Lizbeth se alejó un poco de él sin poder contenerse. Este hombre la alteraba; su presencia hablaba a sus cinco sentidos. «¿Cómo podría ser posible?», pensó ella, bajando la mirada para que no viera la emoción que la embargaba y para dominar el delirante impulso de volver a tocarlo.«¿De dónde surgen todas esas sensaciones? Hasta hace poco pensaba estar enamorada de mi ex novio, el traidor. ¿Cómo podrían cambiar tan rápidamente mis sentimientos? ¡Odio ser tan voluble!», reflexionó.Sebastián se relajó; su expresión, generalmente arrogante, fue suavizada por una sonrisa ligera pero genuina. Indudablemente, esta mujer le atraía. Aún no sabía qué tenía ella que lo hacía sentir relajado, pero no debía olvidar que no podía confiar en ella. Parecía decir una cosa y sentir otra, cambiar de idea tan rápidamente que no daba tiempo de asimilarlo. Un día se quería casar y al otro no, decía algo y luego decía otra cosa, o más bien decía algo, pero no era lo que sentía, porque no tenía la habilidad
Aquella anciana de rostro severo, con sus maneras tan altaneras, había provocado un inmenso desasosiego en Lizbeth. Ella realmente no sabía cómo actuar. Al fin y al cabo, no podía ofenderla: en primer lugar, era una persona mayor, ya anciana, y no quería ser culpable de que algo le ocurriera; por otro lado, era la abuela de su esposo, y aunque este matrimonio fuera falso, no podía provocar un disgusto en la señora.Ambas, tanto la anciana como su acompañante, se quedaron observándola como si estuvieran en un pedestal y Lizbeth fuera su subordinada y tuviera que rendirles tributo.En ese preciso momento, maldijo a Sebastián: él debería haber previsto esta contingencia, conocía a esta señora y sabía de lo que era capaz. Entonces, ¿por qué la dejó aquí sola para enfrentarse con ella?No le quedó otro remedio que tratar de conciliar la situación; su profesión le había enseñado algo, y era a lidiar con personas altaneras como ella.—¿Qué esperas para moverte? Ve por tus cosas, vámonos, mu
—Pedí trabajar en esta empresa, porque solo así puedo verte. Tú me evitas, perdóname amor. Lo siento, no debí ser tan cruel. Por favor, Sebas, no me apartes de tu lado. Me duele tu indiferencia— le decía Marcela con la cara pegada a su espalda. Él, con toda la calma del mundo, apartó sus manos y, como si no existiera, respondió la llamada.—¡¿Cómo se atrevió?! — gruñó con los dientes apretados después de escuchar lo que la anciana Barrett hizo, comunicado por su ama de llaves. Dejando a Marcela con los ojos más abiertos de lo normal, salió casi corriendo. A su entender, nada ni nadie que no fuera ella hacía correr a Sebastián. Solo ella sentía que tenía el poder de descontrolarlo de ese modo, y la incertidumbre empezó a atormentarla.—Maldita sea, se supone que me ama. Entonces, ¿por qué me evita? — farfulló la mujer con fastidio. Al escuchar una risa ronca, se giró.—¿Piensas que mi amigo caerá a tus pies siempre que quieras? Sebastián no es un loco, Marcela— le dijo Mauricio de mane
Sin embargo, para sorpresa de su madre cuando Sebastián alzó la mano para empujar a Lizbeth, algo lo detuvo, aunque no sabía por qué, su mente se aclaró.—Se… — empezó a decir Lizbeth y con rapidez se aclaró la garganta, ya que estaba a punto de llamarlo "señor" delante de todos. — Sebas, relájate, ¿sí? — su pedido sonó como un ruego y le agarró la mano, esa que estaba herida. La gota de sangre caía sin parar, y aún marchándose, a Lizbeth no le importó sostenerla.La familia no podía entender por qué Sebastián estaba tan violento y su madre estaba con la boca abierta. Recordaba las tantas veces que Sebastián la empujaba, como si no la reconociera, y ahora esa chica había logrado tomarlo de la mano, y parecía ir calmándose. No podía creerlo, a pesar de estar aliviada porque sintió terror al creer que la tiraría estando embarazada.—Este tipo de escenas tan vulgares no te las permito, Sebastián. Has hecho siempre lo que te place, pero en esta ocasión nos debes una disculpa a todos por t
―Puedes pasar — le respondió Sebastián a Lizbeth cuando ella estaba a punto de tocar por segunda vez la puerta, y al escucharlo alzó las cejas con asombro. ―Le atiné, esta es su habitación — murmuró ella sonriente, ya que no conocía nada allí aparte del camino a su propio cuarto. Disimulando su sonrisa, giró el pomo de la puerta. Al verlo con el torso desnudo, el cierre del pantalón abierto, descalzo, y con el cabello alborotado, se quedó sin palabras. Lo miró fijamente, recorriendo sus pectorales y abdominales. Realmente estaba entretenida con el adonis que tenía enfrente. «Cuerpos así solo los he visto en revistas», pensó sin ningún descaro. Cuando se dio cuenta de su propia reacción, que notó la sonrisa ladina de Sebastián y su ceja alzada, desvió la mirada y se aclaró la garganta. ―Si estabas sin camiseta, ¿por qué me diste permiso para entrar? — simuló quejarse, aunque el sonrojo en sus mejillas no pasó desapercibido para Sebastián, quien no evitó soltar unas cuantas carcajad
—No me ofendes, es la realidad. Mi madre solo es la señora Barrett de título para la sociedad. Como viste, mi familia es clasista, y mi madre es una mujer pobre, no la típica heredera. Cuando me concibió, ella era la secretaria de mi padre, y él estaba casado en ese entonces. Así que mi abuela hizo lo mismo que te hizo a ti, amenazó a mi madre y la sacó de la vida de mi padre, pidiéndole abortar. Sebastián hizo silencio, como si le costara hablar sobre eso. >>Sin embargo, ella no lo hizo, solo me tuvo a mí, y siete años después, mi padre quedó viudo y volvió a buscarla. Por esa razón mis hermanos me llaman el bastardo. Lizbeth se quedó asombrada. Aunque Sebastián no le dio descripciones, con lo poquito que vio de esa familia, entendió el infierno que deben haber vivido él y su madre. —Lo que diré va a sonar loco, pero, nuestras vidas de maneras complejas, tienen similitudes. Tú, como hijo de un hombre rico, vives bajo los insultos e intimidaciones de tus hermanos, y yo, como una
—Pueden instalarse a gusto — dijo la anciana Barrett con una sonrisa de triunfo en los labios; algo que estaba haciendo que Sebastián se quisiera morir.Lizbeth corrió a poner seguridad a la puerta y empezó a caminar como un pájaro enjaulado, de un lado a otro, mientras se comía la uña de su dedo pulgar.—¡Ya detente!, Lizbeth, me estás mareando — le reprendió Sebastián, respirando con dificultad. Odiaba cuando algo no salía como él quería y tenía que hacer lo que los demás disponían.—Esto fue una muy, pero muy mala idea — señaló Lizbeth, —. Esto no es lo que yo pensaba cuando acepté seguirte el juego, esto se está saliendo de control. ¿En qué locura me metí? No debí caer, tanto que insististe — refunfuñaba ella moviendo un pie como signo de nerviosismo.Él no decía nada, solo la veía con interés, acomodándose en la cama con gesto despreocupado, para disfrutar de aquel espectáculo.—Vámonos, dile a tu abuela que no me siento bien con esto y volvamos al departamento, y te prometo que
—Creo que se descontroló mi presión arterial —decía la mujer con voz tan débil que cualquiera caería en la mentira. Incluso Lizbeth se sintió culpable, aunque la miró a distancia.A la mujer le dieron agua y pastillas; luego, pidió ser llevada a su dormitorio para reponerse antes de la cena.—¿No es mejor que ella vaya al hospital? —le preguntó Lizbeth a su suegra, la cual sonrió y negó con la cabeza.—En realidad, eso lo hace cada vez que quiere hacer parecer al otro como villano —le susurró Soraya, cubriéndose la boca con el dorso de una mano.—¡Eso es chantaje emocional! —jadeó Lizbeth, irritada.—Déjame ayudarte con esto —a Lizbeth le dio apuro cuando vio a su suegra agarrar la fruta para pelarla ella misma, y, sin importar su discusión con la abuela Barrett, Lizbeth decidió pelarlas.—¿Por qué es tan obediente? Esa señora se nota abusiva. Eso de calificar a las personas por su riqueza me parece de muy mal gusto. ¿Por qué usted debe estar con los sirvientes, y las esposas de los h