Tres horas después:
Lizbeth se sentó frente a su ordenador para buscar algún empleo en la red. Necesitaba encontrar una salida pronto. Por más que deslizaba la pantalla, no encontraba nada relacionado con su área, hasta que su mirada se detuvo en un anuncio para nuevos autores que desearan publicar sus obras literarias.
Sacudió la cabeza. Se negaba a mostrar sus escritos al mundo. Escribir era parte de su hobby, y no creía que podría vivir de eso como los grandes novelistas que le gustaban.
En el momento en que estaba sumergida en aquellos pensamientos, la vibración de su teléfono sobre el pequeño escritorio la sacó de su letargo y, al mirar el identificador de pantalla, respiró hondo.
—¿Por qué ese hombre me está llamando? —murmuró con enojo, apretando los puños. A pesar de su enfado, su corazón en el fondo estaba dando saltitos. La estaba llamando su ex, el hombre que aún amaba, y no evitaba preguntarse si era para pedirle perdón.
—Pero si es así, no debería perdonarlo. Eso me humillara más —susurró contrariada, aún mirando el teléfono al que, en un acto impulsivo, se atrevió a contestar.
“No sabía que eras una mujer tan fácil. Me engañabas con ese tipo. Dime, Lizbeth, ¿qué tanto me mentiste?”, escuchó los reclamos de su ex infiel, y apretó tanto sus dientes que creyó que se le romperían.
“¿Cómo te atreves a llamarme para hacer tal reclamo? Tú, que eres el hombre menos indicado”, presionó el aparato a su oído.
"Debes sentir vergüenza. Estás en todos los noticieros, y eso que ellos no saben que hasta hace poco tenías novio. Me fuiste infiel con quien no debías. Será mejor que te deshagas de ese bebé en tu vientre y que dejes a ese hombre, si no quieres que exponga nuestro romance." Tras escuchar esa amenaza, Lizbeth se estremeció y también sintió tristeza. Él le estaba pidiendo que abortara a su bebé cuando Sebastián, que no es su padre, quería fingir serlo. Ese hombre que estaba reclamando como despechado, que solo la había utilizado, no merecía saber sobre su paternidad. Había perdido el derecho.
"Creí que estabas casado con tu elegida. Yo, al igual que tú, tenía a otro, y resulta que no me gustaste. En cambio, de él estoy enamorada. Por esa razón tendré a su hijo y nos casaremos porque lo elegí mucho antes de que eligieras a otra. No vuelvas a llamarme." Ella escuchó el ruido de un cristal roto.
"¡Mentirosa! No podrías tenerle un hijo a ese tipejo. Fui el primero en tu vida, y eres tan mojigata que me costó serlo. Una mujer tan tímida como tú no habría tenido a otro", gruñía furioso. Antes de cortar la llamada, escuchó que rezongó: "No puedes elegirlo a él, no lo voy a permitir."
……
Al día siguiente:
Lizbeth no había podido dormir mucho. La llamada de su ex y la visita de la abuela de Sebastián se encargaron de quitarle la paz. En el instante en que el sol salió, se dirigió hacia la tienda. Su primer antojo era pan con mantequilla de ajo. No obstante, al regresar, dejó caer el pan al observar cómo su progenitora se encontraba lanzando hacia la calle sus prendas y objetos personales.
—Mamá, ¿qué haces? —le preguntó avergonzada y a punto de llorar, mientras recogía sus cosas y veía cómo los vecinos observaban la escena.
—Te lo advertí, quiero que te largues de mi casa —le gritaba la señora con gesto enojado y Lizbeth recordó que antes de salir por el pan le contó que no tenía planes de casarse con Sebastián, y se lamentaba por ser tan directa.
—Sabes que no tengo dónde quedarme. Mi mejor amiga vive muy lejos, mamá, dame un mes, no pido más, y juro que buscaré otro lugar para vivir.
—No puedes jugar conmigo, Lizbeth. Te dije que debías casarte, por tu propio bien y aprovechar una oportunidad que a muchas no les pudo tocar, y te niegas a cumplir con el pedido de tu madre, así que vete.
—Entiendo, mamá, hablemos, ¿sí? Entremos para que lo hagamos en privado. Mira cómo todos se divierten, por favor… —Sin importar sus súplicas y lágrimas, su madre le cerró la puerta.
……
Mientras tanto, en la mansión Barrett:
Fastidiado, Sebastián miraba la gran mesa familiar, llena de diferentes platillos. Era tanta la extravagancia que aquello no parecía ser un desayuno, como comúnmente acostumbran.
La chica que era su prometida, elegida por su abuela, apareció junto a ella, agarrándola del brazo, como bastón de apoyo. Él levantó la mirada, entendiendo lo que pretendía su abuela y por qué lo había hecho ir a desayunar cuando varias veces se negó mediante una llamada telefónica.
—Nieto, deberías vivir en esta mansión. Tener a la familia reunida desde que empieza el día es lo más gratificante para una pobre anciana como yo —comentó la señora mientras se sentaba en una de las sillas principales.
Sebastián iba a hacer un comentario sarcástico, pero antes de abrir la boca, su madre le hizo señas para que no lo hiciera. A él únicamente le quedó poner los ojos en blanco y respirar profundo, soportando cómo su prometida se acomodaba a su lado.
—Hoy es un día especial. He invitado a la prometida de Sebastián para anunciar que la boda se realizará en 4 días. Y no se preocupen por nada, he contratado a los mejores organizadores. Mañana todos los invitados estarán recibiendo un correo para anunciar este evento de la familia Barrett— anunció la anciana con el mentón en alto.
—Abuela, ¿no te cansas? ¿De veras seguirás adelante con esto, cuando sabes que tengo a mi novia embarazada?— Sebastián tiró bruscamente la servilleta a la mesa.
—Esa arribista aceptó mi dinero. Era justo lo que buscaba y yo le ahorré la molestia. Porque las mujeres como ella, lo único que buscan con hombres como tú, es fortuna. El dinero lo mueve todo. Acordamos que abortaría— le contó la anciana con tanta frialdad que todos allí se quedaron estáticos.
Sebastián quería refutar, pero no podía. No conocía lo suficientemente bien a la mujer con la que quería firmar un trato, para saber si era capaz de aceptar el dinero de su abuela. Total, con dinero en el momento, resolvería su problema.
«No debí confiar en ella. Tanto que me habló sobre la moral y lo malo que es mentir, y al final aceptó dinero de mi abuela cuando sabe que no soy el padre de su hijo», refunfuñó Sebastián para sí mismo, como si se reprochara, y sin importar que estaba siendo mal educado, se levantó de allí.
Se iría a su empresa. Necesitaba trabajar, ocupar la mente para controlar la furia que amenazaba con surgir de su interior.
Al momento de moverse en el asiento trasero de su coche, el sonido de una notificación en su celular lo hizo sacar el móvil de su bolsillo para mirar de qué se trataba.
“Acepto tu propuesta. Pero a cambio exijo que pagues terapias para mí, porque después de esto necesitaré reparar mi orgullo. Ser tu esposa de mentiras será traumático", Sebastián sonrió triunfante.
Sentado en la textura de cuero pulido que recubre el asiento trasero de su Mercedes negro, Sebastián alternaba su mirada entre el mundo que pasaba difuminado por la ventana y el elegante reloj de tourbillon que adornaba su muñeca. Mientras que su chofer lo espiaba discretamente a través del espejo retrovisor.—Señor Barrett, creo que la señorita Lizbeth no vendrá, tal vez se arrepintió. Y si fuese así, sería lo lógico — opinó su conductor, con la voz teñida de un temor respetuoso.Austin no era solo un empleado al volante, o guardaespaldas, sino un confidente, que Sebastián le había concedido cierta confianza y quien nunca se oponía a sus decisiones. Pero esta vez no aprobaba que su jefe involucrara a la frágil y delicada muchacha, en las turbulentas aguas que eran los dilemas familiares de los Barrett.El suspiro de Sebastián fue una tormenta contenida. Arrastró su mano por el cuello con tal aspereza que parecía querer arrancar de sí, los pensamientos que lo asediaban.—Tu lógica no
Sebastián respiró varias veces, contando insistentemente, inspirando y exhalando como le había enseñado su especialista. «¡Condenada, Marcela! ¿Por qué tenías que recordarme mi pasado y ese momento tan doloroso de mi vida?», se reprochó a sí mismo. Maldijo mil veces a la mujer que todavía tenía el poder de alterarlo de tal modo. Además, Lizbeth estaba cerca; no quería que ella lo viera así, con sus emociones tan alteradas. No quería que conociera su secreto más íntimo. Ya había cometido el error de confiar en Marcela, y ella lo utilizó en su contra. Decidió que ninguna mujer volvería a tener ese poder sobre él nunca más.Ante el asombro de Austin, Sebastián se fue calmando poco a poco y recuperó su serenidad. Arregló su ropa tratando de controlar el temblor de sus manos. La ira atacaba sobre todo esa parte de su cuerpo, y nublaba su entendimiento y el control de sus actos.Hizo movimientos mecánicos para entretener su mente, tal y como le habían enseñado los especialistas a los que h
Lizbeth se alejó un poco de él sin poder contenerse. Este hombre la alteraba; su presencia hablaba a sus cinco sentidos. «¿Cómo podría ser posible?», pensó ella, bajando la mirada para que no viera la emoción que la embargaba y para dominar el delirante impulso de volver a tocarlo.«¿De dónde surgen todas esas sensaciones? Hasta hace poco pensaba estar enamorada de mi ex novio, el traidor. ¿Cómo podrían cambiar tan rápidamente mis sentimientos? ¡Odio ser tan voluble!», reflexionó.Sebastián se relajó; su expresión, generalmente arrogante, fue suavizada por una sonrisa ligera pero genuina. Indudablemente, esta mujer le atraía. Aún no sabía qué tenía ella que lo hacía sentir relajado, pero no debía olvidar que no podía confiar en ella. Parecía decir una cosa y sentir otra, cambiar de idea tan rápidamente que no daba tiempo de asimilarlo. Un día se quería casar y al otro no, decía algo y luego decía otra cosa, o más bien decía algo, pero no era lo que sentía, porque no tenía la habilidad
Aquella anciana de rostro severo, con sus maneras tan altaneras, había provocado un inmenso desasosiego en Lizbeth. Ella realmente no sabía cómo actuar. Al fin y al cabo, no podía ofenderla: en primer lugar, era una persona mayor, ya anciana, y no quería ser culpable de que algo le ocurriera; por otro lado, era la abuela de su esposo, y aunque este matrimonio fuera falso, no podía provocar un disgusto en la señora.Ambas, tanto la anciana como su acompañante, se quedaron observándola como si estuvieran en un pedestal y Lizbeth fuera su subordinada y tuviera que rendirles tributo.En ese preciso momento, maldijo a Sebastián: él debería haber previsto esta contingencia, conocía a esta señora y sabía de lo que era capaz. Entonces, ¿por qué la dejó aquí sola para enfrentarse con ella?No le quedó otro remedio que tratar de conciliar la situación; su profesión le había enseñado algo, y era a lidiar con personas altaneras como ella.—¿Qué esperas para moverte? Ve por tus cosas, vámonos, mu
—Pedí trabajar en esta empresa, porque solo así puedo verte. Tú me evitas, perdóname amor. Lo siento, no debí ser tan cruel. Por favor, Sebas, no me apartes de tu lado. Me duele tu indiferencia— le decía Marcela con la cara pegada a su espalda. Él, con toda la calma del mundo, apartó sus manos y, como si no existiera, respondió la llamada.—¡¿Cómo se atrevió?! — gruñó con los dientes apretados después de escuchar lo que la anciana Barrett hizo, comunicado por su ama de llaves. Dejando a Marcela con los ojos más abiertos de lo normal, salió casi corriendo. A su entender, nada ni nadie que no fuera ella hacía correr a Sebastián. Solo ella sentía que tenía el poder de descontrolarlo de ese modo, y la incertidumbre empezó a atormentarla.—Maldita sea, se supone que me ama. Entonces, ¿por qué me evita? — farfulló la mujer con fastidio. Al escuchar una risa ronca, se giró.—¿Piensas que mi amigo caerá a tus pies siempre que quieras? Sebastián no es un loco, Marcela— le dijo Mauricio de mane
Sin embargo, para sorpresa de su madre cuando Sebastián alzó la mano para empujar a Lizbeth, algo lo detuvo, aunque no sabía por qué, su mente se aclaró.—Se… — empezó a decir Lizbeth y con rapidez se aclaró la garganta, ya que estaba a punto de llamarlo "señor" delante de todos. — Sebas, relájate, ¿sí? — su pedido sonó como un ruego y le agarró la mano, esa que estaba herida. La gota de sangre caía sin parar, y aún marchándose, a Lizbeth no le importó sostenerla.La familia no podía entender por qué Sebastián estaba tan violento y su madre estaba con la boca abierta. Recordaba las tantas veces que Sebastián la empujaba, como si no la reconociera, y ahora esa chica había logrado tomarlo de la mano, y parecía ir calmándose. No podía creerlo, a pesar de estar aliviada porque sintió terror al creer que la tiraría estando embarazada.—Este tipo de escenas tan vulgares no te las permito, Sebastián. Has hecho siempre lo que te place, pero en esta ocasión nos debes una disculpa a todos por t
―Puedes pasar — le respondió Sebastián a Lizbeth cuando ella estaba a punto de tocar por segunda vez la puerta, y al escucharlo alzó las cejas con asombro. ―Le atiné, esta es su habitación — murmuró ella sonriente, ya que no conocía nada allí aparte del camino a su propio cuarto. Disimulando su sonrisa, giró el pomo de la puerta. Al verlo con el torso desnudo, el cierre del pantalón abierto, descalzo, y con el cabello alborotado, se quedó sin palabras. Lo miró fijamente, recorriendo sus pectorales y abdominales. Realmente estaba entretenida con el adonis que tenía enfrente. «Cuerpos así solo los he visto en revistas», pensó sin ningún descaro. Cuando se dio cuenta de su propia reacción, que notó la sonrisa ladina de Sebastián y su ceja alzada, desvió la mirada y se aclaró la garganta. ―Si estabas sin camiseta, ¿por qué me diste permiso para entrar? — simuló quejarse, aunque el sonrojo en sus mejillas no pasó desapercibido para Sebastián, quien no evitó soltar unas cuantas carcajad
—No me ofendes, es la realidad. Mi madre solo es la señora Barrett de título para la sociedad. Como viste, mi familia es clasista, y mi madre es una mujer pobre, no la típica heredera. Cuando me concibió, ella era la secretaria de mi padre, y él estaba casado en ese entonces. Así que mi abuela hizo lo mismo que te hizo a ti, amenazó a mi madre y la sacó de la vida de mi padre, pidiéndole abortar. Sebastián hizo silencio, como si le costara hablar sobre eso. >>Sin embargo, ella no lo hizo, solo me tuvo a mí, y siete años después, mi padre quedó viudo y volvió a buscarla. Por esa razón mis hermanos me llaman el bastardo. Lizbeth se quedó asombrada. Aunque Sebastián no le dio descripciones, con lo poquito que vio de esa familia, entendió el infierno que deben haber vivido él y su madre. —Lo que diré va a sonar loco, pero, nuestras vidas de maneras complejas, tienen similitudes. Tú, como hijo de un hombre rico, vives bajo los insultos e intimidaciones de tus hermanos, y yo, como una