Un mes después:
La familia Barrett celebraba con gran pompa en uno de los hoteles más distinguidos de la ciudad. La ocasión era excepcional, pues tratándose de la tercera familia más poderosa de Núremberg, tanto la prensa como las personas influyentes se encontraban presentes.
—En 15 días la familia Fischer y los Barrett se unirán— celebró la abuela de Sebastián.
Esta mujer, de pelo blanco y arrugas marcadas, irradiaba autoridad. A pesar de su avanzada edad, su dominio sobre cada miembro de la familia era innegable.
Mientras tanto, Sebastián apretaba con furia la copa de champán, incapaz de ocultar su descontento. No haber logrado encontrar a una mujer de origen humilde para desafiar a su autoritaria abuela lo llenaba de frustración. La veía sonreír triunfante y sentía una furia incontrolable.
Se le antojaba levantarse en ese mismo instante, desentenderse de todo y romper el compromiso que no había autorizado. Se sentía como un títere manipulado para aumentar las riquezas de su familia, mientras sus hermanos, ansiosos por ganarse el favor de la abuela y el padre, no hacían más que consentirlo todo. Querían verse dignos de dirigir la empresa, convertirse en CEO sin importar lo que tuvieran que hacer para lograrlo.
Pero él no quería eso. Con su propia empresa televisiva, no veía razón para someterse a semejante situación. Solo sentía la necesidad de liberarse de ese falso compromiso.
Conociendo su intención, su madre, una mujer obediente a su abuela, le puso una mano en la pierna derecha.
—No lo hagas, Sebas, hijo, no seas imprudente. Tu abuela está muy mayor para que le hagas ese desaire— le rogó la mujer de ojos tristes, calmando su furia. Ella era la única que podía controlarlo, y por ella haría lo que fuera, aunque significara sacrificar su felicidad.
—Hagamos un brindis, mientras el reportero del mejor noticiero del país nos toma una foto. Debemos anunciar a todos la unión de estas dos poderosas familias— anunció el padre de Sebastián con orgullo y sus palabras se perdían en medio de la rabia que consumía a Sebastián.
De repente, una voz furiosa resonó en el salón:
—¡Sebastián Barrett, sinvergüenza, irresponsable!— Los integrantes de ambas familias voltearon a ver a la mujer colérica que gritaba desde la entrada de aquel glamoroso salón.
Los murmullos llenaron el salón.
A leguas se notaba que era una señora fuera de lugar en aquella sociedad. Que apretaba los puños a cada lado de su cuerpo, el cual temblaba de enojo; y sus ojos rojos estaban fijos en esa mesa, parecían los de una fiera dispuesta a atacar.
La conmoción se apoderó del ambiente y los periodistas comenzaron a grabar el escándalo en vivo.
Mientras tanto, Sebastián fruncía el ceño al verla, sin reconocerla.
—Hazte responsable de mi hija. No aceptaré que te cases con otra mujer mientras mi hija está esperando a tu hijo— volvió a gritar la mujer.
—Mamá, ¿qué haces?— El grito de una chica que corría agitada, irrumpiendo en el lugar, desencadenó un torbellino de confusión. Entonces, Sebastián, cada vez más desconcertado, supo de quién se trataba, pero no entendía por qué esa señora hacía tal escándalo, acusándolo de algo que no había hecho.
—Hijo, ¿qué está ocurriendo aquí?— le preguntó su padre con dureza. Se podía ver el reproche en su mirada.
—Lo voy a arreglar ahora, denme unos minutos—murmuró Sebastián entre dientes mientras observaba a Lizbeth, avergonzada y apurada, sacar a su madre del lugar ante la mirada inquisitiva de los presentes.
—¿Qué demonios significa esto? —le preguntó Sebastián con una mirada de desconcierto, frunciendo el ceño mientras observaba a las dos mujeres que estaban sentadas en un sofá, ya en un espacio privado.
—Deja de ser tan canalla y cásate con mi hija —le exigió la mujer que estaba siendo detenida por su hija, ya que luchaba por pegarle un pescozón a Sebastián.
Sebastián se enderezó, con las venas de su cuello y frente marcadas, y rostro cortante. Era un hombre muy mediático, y este escándalo era una mancha en su reputación, algo inaceptable.
—Señora, contrólese, deje de insultarme —solicitó con firmeza, y algo molesto.
—Si pudiera esperar afuera mientras hablo esto con su hija, me haría un gran favor —la mujer iba a refutar, pero los dos agentes de seguridad, parados a su lado, no la dejarían hacer lo que quisiera.
—No te dejes engatusar, porque tendrás que irte de mi casa —Lizbeth se vio siendo amenazada por su madre, que la señalaba con su dedo acusador.
—¡Te ayudé y así es como me pagas! —gritó Sebastián a una Lizbeth temblorosa frente a él. Ella no se atrevía a verle a la cara, aunque ahora tenía sus lentes y podía detallarlo mejor.
—Lo siento, todo esto es un error —dijo con voz trémula y ojos aguados.
—Claro que es un error. Te llevé a un hospital sin conocerte y luego te encaminé a tu casa, simplemente te dejé mi tarjeta porque soy buena persona y me pareciste lamentable. ¿Por qué me pagas de esta forma? ¿Por qué tu madre aparece aquí gritando y haciendo un alboroto?
—Mi mamá encontró tu tarjeta en mi bolso mientras discutíamos. Sin preguntar, dedujo que eras el padre de mi bebé. No le dije que me engañaron, me daba vergüenza —explicaba ella, entrelazando sus dedos sin atreverse a levantar la cabeza.
—Y ahora, ¿qué haré con este escándalo? Siempre me hago responsable de mis errores, y este no es mío —él señaló su vientre y ella lo vio un segundo antes de volver la vista al suelo.
—Dime cómo lo resuelvo, hablaré con mi madre y con la prensa, limpiaré tu nombre, no tienes que preocuparte —le decía ella, viéndolo caminar de un lado a otro con una mano en la cintura, mientras que con la otra se peinaba la cabellera negra y sedosa.
En un momento, el hermoso hombre alto, un adonis en todos los sentidos, se detuvo abruptamente y centró sus ojos ambarinos en ella, escudriñándola por completo: una chica sin nada de gracia, con unos lentes enormes y feos, mal vestida, y sin nada que a él le pareciera atractivo, de verdad que no era su tipo.
«Puedo hacer de esta la oportunidad que necesito. Mi abuela se pondrá histérica si me caso con esta chica. Y le demostraré que no soy manipulable como mis hermanos», pensó, sin apartar su vista de ella.
—¿Estás dispuesta a ser mi esposa por contrato durante dos años? —Ella miró a todos lados buscando a alguien más allí dentro.
—¿Me dices a mí? —señaló a sí misma incrédula.
—Sí, a ti. Necesitas tiempo para encontrar una salida y yo necesito a una esposa para que mi abuela me deje en paz. Es un trato que nos beneficia a ambos.
—No, lo siento, pero encontraré una salida por cuenta propia. Estoy dispuesta a limpiar tu nombre; sin embargo, no a base de mentiras, no me parece bien—, Sebastián no podía creer que la chica frente a él estuviera negándose ante aquella propuesta.—Después de dos días pensándolo, ¿esta es la respuesta que me tienes?—, le reclamó con voz dura y cortante, levantándose de su sillón de cuero. Lizbeth, con los puños apretados a cada lado de su tembloroso cuerpo, veía la majestuosa oficina, sin valor para enfrentar a ese hombre frente a ella, que parecía una fiera embravecida.Cuando Sebastián tiró un periódico sobre la superficie del escritorio, ella se sobresaltó.—Mira, estamos en primera plana, ¡¿cómo piensas arreglar esto?!—, él señalaba la imagen de ambos en el periódico, y ella no se atrevió a leer porque no podía soportar que la estuvieran criticando; ya con la presión de su madre era suficiente.—Usted es dueño de una gran corporación televisiva. Vamos a dar una declaración en vi
Al desviar la mirada a su izquierda, Lizbeth vio a su hermana recostada en una pared. Con sus manos temblorosas, escondió el contrato dentro de su bolso, rogando al cielo que ella no se diera cuenta de fisgonear, algo que naturalmente hacía.—Hermana, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿Te dejó tu marido adinerado? — le preguntó con ironía. Su hermana Yesenia siempre presumía de su matrimonio feliz con un hombre pudiente, tratando de menospreciar a Lizbeth por no tener novio, asegurando que ella nunca podría conseguir a un hombre que la superara económicamente.—A mí no me dejan querida, mi esposo me adora tanto, que mira el bolso de edición limitada que me regaló justo hoy, algo que tú no tendrás ni siquiera siendo la chica prepago para millonarios. Aunque el dueño de ese auto lujoso debe estar ciego — escupió con malicia. Ella vivía para burlarse de Lizbeth.—Controla tus insinuaciones. No necesito acostarme con hombres para tener bolsos de lujo. A mí esas cosas no me llenan como a ti ¡
Tres horas después:Lizbeth se sentó frente a su ordenador para buscar algún empleo en la red. Necesitaba encontrar una salida pronto. Por más que deslizaba la pantalla, no encontraba nada relacionado con su área, hasta que su mirada se detuvo en un anuncio para nuevos autores que desearan publicar sus obras literarias.Sacudió la cabeza. Se negaba a mostrar sus escritos al mundo. Escribir era parte de su hobby, y no creía que podría vivir de eso como los grandes novelistas que le gustaban.En el momento en que estaba sumergida en aquellos pensamientos, la vibración de su teléfono sobre el pequeño escritorio la sacó de su letargo y, al mirar el identificador de pantalla, respiró hondo.—¿Por qué ese hombre me está llamando? —murmuró con enojo, apretando los puños. A pesar de su enfado, su corazón en el fondo estaba dando saltitos. La estaba llamando su ex, el hombre que aún amaba, y no evitaba preguntarse si era para pedirle perdón.—Pero si es así, no debería perdonarlo. Eso me humil
Sentado en la textura de cuero pulido que recubre el asiento trasero de su Mercedes negro, Sebastián alternaba su mirada entre el mundo que pasaba difuminado por la ventana y el elegante reloj de tourbillon que adornaba su muñeca. Mientras que su chofer lo espiaba discretamente a través del espejo retrovisor.—Señor Barrett, creo que la señorita Lizbeth no vendrá, tal vez se arrepintió. Y si fuese así, sería lo lógico — opinó su conductor, con la voz teñida de un temor respetuoso.Austin no era solo un empleado al volante, o guardaespaldas, sino un confidente, que Sebastián le había concedido cierta confianza y quien nunca se oponía a sus decisiones. Pero esta vez no aprobaba que su jefe involucrara a la frágil y delicada muchacha, en las turbulentas aguas que eran los dilemas familiares de los Barrett.El suspiro de Sebastián fue una tormenta contenida. Arrastró su mano por el cuello con tal aspereza que parecía querer arrancar de sí, los pensamientos que lo asediaban.—Tu lógica no
Sebastián respiró varias veces, contando insistentemente, inspirando y exhalando como le había enseñado su especialista. «¡Condenada, Marcela! ¿Por qué tenías que recordarme mi pasado y ese momento tan doloroso de mi vida?», se reprochó a sí mismo. Maldijo mil veces a la mujer que todavía tenía el poder de alterarlo de tal modo. Además, Lizbeth estaba cerca; no quería que ella lo viera así, con sus emociones tan alteradas. No quería que conociera su secreto más íntimo. Ya había cometido el error de confiar en Marcela, y ella lo utilizó en su contra. Decidió que ninguna mujer volvería a tener ese poder sobre él nunca más.Ante el asombro de Austin, Sebastián se fue calmando poco a poco y recuperó su serenidad. Arregló su ropa tratando de controlar el temblor de sus manos. La ira atacaba sobre todo esa parte de su cuerpo, y nublaba su entendimiento y el control de sus actos.Hizo movimientos mecánicos para entretener su mente, tal y como le habían enseñado los especialistas a los que h
Lizbeth se alejó un poco de él sin poder contenerse. Este hombre la alteraba; su presencia hablaba a sus cinco sentidos. «¿Cómo podría ser posible?», pensó ella, bajando la mirada para que no viera la emoción que la embargaba y para dominar el delirante impulso de volver a tocarlo.«¿De dónde surgen todas esas sensaciones? Hasta hace poco pensaba estar enamorada de mi ex novio, el traidor. ¿Cómo podrían cambiar tan rápidamente mis sentimientos? ¡Odio ser tan voluble!», reflexionó.Sebastián se relajó; su expresión, generalmente arrogante, fue suavizada por una sonrisa ligera pero genuina. Indudablemente, esta mujer le atraía. Aún no sabía qué tenía ella que lo hacía sentir relajado, pero no debía olvidar que no podía confiar en ella. Parecía decir una cosa y sentir otra, cambiar de idea tan rápidamente que no daba tiempo de asimilarlo. Un día se quería casar y al otro no, decía algo y luego decía otra cosa, o más bien decía algo, pero no era lo que sentía, porque no tenía la habilidad
Aquella anciana de rostro severo, con sus maneras tan altaneras, había provocado un inmenso desasosiego en Lizbeth. Ella realmente no sabía cómo actuar. Al fin y al cabo, no podía ofenderla: en primer lugar, era una persona mayor, ya anciana, y no quería ser culpable de que algo le ocurriera; por otro lado, era la abuela de su esposo, y aunque este matrimonio fuera falso, no podía provocar un disgusto en la señora.Ambas, tanto la anciana como su acompañante, se quedaron observándola como si estuvieran en un pedestal y Lizbeth fuera su subordinada y tuviera que rendirles tributo.En ese preciso momento, maldijo a Sebastián: él debería haber previsto esta contingencia, conocía a esta señora y sabía de lo que era capaz. Entonces, ¿por qué la dejó aquí sola para enfrentarse con ella?No le quedó otro remedio que tratar de conciliar la situación; su profesión le había enseñado algo, y era a lidiar con personas altaneras como ella.—¿Qué esperas para moverte? Ve por tus cosas, vámonos, mu
—Pedí trabajar en esta empresa, porque solo así puedo verte. Tú me evitas, perdóname amor. Lo siento, no debí ser tan cruel. Por favor, Sebas, no me apartes de tu lado. Me duele tu indiferencia— le decía Marcela con la cara pegada a su espalda. Él, con toda la calma del mundo, apartó sus manos y, como si no existiera, respondió la llamada.—¡¿Cómo se atrevió?! — gruñó con los dientes apretados después de escuchar lo que la anciana Barrett hizo, comunicado por su ama de llaves. Dejando a Marcela con los ojos más abiertos de lo normal, salió casi corriendo. A su entender, nada ni nadie que no fuera ella hacía correr a Sebastián. Solo ella sentía que tenía el poder de descontrolarlo de ese modo, y la incertidumbre empezó a atormentarla.—Maldita sea, se supone que me ama. Entonces, ¿por qué me evita? — farfulló la mujer con fastidio. Al escuchar una risa ronca, se giró.—¿Piensas que mi amigo caerá a tus pies siempre que quieras? Sebastián no es un loco, Marcela— le dijo Mauricio de mane