¡Qué gane el mejor!
¡Qué gane el mejor!
Por: Joana Guzman
Prólogo

Loredana se despertó desorientada y tardó algunos segundos en recordar donde estaba. Tragó saliva y sus músculos se tensaron en cuanto las imágenes de la noche anterior llegaron a su mente.

Abrió los ojos y miró a su costado esperando que todo se tratara de un sueño. No era así. El hombre con el que había pasado la noche, seguía a su lado.

Con cuidado, se deslizó fuera de la cama. No necesitaba despertarlo. Seguro sería incómodo para ambos.

Dejó de respirar y se quedó inmóvil cuando el hombre se movió. Era extraño no tener un nombre para él, pero ninguno de los dos se había presentado. Recuperó la calma en cuanto se dio cuenta que él seguía dormido.  

De pie, a un lado de la cama, se quedó observándolo. Aún dormido se podía ver la dureza en sus rasgos. Después de la corta interacción que habían tenido, podía aseverar que era uno de esos hombres que creían que el resto debía inclinarse ante ellos… Para nada el tipo de hombre con el que se relacionaría y, sin embargo, allí estaba.

Su mirada recorrió la parte de su cuerpo que estaba al descubierto y más imágenes de la noche anterior invadieron su mente.

Alejó esos pensamientos, no era momento para detenerse a fantasear.  

Recogió su bolso y su ropa que yacía esparcida en el suelo —evitó pensar en cómo habían llegado hasta allí— y se metió al baño. En tiempo record, se vistió y arregló lo mejor que pudo su cabello.

Al salir de la habitación dio un último vistazo al hombre sobre la cama y luego se marchó. Esperaba no volverlo a ver.

Tan pronto llegó a su casa, ubicada en los límites de la ciudad, se dirigió directo a su habitación. Después de elegir su atuendo para el día, se metió a la ducha. Nada mejor para despejar su mente. Aunque le habría gustado permanecer en el agua por siempre, no tenía tiempo que perder. A las nueve de la mañana tenía programada una reunión importante y odiaba llegar tarde.

Apenas estuvo lista y con varios gramos de cafeína en las venas, volvió a abandonar su casa. Sonrió al mirar la hora. Estaba a tiempo, es más, con suerte iba a llegar unos minutos antes de la hora acordada.

—Señorita Romano —la saludó Renardo, el director general y accionista mayoritario de D’agostino y asociados, mientras se ponía de pie para recibirla.

—Muchas gracias —le dijo a la secretaria antes de acercarse a Renardo con la mano extendida—. Señor D’agostino, es un gusto verlo otra vez.

—Lo mismo digo. —Él tomó su mano y le dio un apretón—. Tome asiento, por favor.

—Muchas gracias. —Se sentó y esperó que el hombre lo hiciera antes de comenzar a hablar de negocios—. Aquí tengo la propuesta de la que le hablé. —Extendió el folder con los documentos.

—Espero no le moleste que esperemos algunos minutos más. —Reonardo tomó el archivo y le dio una sonrisa—. Alguien se unirá a nosotros.

Apenas el hombre había terminado de hablar cuando se escuchó un par de golpes en la puerta.

—Señor D’agostino, su otra cita está aquí —anunció la secretaria de Reonardo y se hizo a un lado para dejar pasar al hombre parado detrás de ella.

—Señorita Romano, le presentó al señor Giordano.

Loredana fue apenas consciente de las palabras de Reonardo. Toda su atención estaba en el hombre que caminaba imponente hacia ellos.

«¡Maldición! —pensó— ¿Qué está haciendo él aquí?».

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