Al desviar la mirada a su izquierda, Lizbeth vio a su hermana recostada en una pared. Con sus manos temblorosas, escondió el contrato dentro de su bolso, rogando al cielo que ella no se diera cuenta de fisgonear, algo que naturalmente hacía.
—Hermana, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿Te dejó tu marido adinerado? — le preguntó con ironía. Su hermana Yesenia siempre presumía de su matrimonio feliz con un hombre pudiente, tratando de menospreciar a Lizbeth por no tener novio, asegurando que ella nunca podría conseguir a un hombre que la superara económicamente.
—A mí no me dejan querida, mi esposo me adora tanto, que mira el bolso de edición limitada que me regaló justo hoy, algo que tú no tendrás ni siquiera siendo la chica prepago para millonarios. Aunque el dueño de ese auto lujoso debe estar ciego — escupió con malicia. Ella vivía para burlarse de Lizbeth.
—Controla tus insinuaciones. No necesito acostarme con hombres para tener bolsos de lujo. A mí esas cosas no me llenan como a ti ¡Materialista! — rezongó Lizbeth irritada antes de ingresar a la casa, con la mujer detrás de ella siguiéndole el paso.
—Madre, ¿sabías que tu hija, la humilde profesora, fue traída a casa por un anciano con plata? — voceó con malicia, aunque no tenía la seguridad de que el hombre dentro de ese coche fuera mayor, simplemente quería dejarla en una posición comprometida. — No se puede dudar que sea un tipo casado. Es la única justificación para que le haga caso a un tapete tan feo como mi hermana — agregó con la envidia en su punto más alto.
Lizbeth sonrió con tristeza.
—¡Cómo inventas cosas! ¡Qué patética eres, hermana! — Lizbeth chasqueó la lengua con planes de dejar a la venenosa de su hermana peleando sola.
Cuando su madre llegó a la pequeña sala con una olla en las manos, ella apuró el paso, pero se detuvo en seco cuando la escuchó advertirle:
—No te atrevas a irte.
—Ven y cuéntame en qué has quedado con ese hombre. Te advertí que no te atrevas a dejar que te rechace. Ya llevas días hablando, no sé de qué, con ese hombre, cuando tu deber es atraparlo. En mis tiempos, yo ya habría tenido una sortija de compromiso en mi dedo — Lizbeth frenó sus pasos, respirando profundamente. De verdad odiaba que su madre fuera ese tipo de persona; por esa razón, Yesenia era una insufrible que solo pensaba en el dinero y en hacer su voluntad.
—Bien lo dijiste, madre, tú en tus tiempos. Yo no quiero atrapar a un hombre por su dinero — le contestó con los dientes apretados y sin la intención de sentarse a cenar con ellas.
—¡Dios!, ¿qué estaré pagando para que me hayas dado a esta inepta como hija? — clamó la mujer mirando al cielo. — Piensas que si te casas con un hombre con tal apellido y posición, seré yo quien se beneficie. Lo harás tú. Lo que no quiero es que te arruines, ¿entiendes? — espetó la mujer con cierto enojo, dándole un golpe suave por la frente a su hija.
—Si mañana a primera hora no tienes una solución, espero que no me culpes cuando me veas tirando todas tus cosas a la calle. La guerra avisada no mata al soldado. Les advertí a las dos que debían buscar maridos que les dieran una buena vida, no como el inservible de su padre, que nos abandonó porque no tenía nada que ofrecernos.
—Buenas noches, mamá —dijo Lizbeth, mordiéndose la lengua para no soltar lo que verdaderamente pensaba sobre el abandono de su padre; sin embargo, antes de retirarse a su pequeña habitación, unos toques en la puerta principal la hicieron detenerse.
—¿Visitas a esta hora? —jadeó ella, con el ceño fruncido.
—Mamá, ¡¿cómo es que está buena para nada se embarazó de un hombre millonario?! ¿No será que está destruyendo un hogar? No creo que un hombre con dos dedos de frente convierta a una fracasada como mi hermana en su esposa —insistía su hermana, siguiendo a la señora que fue a abrir la puerta.
—Oh, esto sí fue rápido. Pase usted adelante, señora Barrett —cuando Lizbeth escuchó ese apellido, su cuerpo se volvió tan tembloroso como la gelatina.
Cuando desvió su mirada hacia la puerta de entrada a la casa, observó a esa gran señora acercándose a ella con un bastón carísimo y un bolso en un brazo, mientras que la mujer más joven que pudo ver en la fiesta y en los noticieros, como la prometida de Sebastián Barrett, entraba junto a ella, mirando la casa con repulsión.
Lizbeth apretó los puños para contener la incomodidad que le causaba que aquella mujer, sin decir palabra, despreciara todo lo que la rodeaba.
—Adelante, consuegra, es un honor tenerla en mi humilde hogar —le decía la madre de Lizbeth, mostrándole el camino hacia la salita, aunque no había que mostrar, pues su casa era tan pequeña que cualquiera adivinaría dónde estaba todo sin necesidad de ser guiado.
—Señora, limítese a su posición. No somos ni seremos familia política. Si me tomé el tiempo de venir a este lugar tan asqueroso, es para darle a la arribista de su hija lo que anda buscando —. Después de escupir estas palabras con desprecio, la señora Barrett, la abuela de Sebastián, tiró un fajo de dinero a la cara de Lizbeth, causando que los billetes cayeran como lluvia a su alrededor.
—Esto es lo que buscan las mujeres como tú cuando se acercan a hombres como mi nieto. Quiero que te deshagas de ese embarazo, y cuando lo hagas, ven a mí. Te daré otra cantidad de dinero como esta. Mi familia solo se unirá a personas que estén a la altura de su posición —la anciana de facciones duras la veía fijamente, y Lizbeth se sintió más avergonzada que nunca y con muchas ganas de llorar.
Las dos desvergonzadas que nunca habían visto tanto dinero juntos, la madre y la hermana de Lizbeth, al retirarse las dos mujeres que solo fueron a humillarlas, se agacharon a recoger los billetes con tanta desesperación que Lizbeth se sintió avergonzada. Ella sabía que eran ambiciosas, pero no hasta el punto de no tener una pizca de dignidad.
—Ya basta… —gritó Lizbeth, dejando que las lágrimas que quemaban sus cuencas al fin salieran. —Somos pobres, pero no lamentables. ¿¡Cómo se atreven a recoger el dinero de esa señora que nos acaba de pisotear de la manera más vergonzosa que he podido ver!?
—Te pisoteó a ti, no a mí. Yo no fui la que me acosté con su nieto sin medir mi lugar —su hermana le restregó a la cara.
—Contrólate y deja el sentimentalismo para otro momento. Las personas con dinero siempre hacen eso para sentirse especiales. Cuando seamos parte de su familia, nos portaremos igual con otros pobres —explicaba la señora con el signo de peso en los ojos, acariciando el dinero entre sus manos. Lizbeth miró hacia el techo, pidiendo un poco de paciencia al creador.
—Regrésenme ese dinero. Se lo voy a devolver a esa mujer. Yo no puedo aceptar esta humillación. A diferencia de ustedes, mi dignidad no está en venta—extendió una mano hacia ellas.
—No seas ridícula. Míralo por el lado bueno. No vas a conseguir nada con su nieto. No eres una mujer con la cual un hombre pueda pasar más de tres meses. Desde que se le baje la calentura, te echará —Lizbeth sintió que las palabras de su hermana le dieron un golpe directo a su orgullo. Justo eso había ocurrido y agradecía al cielo que ella no lo supiera. Su ex solo se bajó la calentura y la dejó.
—Como no puedo tener hijos, véndeme a ese bebé. Yo puedo ofrecerle más de lo que podrías tú. Mi esposo estará feliz.
Esta proposición hizo que la sangre de Lizbeth hiciera ebullición dentro de sus venas.
—Madre, si no me devuelves ese dinero, Sebastián no se casará conmigo—chantajeó a su progenitora, ignorando el comentario hecho por su hermana.
Tres horas después:Lizbeth se sentó frente a su ordenador para buscar algún empleo en la red. Necesitaba encontrar una salida pronto. Por más que deslizaba la pantalla, no encontraba nada relacionado con su área, hasta que su mirada se detuvo en un anuncio para nuevos autores que desearan publicar sus obras literarias.Sacudió la cabeza. Se negaba a mostrar sus escritos al mundo. Escribir era parte de su hobby, y no creía que podría vivir de eso como los grandes novelistas que le gustaban.En el momento en que estaba sumergida en aquellos pensamientos, la vibración de su teléfono sobre el pequeño escritorio la sacó de su letargo y, al mirar el identificador de pantalla, respiró hondo.—¿Por qué ese hombre me está llamando? —murmuró con enojo, apretando los puños. A pesar de su enfado, su corazón en el fondo estaba dando saltitos. La estaba llamando su ex, el hombre que aún amaba, y no evitaba preguntarse si era para pedirle perdón.—Pero si es así, no debería perdonarlo. Eso me humil
Sentado en la textura de cuero pulido que recubre el asiento trasero de su Mercedes negro, Sebastián alternaba su mirada entre el mundo que pasaba difuminado por la ventana y el elegante reloj de tourbillon que adornaba su muñeca. Mientras que su chofer lo espiaba discretamente a través del espejo retrovisor.—Señor Barrett, creo que la señorita Lizbeth no vendrá, tal vez se arrepintió. Y si fuese así, sería lo lógico — opinó su conductor, con la voz teñida de un temor respetuoso.Austin no era solo un empleado al volante, o guardaespaldas, sino un confidente, que Sebastián le había concedido cierta confianza y quien nunca se oponía a sus decisiones. Pero esta vez no aprobaba que su jefe involucrara a la frágil y delicada muchacha, en las turbulentas aguas que eran los dilemas familiares de los Barrett.El suspiro de Sebastián fue una tormenta contenida. Arrastró su mano por el cuello con tal aspereza que parecía querer arrancar de sí, los pensamientos que lo asediaban.—Tu lógica no
Sebastián respiró varias veces, contando insistentemente, inspirando y exhalando como le había enseñado su especialista. «¡Condenada, Marcela! ¿Por qué tenías que recordarme mi pasado y ese momento tan doloroso de mi vida?», se reprochó a sí mismo. Maldijo mil veces a la mujer que todavía tenía el poder de alterarlo de tal modo. Además, Lizbeth estaba cerca; no quería que ella lo viera así, con sus emociones tan alteradas. No quería que conociera su secreto más íntimo. Ya había cometido el error de confiar en Marcela, y ella lo utilizó en su contra. Decidió que ninguna mujer volvería a tener ese poder sobre él nunca más.Ante el asombro de Austin, Sebastián se fue calmando poco a poco y recuperó su serenidad. Arregló su ropa tratando de controlar el temblor de sus manos. La ira atacaba sobre todo esa parte de su cuerpo, y nublaba su entendimiento y el control de sus actos.Hizo movimientos mecánicos para entretener su mente, tal y como le habían enseñado los especialistas a los que h
Lizbeth se alejó un poco de él sin poder contenerse. Este hombre la alteraba; su presencia hablaba a sus cinco sentidos. «¿Cómo podría ser posible?», pensó ella, bajando la mirada para que no viera la emoción que la embargaba y para dominar el delirante impulso de volver a tocarlo.«¿De dónde surgen todas esas sensaciones? Hasta hace poco pensaba estar enamorada de mi ex novio, el traidor. ¿Cómo podrían cambiar tan rápidamente mis sentimientos? ¡Odio ser tan voluble!», reflexionó.Sebastián se relajó; su expresión, generalmente arrogante, fue suavizada por una sonrisa ligera pero genuina. Indudablemente, esta mujer le atraía. Aún no sabía qué tenía ella que lo hacía sentir relajado, pero no debía olvidar que no podía confiar en ella. Parecía decir una cosa y sentir otra, cambiar de idea tan rápidamente que no daba tiempo de asimilarlo. Un día se quería casar y al otro no, decía algo y luego decía otra cosa, o más bien decía algo, pero no era lo que sentía, porque no tenía la habilidad
Aquella anciana de rostro severo, con sus maneras tan altaneras, había provocado un inmenso desasosiego en Lizbeth. Ella realmente no sabía cómo actuar. Al fin y al cabo, no podía ofenderla: en primer lugar, era una persona mayor, ya anciana, y no quería ser culpable de que algo le ocurriera; por otro lado, era la abuela de su esposo, y aunque este matrimonio fuera falso, no podía provocar un disgusto en la señora.Ambas, tanto la anciana como su acompañante, se quedaron observándola como si estuvieran en un pedestal y Lizbeth fuera su subordinada y tuviera que rendirles tributo.En ese preciso momento, maldijo a Sebastián: él debería haber previsto esta contingencia, conocía a esta señora y sabía de lo que era capaz. Entonces, ¿por qué la dejó aquí sola para enfrentarse con ella?No le quedó otro remedio que tratar de conciliar la situación; su profesión le había enseñado algo, y era a lidiar con personas altaneras como ella.—¿Qué esperas para moverte? Ve por tus cosas, vámonos, mu
—Pedí trabajar en esta empresa, porque solo así puedo verte. Tú me evitas, perdóname amor. Lo siento, no debí ser tan cruel. Por favor, Sebas, no me apartes de tu lado. Me duele tu indiferencia— le decía Marcela con la cara pegada a su espalda. Él, con toda la calma del mundo, apartó sus manos y, como si no existiera, respondió la llamada.—¡¿Cómo se atrevió?! — gruñó con los dientes apretados después de escuchar lo que la anciana Barrett hizo, comunicado por su ama de llaves. Dejando a Marcela con los ojos más abiertos de lo normal, salió casi corriendo. A su entender, nada ni nadie que no fuera ella hacía correr a Sebastián. Solo ella sentía que tenía el poder de descontrolarlo de ese modo, y la incertidumbre empezó a atormentarla.—Maldita sea, se supone que me ama. Entonces, ¿por qué me evita? — farfulló la mujer con fastidio. Al escuchar una risa ronca, se giró.—¿Piensas que mi amigo caerá a tus pies siempre que quieras? Sebastián no es un loco, Marcela— le dijo Mauricio de mane
Sin embargo, para sorpresa de su madre cuando Sebastián alzó la mano para empujar a Lizbeth, algo lo detuvo, aunque no sabía por qué, su mente se aclaró.—Se… — empezó a decir Lizbeth y con rapidez se aclaró la garganta, ya que estaba a punto de llamarlo "señor" delante de todos. — Sebas, relájate, ¿sí? — su pedido sonó como un ruego y le agarró la mano, esa que estaba herida. La gota de sangre caía sin parar, y aún marchándose, a Lizbeth no le importó sostenerla.La familia no podía entender por qué Sebastián estaba tan violento y su madre estaba con la boca abierta. Recordaba las tantas veces que Sebastián la empujaba, como si no la reconociera, y ahora esa chica había logrado tomarlo de la mano, y parecía ir calmándose. No podía creerlo, a pesar de estar aliviada porque sintió terror al creer que la tiraría estando embarazada.—Este tipo de escenas tan vulgares no te las permito, Sebastián. Has hecho siempre lo que te place, pero en esta ocasión nos debes una disculpa a todos por t
―Puedes pasar — le respondió Sebastián a Lizbeth cuando ella estaba a punto de tocar por segunda vez la puerta, y al escucharlo alzó las cejas con asombro. ―Le atiné, esta es su habitación — murmuró ella sonriente, ya que no conocía nada allí aparte del camino a su propio cuarto. Disimulando su sonrisa, giró el pomo de la puerta. Al verlo con el torso desnudo, el cierre del pantalón abierto, descalzo, y con el cabello alborotado, se quedó sin palabras. Lo miró fijamente, recorriendo sus pectorales y abdominales. Realmente estaba entretenida con el adonis que tenía enfrente. «Cuerpos así solo los he visto en revistas», pensó sin ningún descaro. Cuando se dio cuenta de su propia reacción, que notó la sonrisa ladina de Sebastián y su ceja alzada, desvió la mirada y se aclaró la garganta. ―Si estabas sin camiseta, ¿por qué me diste permiso para entrar? — simuló quejarse, aunque el sonrojo en sus mejillas no pasó desapercibido para Sebastián, quien no evitó soltar unas cuantas carcajad