de una gran corporación televisiva. Vamos a dar una declaración en vivo, expliquémosles a todos que esto es un error. Estoy dispuesta a enfrentar la consecuencia; nadie más que yo saldría afectado. Me van a criticar durante un tiempo, pero luego se olvidarán de mí. No soy nadie, ni siquiera me conocían hasta ahora—, explicó con voz trémula. Cuando vio a Sebastián avanzar hacia ella, reculaba totalmente nerviosa, sintiendo que ese hombre le robaba su espacio, y tragaba grueso.
—Pero no es lo que quiero yo. Tú irrumpiste en mi vida y resolverás esto de la manera que quiero, así que deja los dilemas a un lado—, le sentenció con una expresión que a Lizbeth le provocó miedo. Aunque no tenía ni idea de qué lo que estaba viendo era el lado más gentil de Sebastián Barrett, si en realidad viera a fondo la verdadera naturaleza de ese hombre hermosamente trajeado se negaría mil veces más.
……
Tres días después, ella aún seguía negándose, pero Sebastián se mostraba más insistente que nunca, incluso la recogió cuando ella salía de la escuela en la que era profesora interina, sorprendiéndola por completo.
—Imagina una maestra embarazada sin estar casada, ¿qué vas a responder cuando los demás te pregunten? Dudo que si expones lo que ocurrió, los padres de esas adolescentes que son tus alumnas seguramente exigirán que dejes de dar clases a sus hijos. Y tus planes de conseguir un puesto fijo nunca podrán ser siendo madre soltera. Conoces los límites que impone esta sociedad a las mujeres—, eso fue lo primero que le dijo Sebastián cuando ella se montó en el coche, y Lizbeth respiró hondo.
—Créame, señor Barrett, no hay nada que yo no pueda superar. Después de soportar a mi madre y a mi hermana por tanto tiempo, estoy preparada para todo—, le respondió sin caer en sus provocaciones, y Sebastián peleaba internamente. Nunca nadie le había puesto algo tan difícil como lo estaba haciendo Lizbeth y a pesar de ser un hombre que se sulfuraba muy rápido, extrañamente con ella, no podía tener un arrebato.
—Supongamos, maestra Lizbeth Weber, que usted logra superar las críticas y las discriminaciones sociales. ¿Tiene usted los recursos necesarios para alquilar un hogar o para la preparación que se necesita para tener a su bebé?—, intentó jugar con su mente y lograr asustarla, y lo logró, porque Lizbeth recordó que en su cuenta bancaria apenas había 1800 dólares, lo cual no alcanzaría para los depósitos de un alquiler. Además, el director del colegio le dijo que estaría suspendida hasta que su nombre dejara de aparecer en los medios informativos, porque el escándalo estaba perjudicando al colegio y las quejas recibidas por los padres se estaban volviendo incómodas.
Después de unos minutos de silencio, Lizbeth miraba al hombre a su lado en el asiento trasero de ese auto de lujo, con su postura firme y tan calmado que nada parecía afectarle, mientras que ella, por el contrario, se mordía las uñas, nerviosa, preguntándose qué debía hacer.
No quería meter a la criatura en su vientre en ese juego que proponía Sebastián. No era algo que le pareciera bonito, y menos mentir sobre el padre de su bebé. Se imaginaba lo mal que se vería si se descubriera que él no es el padre. Incluso imaginaba que la gente diría que lo hizo a propósito para sacar algún beneficio.
Y más, cuando el contrato que Sebastián colocó en estos momentos sobre su regazo, tenía una cláusula que estipulaba que, bajo ninguna circunstancia, debía revelar que todo había sido planeado. Solo ella tendría las de perder.
«Esta es una locura que no pienso cometer», pensó, recordando las miradas que le brindaron esas personas cuando ella entró al salón a detener a su madre. Ese no parecía ser su mundo.
En cambio, Sebastián, aunque se mostraba sereno, estaba cuestionándose por qué siempre es el tipo de persona que investiga a quienes estarán a su lado, y a esa chica le daba pase libre sin tener toda su información. Apenas la estaba conociendo y prácticamente la estaba obligando a convertirse en su esposa.
«Ah, prefiero a esta desconocida embarazada de otro que casarme con esa chica esterilizada que mi abuela buscó», justificó para sí mismo, enfocando de reojo a Lizbeth, la cual estrujaba la falda de su vestido constantemente.
—¿Estás asustada?—, le preguntó con gesto divertido. La chica de lentes enormes alzó su mirada, lo vio por unos segundos y con rapidez apartó sus ojos. —Pero si no has firmado, Lizbeth, no puedo darme el lujo de perder el tiempo. Tengo la presión de mi abuela y mi padre. Me están exigiendo casarme con esa heredera para ponerle fin a los chismes de esas revistas amarillistas y noticieros de cotilleo que no han hecho más que especular sobre este tema.
—Señor Sebastián, debe casarse con su prometida. Siempre he visto que las personas adineradas evitan que la prensa hable de ellos. Usted puede amenazar con demandarlos, o en el mejor de los casos, aclararlo todo. Porque aún sigo pensando que esto que me propone es una locura…— exclamó la chica con voz trémula y con ojos cerrados, viéndose muy graciosa. —Aunque le agradezco que nuevamente, a pesar de lo que mi madre ha hecho, me quiera rescatar, no puedo aceptar su ayuda, y no puedo brindarle la mía. Le juro que soy malísima mintiendo. Yo no convencería a nadie con mi actuación. Nos descubrirán en un mes como mucho. Además, si su familia descubre que nunca hubo nada entre nosotros, me condenarán. No puedo, de verdad, no puedo jugar con la vida de este bebé. — Ella se acarició el vientre. —Este bebé no es tuyo, por esa razón te parece fácil.
—Quédate con el contrato, revísalo a fondo. Tenemos 20 días para que tomes tu decisión—, la hostigó él, y ella sentía como si un jefe le estuviera dando una orden, en este caso era uno que le parecía muy atractivo. Aunque ella estuviera enamorada de un patán, eso no impedía que pudiera notar cuán guapo es el hombre que insiste en ser su esposo de mentira.
—¿Sabes qué es lo que más me molesta de tu trato?
Sebastián negó con la cabeza.
—Pareciera que te aprovechas de mis circunstancias—, espetó ella con enfado, acomodándose sus lentes con un dedo índice, algo que Sebastián notó como un tic de su parte, porque parecía hacerlo siempre que mostraba irritación.
«Sí que lo hago», aceptó él internamente antes de ladear la cabeza y mirar por la ventanilla.
—Liz, ¿te he ofrecido dinero para que te sientas de este modo? Aprovecharme de tus circunstancias sería como ofenderte ofreciéndote plata para comprar tu voluntad; sin embargo, lo que te propuse fue un trato, ambos nos necesitamos, eso es todo, deja de estar dándole vueltas a esto, o buscándole fallos.
Él alzó ambas cejas de una manera que lo hizo ver sexy ante los ojos de Lizbeth, quien se aclaró la garganta.
—Usted lo pinta fácil, pero para mí no lo es, mire como estoy de descontrolada; nunca en mi vida había estado tan nerviosa como en estos días.
Ella alzó una mano, mostrándole cuánto temblaba y aún no había llegado el momento de actuar. Cuando él la agarró, entrelazando sus dedos, ella sintió que su corazón saldría de su caja torácica.
—Para empezar no me digas, señor, debes hablarme como si estuviéramos enamorados. Yo te diré Liz, y cuando nos pregunten cómo nos conocimos, en parte dirás la verdad, omitiendo el desmayo y el hospital, y alterando el tiempo —. Ella no se atrevía a mover un solo músculo.
—Yo, yo no he firmado y no creo que lo haga— sostuvo avergonzada, con mejillas sonrojadas y el conductor, que hacía tiempo había estacionado frente a la casa de Liz, miraba disimuladamente por el retrovisor con cierta diversión.
—Bue- bueno, muchas gracias por encaminarme a casa, que tenga buen viaje de regreso y que encuentre a otra mujer que esté dispuesta —le dijo Lizbeth intentando ser graciosa, y apartando su mano sin parecer brusca.
Sebastián la ponía nerviosa, aunque no entendía por qué, pero cuando su mirada se clavaba en la de ella la intimidaba y la hacía sentir bastante tonta.
—Estás olvidando algo—. Él alzó la carpeta con el contrato dentro. — Llévatelo, por favor.
Cuando la vio salir disparada, soltó unas carcajadas suaves.
—Señor Barrett, tenía mucho que no lo veía reír, parece que esta señorita es especial —le dijo el conductor con cierta confianza y sin alejar su mirada de la mujer que caminaba a pasos apresurados.
—Es diferente a lo acostumbrado, aunque no le veo lo especial. Me estoy aprovechando de su desesperación, eso es todo, así somos nosotros, nos aprovechamos de los más vulnerables. Ella firmará, aunque su moral se interpone —aseguró Sebastián borrando la sonrisa de sus labios.
—Usted ha insistido tanto que parece un hombre enamorado, nunca lo vi perseguir a una mujer como lo hace con esta señorita — el comentario de Austin, su chofer, lo hizo tensarse, y con aspereza se aflojó el nudo de la corbata.
—Ya estoy enamorado de Marcela y lo sabes—, con tono disgustado le recordó a su conductor, a aquella mujer que sigue siendo su amor doloroso.
— Además, esa chica no tiene nada que me haga sentir atracción. Conduce por favor —continuó cortante, zanjando el tema. El hombre solo asintió en silencio, alzando un frasco de pastillas.
—No las necesito, Austin, aún no estoy tan furioso.
….
—¿De quién es ese auto? —Lizbeth, que estaba a punto de abrir la puerta de su casa, espantada, dio un salto.
Al desviar la mirada a su izquierda, Lizbeth vio a su hermana recostada en una pared. Con sus manos temblorosas, escondió el contrato dentro de su bolso, rogando al cielo que ella no se diera cuenta de fisgonear, algo que naturalmente hacía.—Hermana, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿Te dejó tu marido adinerado? — le preguntó con ironía. Su hermana Yesenia siempre presumía de su matrimonio feliz con un hombre pudiente, tratando de menospreciar a Lizbeth por no tener novio, asegurando que ella nunca podría conseguir a un hombre que la superara económicamente.—A mí no me dejan querida, mi esposo me adora tanto, que mira el bolso de edición limitada que me regaló justo hoy, algo que tú no tendrás ni siquiera siendo la chica prepago para millonarios. Aunque el dueño de ese auto lujoso debe estar ciego — escupió con malicia. Ella vivía para burlarse de Lizbeth.—Controla tus insinuaciones. No necesito acostarme con hombres para tener bolsos de lujo. A mí esas cosas no me llenan como a ti ¡
Tres horas después:Lizbeth se sentó frente a su ordenador para buscar algún empleo en la red. Necesitaba encontrar una salida pronto. Por más que deslizaba la pantalla, no encontraba nada relacionado con su área, hasta que su mirada se detuvo en un anuncio para nuevos autores que desearan publicar sus obras literarias.Sacudió la cabeza. Se negaba a mostrar sus escritos al mundo. Escribir era parte de su hobby, y no creía que podría vivir de eso como los grandes novelistas que le gustaban.En el momento en que estaba sumergida en aquellos pensamientos, la vibración de su teléfono sobre el pequeño escritorio la sacó de su letargo y, al mirar el identificador de pantalla, respiró hondo.—¿Por qué ese hombre me está llamando? —murmuró con enojo, apretando los puños. A pesar de su enfado, su corazón en el fondo estaba dando saltitos. La estaba llamando su ex, el hombre que aún amaba, y no evitaba preguntarse si era para pedirle perdón.—Pero si es así, no debería perdonarlo. Eso me humil
Sentado en la textura de cuero pulido que recubre el asiento trasero de su Mercedes negro, Sebastián alternaba su mirada entre el mundo que pasaba difuminado por la ventana y el elegante reloj de tourbillon que adornaba su muñeca. Mientras que su chofer lo espiaba discretamente a través del espejo retrovisor.—Señor Barrett, creo que la señorita Lizbeth no vendrá, tal vez se arrepintió. Y si fuese así, sería lo lógico — opinó su conductor, con la voz teñida de un temor respetuoso.Austin no era solo un empleado al volante, o guardaespaldas, sino un confidente, que Sebastián le había concedido cierta confianza y quien nunca se oponía a sus decisiones. Pero esta vez no aprobaba que su jefe involucrara a la frágil y delicada muchacha, en las turbulentas aguas que eran los dilemas familiares de los Barrett.El suspiro de Sebastián fue una tormenta contenida. Arrastró su mano por el cuello con tal aspereza que parecía querer arrancar de sí, los pensamientos que lo asediaban.—Tu lógica no
Sebastián respiró varias veces, contando insistentemente, inspirando y exhalando como le había enseñado su especialista. «¡Condenada, Marcela! ¿Por qué tenías que recordarme mi pasado y ese momento tan doloroso de mi vida?», se reprochó a sí mismo. Maldijo mil veces a la mujer que todavía tenía el poder de alterarlo de tal modo. Además, Lizbeth estaba cerca; no quería que ella lo viera así, con sus emociones tan alteradas. No quería que conociera su secreto más íntimo. Ya había cometido el error de confiar en Marcela, y ella lo utilizó en su contra. Decidió que ninguna mujer volvería a tener ese poder sobre él nunca más.Ante el asombro de Austin, Sebastián se fue calmando poco a poco y recuperó su serenidad. Arregló su ropa tratando de controlar el temblor de sus manos. La ira atacaba sobre todo esa parte de su cuerpo, y nublaba su entendimiento y el control de sus actos.Hizo movimientos mecánicos para entretener su mente, tal y como le habían enseñado los especialistas a los que h
Lizbeth se alejó un poco de él sin poder contenerse. Este hombre la alteraba; su presencia hablaba a sus cinco sentidos. «¿Cómo podría ser posible?», pensó ella, bajando la mirada para que no viera la emoción que la embargaba y para dominar el delirante impulso de volver a tocarlo.«¿De dónde surgen todas esas sensaciones? Hasta hace poco pensaba estar enamorada de mi ex novio, el traidor. ¿Cómo podrían cambiar tan rápidamente mis sentimientos? ¡Odio ser tan voluble!», reflexionó.Sebastián se relajó; su expresión, generalmente arrogante, fue suavizada por una sonrisa ligera pero genuina. Indudablemente, esta mujer le atraía. Aún no sabía qué tenía ella que lo hacía sentir relajado, pero no debía olvidar que no podía confiar en ella. Parecía decir una cosa y sentir otra, cambiar de idea tan rápidamente que no daba tiempo de asimilarlo. Un día se quería casar y al otro no, decía algo y luego decía otra cosa, o más bien decía algo, pero no era lo que sentía, porque no tenía la habilidad
Aquella anciana de rostro severo, con sus maneras tan altaneras, había provocado un inmenso desasosiego en Lizbeth. Ella realmente no sabía cómo actuar. Al fin y al cabo, no podía ofenderla: en primer lugar, era una persona mayor, ya anciana, y no quería ser culpable de que algo le ocurriera; por otro lado, era la abuela de su esposo, y aunque este matrimonio fuera falso, no podía provocar un disgusto en la señora.Ambas, tanto la anciana como su acompañante, se quedaron observándola como si estuvieran en un pedestal y Lizbeth fuera su subordinada y tuviera que rendirles tributo.En ese preciso momento, maldijo a Sebastián: él debería haber previsto esta contingencia, conocía a esta señora y sabía de lo que era capaz. Entonces, ¿por qué la dejó aquí sola para enfrentarse con ella?No le quedó otro remedio que tratar de conciliar la situación; su profesión le había enseñado algo, y era a lidiar con personas altaneras como ella.—¿Qué esperas para moverte? Ve por tus cosas, vámonos, mu
—Pedí trabajar en esta empresa, porque solo así puedo verte. Tú me evitas, perdóname amor. Lo siento, no debí ser tan cruel. Por favor, Sebas, no me apartes de tu lado. Me duele tu indiferencia— le decía Marcela con la cara pegada a su espalda. Él, con toda la calma del mundo, apartó sus manos y, como si no existiera, respondió la llamada.—¡¿Cómo se atrevió?! — gruñó con los dientes apretados después de escuchar lo que la anciana Barrett hizo, comunicado por su ama de llaves. Dejando a Marcela con los ojos más abiertos de lo normal, salió casi corriendo. A su entender, nada ni nadie que no fuera ella hacía correr a Sebastián. Solo ella sentía que tenía el poder de descontrolarlo de ese modo, y la incertidumbre empezó a atormentarla.—Maldita sea, se supone que me ama. Entonces, ¿por qué me evita? — farfulló la mujer con fastidio. Al escuchar una risa ronca, se giró.—¿Piensas que mi amigo caerá a tus pies siempre que quieras? Sebastián no es un loco, Marcela— le dijo Mauricio de mane
Sin embargo, para sorpresa de su madre cuando Sebastián alzó la mano para empujar a Lizbeth, algo lo detuvo, aunque no sabía por qué, su mente se aclaró.—Se… — empezó a decir Lizbeth y con rapidez se aclaró la garganta, ya que estaba a punto de llamarlo "señor" delante de todos. — Sebas, relájate, ¿sí? — su pedido sonó como un ruego y le agarró la mano, esa que estaba herida. La gota de sangre caía sin parar, y aún marchándose, a Lizbeth no le importó sostenerla.La familia no podía entender por qué Sebastián estaba tan violento y su madre estaba con la boca abierta. Recordaba las tantas veces que Sebastián la empujaba, como si no la reconociera, y ahora esa chica había logrado tomarlo de la mano, y parecía ir calmándose. No podía creerlo, a pesar de estar aliviada porque sintió terror al creer que la tiraría estando embarazada.—Este tipo de escenas tan vulgares no te las permito, Sebastián. Has hecho siempre lo que te place, pero en esta ocasión nos debes una disculpa a todos por t