"No me gustas. En realidad, debo confesarte que mientras estaba contigo, tenía a otra mujer, pero a ella sí la quiero y nos vamos a casar", estas palabras dichas por el hombre que amaba con locura, retumbaban en la mente de Lizbeth Weber como un eco cruel de su realidad. Mientras cruzaba la calle, sentía que su mundo se estaba derrumbando. No podía llorar, aún estaba en shock. La habían utilizado de la manera más tonta.
El ruido de la calle invadió su mente caótica mientras las luces de los coches formaban un telón parpadeante a su alrededor. Los colores vivos de los autos, las voces distantes de la gente, todo parecía un escenario distorsionado en tanto ella luchaba por mantener su compostura en medio del derrumbe emocional.
—¡¿Cómo pudo hacerme eso?! ¡Grandísimo idiota! — Las palabras escaparon de sus labios con una mezcla de rabia y desconcierto.
A mitad de la calle, sus piernas no se movían. Sentía que todo giraba a su alrededor. Todo pasaba rápidamente frente a sus ojos, y ni siquiera el sonido de un claxon que era presionado insistentemente era capaz de sacarla de su letargo. A pesar de que la señal de tránsito estaba en rojo, seguía en medio de ese torbellino, luchando por respirar, por mantenerse a flote en ese mar de caos.
—¿Qué le pasa a esa chica? ¿Estará buscando que la atropellen? — gritó Sebastián desde el asiento trasero de su coche, pasándose una mano por el cabello con aspereza y respirando frenéticamente, mientras se controlaba para no enfurecer.
—En el mundo hay muchas personas locas — rezongó entre dientes para sí mismo, y el sonido de una notificación en su teléfono lo hizo sacarlo del bolsillo interno de su traje.
"Sebastián, querido nieto, te escribo para informarte que esta noche tenemos una cena con la familia Fischer. Recuerda que no debes hacer esperar a tus futuros suegros. Anabel Fischer es la mujer perfecta para ti, una abogada con su propio bufete y heredera del conglomerado Atlántico. A diferencia de esas arribistas que te rodean y que solo buscan adueñarse de nuestra fortuna, ella tiene la suya", leyó el mensaje de su abuela apretando el teléfono entre sus manos, a la vez que sentía cómo la cólera hacía hervir su sangre.
Odiaba que le estuviera buscando una esposa, solo basándose en el valor de sus riquezas, sin importarle lo que él sentía. Aunque había creado sus negocios por aparte para desligarse de la fortuna familiar, su abuela dominante quería seguir complicándole la vida, creyendo que tenía derechos sobre él, un hombre independiente, alguien que no necesitaba hacer alarde de su gran apellido o riqueza.
—Me casaré con la primera chica pobre que esté dispuesta a ser mi esposa, abuela. Te mostraré que a Sebastián Barrett no lo domina nadie — aseguró el alemán muy firme, sin dejar de ver el mensaje, y una sonrisa ladina se dibujó en su rostro.
—¿Qué hago, señor Barrett? Esta señorita nos está impidiendo el paso — le preguntó el conductor sin alejar la mirada de aquella chica, que se notaba mal.
—Si está realmente herida, llévala al hospital y paga las facturas médicas que correspondan. Pero si es un fraude, demándala. No me hagas perder mi precioso tiempo— ordenaba en el mismo momento en que la joven se derrumbó frente al coche.
….
—¿Dónde estoy? — murmuró Lizbeth, aun con los ojos cerrados, escuchando de fondo el ruido de unas voces lejanas del personal médico que se mezclaban con el zumbido de la maquinaria y el leve olor a desinfectante. —¡Es un hospital! — Afirmó, escandalizada, sentándose de golpe, y viendo todo borroso. Comenzó a tocarse la cara y a tantear el lugar en el que estaba.
—¡Mis lentes! ¿Dónde están? — "Señor Barrett, felicitaciones, su esposa está embarazada", escuchó decir un doctor mientras entrecerraba sus ojos para verles los rostros a él y al hombre de traje gris que estaba junto a su camilla.
Las palabras del doctor resonaron como un eco distante en su mente confusa. Lizbeth no podía asimilar que estuvieran hablando de ella. Se tocó el vientre con incertidumbre y desconcierto.
—Se equivoca, no conozco a esta señora — le respondió Sebastián al doctor.
—Lo siento — se disculpó el médico apenado.
—No… no puedo ser yo, no puedo estar embarazada — musitó con abnegación, sacudiendo la cabeza para los lados. Su corazón latía con fuerza mientras digería la revelación inesperada, que la estaba dejando en un estado de desconcierto total.
—Sí, señorita, usted está embarazada — le rectificó el doctor antes de retirarse, provocando que Lizbeth empezara a llorar desconsoladamente.
—¡No puedo tener un hijo de ese hombre engañoso! ¡Por favor, dígame que está equivocado, se lo suplico! — gritaba aturdida, sin saber qué hacer. Sentía que su cuerpo se estaba sumergiendo en el fondo de una gran fosa profunda y con cada segundo que pasaba, su vida se iba extinguiendo.
—Pagaré la factura médica, aunque no me corresponda — le dijo ese hombre de voz fría e indiferente, mientras daba media vuelta para irse. Pero Lizbeth atrapó una de sus manos.
—Ayúdeme, por favor, señor —. Sebastián se quedó rígido al escuchar su ruego.
Un mes después:La familia Barrett celebraba con gran pompa en uno de los hoteles más distinguidos de la ciudad. La ocasión era excepcional, pues tratándose de la tercera familia más poderosa de Núremberg, tanto la prensa como las personas influyentes se encontraban presentes.—En 15 días la familia Fischer y los Barrett se unirán— celebró la abuela de Sebastián.Esta mujer, de pelo blanco y arrugas marcadas, irradiaba autoridad. A pesar de su avanzada edad, su dominio sobre cada miembro de la familia era innegable. Mientras tanto, Sebastián apretaba con furia la copa de champán, incapaz de ocultar su descontento. No haber logrado encontrar a una mujer de origen humilde para desafiar a su autoritaria abuela lo llenaba de frustración. La veía sonreír triunfante y sentía una furia incontrolable. Se le antojaba levantarse en ese mismo instante, desentenderse de todo y romper el compromiso que no había autorizado. Se sentía como un títere manipulado para aumentar las riquezas de su fami
—No, lo siento, pero encontraré una salida por cuenta propia. Estoy dispuesta a limpiar tu nombre; sin embargo, no a base de mentiras, no me parece bien—, Sebastián no podía creer que la chica frente a él estuviera negándose ante aquella propuesta.—Después de dos días pensándolo, ¿esta es la respuesta que me tienes?—, le reclamó con voz dura y cortante, levantándose de su sillón de cuero. Lizbeth, con los puños apretados a cada lado de su tembloroso cuerpo, veía la majestuosa oficina, sin valor para enfrentar a ese hombre frente a ella, que parecía una fiera embravecida.Cuando Sebastián tiró un periódico sobre la superficie del escritorio, ella se sobresaltó.—Mira, estamos en primera plana, ¡¿cómo piensas arreglar esto?!—, él señalaba la imagen de ambos en el periódico, y ella no se atrevió a leer porque no podía soportar que la estuvieran criticando; ya con la presión de su madre era suficiente.—Usted es dueño de una gran corporación televisiva. Vamos a dar una declaración en vi
Al desviar la mirada a su izquierda, Lizbeth vio a su hermana recostada en una pared. Con sus manos temblorosas, escondió el contrato dentro de su bolso, rogando al cielo que ella no se diera cuenta de fisgonear, algo que naturalmente hacía.—Hermana, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿Te dejó tu marido adinerado? — le preguntó con ironía. Su hermana Yesenia siempre presumía de su matrimonio feliz con un hombre pudiente, tratando de menospreciar a Lizbeth por no tener novio, asegurando que ella nunca podría conseguir a un hombre que la superara económicamente.—A mí no me dejan querida, mi esposo me adora tanto, que mira el bolso de edición limitada que me regaló justo hoy, algo que tú no tendrás ni siquiera siendo la chica prepago para millonarios. Aunque el dueño de ese auto lujoso debe estar ciego — escupió con malicia. Ella vivía para burlarse de Lizbeth.—Controla tus insinuaciones. No necesito acostarme con hombres para tener bolsos de lujo. A mí esas cosas no me llenan como a ti ¡
Tres horas después:Lizbeth se sentó frente a su ordenador para buscar algún empleo en la red. Necesitaba encontrar una salida pronto. Por más que deslizaba la pantalla, no encontraba nada relacionado con su área, hasta que su mirada se detuvo en un anuncio para nuevos autores que desearan publicar sus obras literarias.Sacudió la cabeza. Se negaba a mostrar sus escritos al mundo. Escribir era parte de su hobby, y no creía que podría vivir de eso como los grandes novelistas que le gustaban.En el momento en que estaba sumergida en aquellos pensamientos, la vibración de su teléfono sobre el pequeño escritorio la sacó de su letargo y, al mirar el identificador de pantalla, respiró hondo.—¿Por qué ese hombre me está llamando? —murmuró con enojo, apretando los puños. A pesar de su enfado, su corazón en el fondo estaba dando saltitos. La estaba llamando su ex, el hombre que aún amaba, y no evitaba preguntarse si era para pedirle perdón.—Pero si es así, no debería perdonarlo. Eso me humil
Sentado en la textura de cuero pulido que recubre el asiento trasero de su Mercedes negro, Sebastián alternaba su mirada entre el mundo que pasaba difuminado por la ventana y el elegante reloj de tourbillon que adornaba su muñeca. Mientras que su chofer lo espiaba discretamente a través del espejo retrovisor.—Señor Barrett, creo que la señorita Lizbeth no vendrá, tal vez se arrepintió. Y si fuese así, sería lo lógico — opinó su conductor, con la voz teñida de un temor respetuoso.Austin no era solo un empleado al volante, o guardaespaldas, sino un confidente, que Sebastián le había concedido cierta confianza y quien nunca se oponía a sus decisiones. Pero esta vez no aprobaba que su jefe involucrara a la frágil y delicada muchacha, en las turbulentas aguas que eran los dilemas familiares de los Barrett.El suspiro de Sebastián fue una tormenta contenida. Arrastró su mano por el cuello con tal aspereza que parecía querer arrancar de sí, los pensamientos que lo asediaban.—Tu lógica no
Sebastián respiró varias veces, contando insistentemente, inspirando y exhalando como le había enseñado su especialista. «¡Condenada, Marcela! ¿Por qué tenías que recordarme mi pasado y ese momento tan doloroso de mi vida?», se reprochó a sí mismo. Maldijo mil veces a la mujer que todavía tenía el poder de alterarlo de tal modo. Además, Lizbeth estaba cerca; no quería que ella lo viera así, con sus emociones tan alteradas. No quería que conociera su secreto más íntimo. Ya había cometido el error de confiar en Marcela, y ella lo utilizó en su contra. Decidió que ninguna mujer volvería a tener ese poder sobre él nunca más.Ante el asombro de Austin, Sebastián se fue calmando poco a poco y recuperó su serenidad. Arregló su ropa tratando de controlar el temblor de sus manos. La ira atacaba sobre todo esa parte de su cuerpo, y nublaba su entendimiento y el control de sus actos.Hizo movimientos mecánicos para entretener su mente, tal y como le habían enseñado los especialistas a los que h
Lizbeth se alejó un poco de él sin poder contenerse. Este hombre la alteraba; su presencia hablaba a sus cinco sentidos. «¿Cómo podría ser posible?», pensó ella, bajando la mirada para que no viera la emoción que la embargaba y para dominar el delirante impulso de volver a tocarlo.«¿De dónde surgen todas esas sensaciones? Hasta hace poco pensaba estar enamorada de mi ex novio, el traidor. ¿Cómo podrían cambiar tan rápidamente mis sentimientos? ¡Odio ser tan voluble!», reflexionó.Sebastián se relajó; su expresión, generalmente arrogante, fue suavizada por una sonrisa ligera pero genuina. Indudablemente, esta mujer le atraía. Aún no sabía qué tenía ella que lo hacía sentir relajado, pero no debía olvidar que no podía confiar en ella. Parecía decir una cosa y sentir otra, cambiar de idea tan rápidamente que no daba tiempo de asimilarlo. Un día se quería casar y al otro no, decía algo y luego decía otra cosa, o más bien decía algo, pero no era lo que sentía, porque no tenía la habilidad
Aquella anciana de rostro severo, con sus maneras tan altaneras, había provocado un inmenso desasosiego en Lizbeth. Ella realmente no sabía cómo actuar. Al fin y al cabo, no podía ofenderla: en primer lugar, era una persona mayor, ya anciana, y no quería ser culpable de que algo le ocurriera; por otro lado, era la abuela de su esposo, y aunque este matrimonio fuera falso, no podía provocar un disgusto en la señora.Ambas, tanto la anciana como su acompañante, se quedaron observándola como si estuvieran en un pedestal y Lizbeth fuera su subordinada y tuviera que rendirles tributo.En ese preciso momento, maldijo a Sebastián: él debería haber previsto esta contingencia, conocía a esta señora y sabía de lo que era capaz. Entonces, ¿por qué la dejó aquí sola para enfrentarse con ella?No le quedó otro remedio que tratar de conciliar la situación; su profesión le había enseñado algo, y era a lidiar con personas altaneras como ella.—¿Qué esperas para moverte? Ve por tus cosas, vámonos, mu