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  Capítulo 4. El duro golpe de mi realidad.

Al desviar la mirada a su izquierda, Lizbeth vio a su hermana recostada en una pared. Con sus manos temblorosas, escondió el contrato dentro de su bolso, rogando al cielo que ella no se diera cuenta de fisgonear, algo que naturalmente hacía.

—Hermana, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿Te dejó tu marido adinerado? — le preguntó con ironía. Su hermana Yesenia siempre presumía de su matrimonio feliz con un hombre pudiente, tratando de menospreciar a Lizbeth por no tener novio, asegurando que ella nunca podría conseguir a un hombre que la superara económicamente.

—A mí no me dejan querida, mi esposo me adora tanto, que mira el bolso de edición limitada que me regaló justo hoy, algo que tú no tendrás ni siquiera siendo la chica prepago para millonarios. Aunque el dueño de ese auto lujoso debe estar ciego — escupió con malicia. Ella vivía para burlarse de Lizbeth.

—Controla tus insinuaciones. No necesito acostarme con hombres para tener bolsos de lujo. A mí esas cosas no me llenan como a ti ¡Materialista! — rezongó Lizbeth irritada antes de ingresar a la casa, con la mujer detrás de ella siguiéndole el paso.

—Madre, ¿sabías que tu hija, la humilde profesora, fue traída a casa por un anciano con plata? — voceó con malicia, aunque no tenía la seguridad de que el hombre dentro de ese coche fuera mayor, simplemente quería dejarla en una posición comprometida. — No se puede dudar que sea un tipo casado. Es la única justificación para que le haga caso a un tapete tan feo como mi hermana — agregó con la envidia en su punto más alto.

Lizbeth sonrió con tristeza. 

—¡Cómo inventas cosas! ¡Qué patética eres, hermana! — Lizbeth chasqueó la lengua con planes de dejar a la venenosa de su hermana peleando sola. 

Cuando su madre llegó a la pequeña sala con una olla en las manos, ella apuró el paso, pero se detuvo en seco cuando la escuchó advertirle:

—No te atrevas a irte. 

—Ven y cuéntame en qué has quedado con ese hombre. Te advertí que no te atrevas a dejar que te rechace. Ya llevas días hablando, no sé de qué, con ese hombre, cuando tu deber es atraparlo. En mis tiempos, yo ya habría tenido una sortija de compromiso en mi dedo — Lizbeth frenó sus pasos, respirando profundamente. De verdad odiaba que su madre fuera ese tipo de persona; por esa razón, Yesenia era una insufrible que solo pensaba en el dinero y en hacer su voluntad.

—Bien lo dijiste, madre, tú en tus tiempos. Yo no quiero atrapar a un hombre por su dinero — le contestó con los dientes apretados y sin la intención de sentarse a cenar con ellas.

—¡Dios!, ¿qué estaré pagando para que me hayas dado a esta inepta como hija? — clamó la mujer mirando al cielo. — Piensas que si te casas con un hombre con tal apellido y posición, seré yo quien se beneficie. Lo harás tú. Lo que no quiero es que te arruines, ¿entiendes? — espetó la mujer con cierto enojo, dándole un golpe suave por la frente a su hija.

—Si mañana a primera hora no tienes una solución, espero que no me culpes cuando me veas tirando todas tus cosas a la calle. La guerra avisada no mata al soldado. Les advertí a las dos que debían buscar maridos que les dieran una buena vida, no como el inservible de su padre, que nos abandonó porque no tenía nada que ofrecernos.

—Buenas noches, mamá —dijo Lizbeth, mordiéndose la lengua para no soltar lo que verdaderamente pensaba sobre el abandono de su padre; sin embargo, antes de retirarse a su pequeña habitación, unos toques en la puerta principal la hicieron detenerse.

—¿Visitas a esta hora? —jadeó ella, con el ceño fruncido.

—Mamá, ¡¿cómo es que está buena para nada se embarazó de un hombre millonario?! ¿No será que está destruyendo un hogar? No creo que un hombre con dos dedos de frente convierta a una fracasada como mi hermana en su esposa —insistía su hermana, siguiendo a la señora que fue a abrir la puerta.

—Oh, esto sí fue rápido. Pase usted adelante, señora Barrett —cuando Lizbeth escuchó ese apellido, su cuerpo se volvió tan tembloroso como la gelatina. 

Cuando desvió su mirada hacia la puerta de entrada a la casa, observó a esa gran señora acercándose a ella con un bastón carísimo y un bolso en un brazo, mientras que la mujer más joven que pudo ver en la fiesta y en los noticieros, como la prometida de Sebastián Barrett, entraba junto a ella, mirando la casa con repulsión. 

Lizbeth apretó los puños para contener la incomodidad que le causaba que aquella mujer, sin decir palabra, despreciara todo lo que la rodeaba.

—Adelante, consuegra, es un honor tenerla en mi humilde hogar —le decía la madre de Lizbeth, mostrándole el camino hacia la salita, aunque no había que mostrar, pues su casa era tan pequeña que cualquiera adivinaría dónde estaba todo sin necesidad de ser guiado.

—Señora, limítese a su posición. No somos ni seremos familia política. Si me tomé el tiempo de venir a este lugar tan asqueroso, es para darle a la arribista de su hija lo que anda buscando —. Después de escupir estas palabras con desprecio, la señora Barrett, la abuela de Sebastián, tiró un fajo de dinero a la cara de Lizbeth, causando que los billetes cayeran como lluvia a su alrededor.

—Esto es lo que buscan las mujeres como tú cuando se acercan a hombres como mi nieto. Quiero que te deshagas de ese embarazo, y cuando lo hagas, ven a mí. Te daré otra cantidad de dinero como esta. Mi familia solo se unirá a personas que estén a la altura de su posición —la anciana de facciones duras la veía fijamente, y Lizbeth se sintió más avergonzada que nunca y con muchas ganas de llorar.

Las dos desvergonzadas que nunca habían visto tanto dinero juntos, la madre y la hermana de Lizbeth, al retirarse las dos mujeres que solo fueron a humillarlas, se agacharon a recoger los billetes con tanta desesperación que Lizbeth se sintió avergonzada. Ella sabía que eran ambiciosas, pero no hasta el punto de no tener una pizca de dignidad.

—Ya basta… —gritó Lizbeth, dejando que las lágrimas que quemaban sus cuencas al fin salieran. —Somos pobres, pero no lamentables. ¿¡Cómo se atreven a recoger el dinero de esa señora que nos acaba de pisotear de la manera más vergonzosa que he podido ver!?

—Te pisoteó a ti, no a mí. Yo no fui la que me acosté con su nieto sin medir mi lugar —su hermana le restregó a la cara.

—Contrólate y deja el sentimentalismo para otro momento. Las personas con dinero siempre hacen eso para sentirse especiales. Cuando seamos parte de su familia, nos portaremos igual con otros pobres —explicaba la señora con el signo de peso en los ojos, acariciando el dinero entre sus manos. Lizbeth miró hacia el techo, pidiendo un poco de paciencia al creador.

—Regrésenme ese dinero. Se lo voy a devolver a esa mujer. Yo no puedo aceptar esta humillación. A diferencia de ustedes, mi dignidad no está en venta—extendió una mano hacia ellas.

—No seas ridícula. Míralo por el lado bueno. No vas a conseguir nada con su nieto. No eres una mujer con la cual un hombre pueda pasar más de tres meses. Desde que se le baje la calentura, te echará —Lizbeth sintió que las palabras de su hermana le dieron un golpe directo a su orgullo. Justo eso había ocurrido y agradecía al cielo que ella no lo supiera. Su ex solo se bajó la calentura y la dejó. 

—Como no puedo tener hijos, véndeme a ese bebé. Yo puedo ofrecerle más de lo que podrías tú. Mi esposo estará feliz.

Esta proposición hizo que la sangre de Lizbeth hiciera ebullición dentro de sus venas. 

—Madre, si no me devuelves ese dinero, Sebastián no se casará conmigo—chantajeó a su progenitora, ignorando el comentario hecho por su hermana.

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